Lecturas: Ex 32,7-11.13-14; S. 50; 2Ti 1,12-17; Lc 15,1-32
Cantaré eternamente
la misericordia del Señor
P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
Maravilloso, especialmente precioso el evangelio de hoy. Habrán captado la calidad extraordinaria de Jesús como orador y la de Lucas como estilista literario. Ambos se emplean a fondo en este tema de la misericordia de Dios con todo pecador arrepentido. Lucas es discípulo de Pablo, cuya carta más importante teológicamente es la carta a los Romanos. Está dedicada a la verdad central de su mensaje: que todos los hombres, gentiles y judíos, pecaron y que “Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores”. Sólo los que crean en Él se salvan; porque “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Ro 5,20).
Es verdad, si de algo habla la Escritura es de la misericordia de Dios. Sobre esto punto la palabra de Dios se expresa con una audacia que ningún teólogo ha tenido. El sentido de justicia natural acaba llevándonos a todos a actitudes fariseas, duras, condenatorias, cerradas al perdón, más próximas al “ojo por ojo y diente por diente” que a los sentimientos de Dios por el pecador arrepentido.
Ante la perspectiva de castigar a Israel por sus idolatrías y crímenes horrendos, estallará así: “Mi corazón se me revuelve dentro y mis entrañas dentro se estremecen. No haré lo que mi cólera exige con ardor; no volveré a destruir a Israel; porque soy Dios, no hombre” (Os 11,8-9).
La forma de ser de Dios ante el pecador arrepentido se desvela en la máxima gracia que un hombre recibiera en el Antiguo Testamento. Pasó Dios delante de Moisés, que no pudo ver sino su espalda, mientras escuchaba una voz que le decía que el Señor es lento para airarse y grande en perdonar (Ex 34,6s). En el Nuevo Testamento Jesús, el “resplandor de la gloria del Padre”, habiendo venido al mundo para salvarnos a los hombres (Mt 1,21; Hb 1,3), con las manos cosidas en la cruz por nuestros pecados, nos hace más patente aún esa misericordia, pidiendo al Padre el perdón para todos sus hermanos, cuya condena quedaba cosida en la cruz; porque murió por nuestros pecados y donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (Ga 1,4;2,20; Ro 5,20).
Vivamos más y más de la misericordia de Dios. La misa de cada domingo, la confesión, la oración han de ser encuentro con este Dios de la Misericordia. Las últimas revelaciones privadas, aprobadas por la Iglesia como legítimas, insisten en recordarnos a los creyentes la verdad de ese amor y misericordia con los pecadores. Que también nosotros podamos decir lo del apóstol San Juan: “Hemos creído en el amor” (1Jn 4,16). Que lo notemos nosotros, que lo noten los demás.
Naturalmente que el recurso a la misericordia de Dios no ha de ser para no hacer nada; como si un náufrago se creyera salvado con la tabla que le arrojan, pero no se molesta ni en agarrarla. Así no se salvaría nadie. El amor de Dios ha de cambiar nuestro corazón: “De todas sus manchas los purificaré y les daré un corazón nuevo” (Ez 36,25-26). La cercanía de Dios, como cuando San Pedro levantó la red llena de peces (Lc 5,8), activa la conciencia de indignidad, y suscita la actitud humilde de la fe, que sabe bien que en toda obra buena dependemos de la gracia misericordiosa de Dios. Porque “Dios resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia” (St 4,6).
Vivir la misericordia de Dios es también perdonar a nuestros deudores, porque vivimos también aquello de que, “si no perdonamos a los hombres sus ofensas, tampoco a nosotros nos perdonará Dios” (Mt 6,14).
Vivir de la misericordia de Dios es, por fin, levantarse como Pedro tras sus negaciones (Lc 22,62), porque siete veces al día cae el justo (Pr 24,16) y también otras tres veces nos preguntará como a Pedro si le amamos (Jn 21,15-17).
Así estaremos siempre con el Padre y todo lo suyo será nuestro.
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