“Queremos ver a Jesús”
P. Vicente Gallo, S.J.
Los hombres de todos los tiempos nunca encontraron salvación posible, hasta hallar a Jesús y aferrarse a él. Antes, le buscaban y esperaban en él sin conocerle; reclamaban “al que tenía que venir al mundo” (Jn 11,27) para salvarlo, que no podía ser otro sino Dios. Jesucristo es el esperado: Dios hecho hombre. “No se ha dado bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que podamos salvarnos” (Hch 4, 12).
Exactamente esto mismo ha de aplicarse a los hombres de hoy, a los que tienen tantos logros conseguidos para defenderse en la vida al iniciar este tercer milenio. Sin poder librarse de la perdición inexorable, necesitan hallar quien los salve: no sólo oyendo hablar de Jesús el Salvador, sino reconociéndole, “viendo su rostro” y “viendo que él los salva”. Nos gritan aun sin saberlo: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21).
Pero solamente la Iglesia puede ser ese rostro visible del Salvador también para los hombres de este tercer milenio; la Iglesia que es la presencia de Cristo, Dios encarnado, el que vino, nos salvó y permanece con nosotros hasta el fin de los tiempos. Por eso, la tarea nuestra de “cristianos” ha de ser “contemplar ese rostro” y empaparnos de él, para poder reproducir en nosotros la imagen de Cristo (Rm 8, 29) de manera que en nosotros lo vean, en nuestra fe, en nuestra esperanza y en nuestro amor; y en nosotros lo encuentren creíble.
Más que nuestras palabras hablando sobre Cristo, lo que habrá de convencer a los hombres de hoy es ver a los salvados por haber creído en él. Reclutar a nuevos adictos a nuestra Iglesia o a cualquier Asociación eclesial de la que formemos parte, sólo podremos conseguirlo con el poder de nuestra fe manifestada en obras que convenzan. Amándonos “como El nos ama”, y mostrando que sólo eso logra cambiar a nuestro pobre mundo, podrá conseguirse que crean en el amor distinto que nosotros tenemos por creer en Cristo, y en Aquel que lo pone en nuestros corazones. Lo encontrarán principalmente en los matrimonios que vivan su Sacramento.
Porque no hemos de pretender que “crean en Dios”, como otros muchos ya creen; sino que crean en el Dios de Jesucristo, el Dios que nos ama y nos salva enviándonos a su Hijo; y al que llamamos Padre como se lo llamaba Jesús. Cristo es en quien tenemos que creer. El que nos ha mostrado el rostro de Dios y su amor que nos salva. Ese Hijo de Dios que nos hace hijos y herederos del vivir eterno del Padre; hijos como lo es él (Jn 6, 57), y hermanos unos de otros como él es nuestro hermano, haciendo de este mundo la Familia de Dios. Jesucristo es quien nos da su Espíritu para que vivamos su misma vida, que es la esencia de toda auténtica espiritualidad cristiana.
Es en la Biblia donde hemos de buscar ese rostro de Jesucristo: “ignorar la Biblia es ignorar a Cristo mismo”, decía el gran entendido San Jerónimo. Pero, sobre todo en los Evangelios, hemos de ver ese “rostro de Cristo” no sólo “leyendo”, sino “contemplando” lo que esos Libros dicen de Jesús y que hemos de reproducirlo en nosotros. Los relatos evangélicos no son “historias” para “leerlas” ni aun para “interpretarlas”; sino para en ellas “ver” a Jesús y “creer” que es el Ungido, el Cristo de Dios; para “hacernos de él”, “salvarnos con él”, y “reproducirlo en nosotros”, a fin de poder “mostrarlo” a todas las gentes que, encontrándolo como nosotros, también se salven.
Es en la Biblia donde hemos de buscar ese rostro de Jesucristo: “ignorar la Biblia es ignorar a Cristo mismo”, decía el gran entendido San Jerónimo. Pero, sobre todo en los Evangelios, hemos de ver ese “rostro de Cristo” no sólo “leyendo”, sino “contemplando” lo que esos Libros dicen de Jesús y que hemos de reproducirlo en nosotros. Los relatos evangélicos no son “historias” para “leerlas” ni aun para “interpretarlas”; sino para en ellas “ver” a Jesús y “creer” que es el Ungido, el Cristo de Dios; para “hacernos de él”, “salvarnos con él”, y “reproducirlo en nosotros”, a fin de poder “mostrarlo” a todas las gentes que, encontrándolo como nosotros, también se salven.
Todo el Nuevo Testamento es el testimonio que los Apóstoles nos han dejado de Jesucristo. Como nos dice San Juan: “Lo que existía desde el principio, lo que nosotros hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la palabra de Vida, pues la Vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna que estaba en el Padre y se nos manifestó en su Hijo; lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros, como nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro gozo sea completo” (1Jn 1, 1-4).
En realidad es el Espíritu Santo quien, a través de nuestro “oír” la Palabra, ha de realizar en nosotros el “ver” a Jesús, el “creer” en él como Cristo de Dios, el “hacernos de él” y “salvarnos con él”, el “reproducirlo en nosotros” y hacer que sea inteligible o creíble para quienes se lo mostremos. Como fue “Obra del Espíritu Santo” la Encarnación del Hijo en el mundo por medio de María.
En realidad es el Espíritu Santo quien, a través de nuestro “oír” la Palabra, ha de realizar en nosotros el “ver” a Jesús, el “creer” en él como Cristo de Dios, el “hacernos de él” y “salvarnos con él”, el “reproducirlo en nosotros” y hacer que sea inteligible o creíble para quienes se lo mostremos. Como fue “Obra del Espíritu Santo” la Encarnación del Hijo en el mundo por medio de María.
Los vecinos que vivieron con él 30 años en Nazaret, no le conocieron; y así nos ocurriría a nosotros. Como aquellos que vieron sus “milagros”, tampoco le conocieron ni creyeron, sino que para muchos fue su perdición, ya que terminaron crucificándole “porque decía ser Hijo de Dios”. El Bautista sí le conoció y creyó: pero fue porque así se lo reveló Dios (Jn 1, 32-34). Pedro le confesó “el Cristo, el Hijo de Dios vivo”, no por la fuerza de la carne o de la sangre, sino revelado por el Padre del Cielo.
Resucitado Jesús, “los Discípulos se alegraron de ver a Jesús” (Jn 20, 20), mas solamente creyeron después de recibir el Espíritu Santo que les dio (Jn 20, 22). Tomás, no creyó cuando los Discípulos se lo contaron, sino cuando Jesús le hizo rendirse (Jn 20, 28). Aunque se viese y se tocase su cuerpo resucitado, sólo la fe podía franquear el misterio de Jesús como Salvador. En el día de la Ascensión, todavía no sabían a quién seguían.
Ahora, lo mismo que entonces, no nos hagamos ilusiones: no basta con reconocer que “¡Jesús es muy distinto!”, como en Marcos 1, 27 y 4, 41. Lo dijo Jesús: “Todo me ha sido entregado por mi Padre, pero nadie conoce al Hijo sino el Padre, como al Padre no le conoce nadie sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 27). Afirmar de Jesús, que “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”, “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”, “Señor mío y Dios mío”, “Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre”, “Nosotros estamos en el Verdadero, en el Hijo Jesucristo, este es el Dios verdadero y la vida eterna”; no es posible ni por “ver”, ni por “razonar”, ni por nuestro “entender”, sino por obra del Espíritu Santo en nosotros (1Co 12. 3).
El objetivo de todo nuestro “orar” debe centrarse en la súplica: “Queremos ver al Señor” (Jn 12 ,21), “Señor, busco tu rostro” (Sal 27, 4), “Brille tu rostro sobre nosotros” (Sal 67, 3). Para ver en él no sólo a Dios, sino al hombre verdadero (GS 22); no sólo a Dios hecho hombre, sino al hombre hecho Dios. En Jesús podremos así conocer “el hombre verdadero”, lo que es ser hombre de veras, “el hombre nuevo según Dios” (Ef 4, 24), en lugar del hombre viejo que se corrompe en sus concupiscencias (Ef 4, 22). Y ver que “sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, es por lo que el hombre puede, en él y por él, llegar a ser realmente hijo de Dios” (NMI 23). Pero sin que podamos olvidar que solamente por obra del Espíritu Santo en nosotros podremos afirmar con verdadera fe “Jesucristo es el Señor”(1Co 12, 3). Afirmar que Jesús es “Dios hecho hombre”, verdadero Dios en un hombre, que es el Mesías, el Hijo de Dios, no es algo que pueda salir de nuestra carne y sangre, sino revelado por Dios (Mt 16,17).
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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