Matrimonios: Remar mar adentro, 3º Parte




Somos el Cuerpo de Cristo

P. Vicente Gallo, S.J.




La Misa de cada día, y principalmente la del “Día del Señor”, el Domingo, nos reúne con Cristo a los creyentes “unidos en la Fracción del Pan” (Hch 2, 42). En torno a esa Mesa que Dios puso entre los hombres y que nos mandó mantenerla “anunciando la muerte de Señor hasta que él venga” (1Co 11, 26), “somos un solo cuerpo alimentado por el mismo pan” (1Co 10, 17). No sólo es “participar del mismo pan”, sino que es el único y mismo pan el que nos alimenta, como, cuando comemos, son todos los miembros del cuerpo los que se nutren. De veras somos el mismo Cuerpo de Cristo, cada uno siendo miembro de ese Cuerpo que Dios hizo suyo para salvar al mundo. Somos alimentados no con un alimento cualquiera, sino por la vida y vigor de Dios que nos da ese “pan del cielo”(Jn 6, 32).

En esa Reunión con el Señor Jesús, hacemos memoria del pasado de la Iglesia, que siempre, en sus veinte siglos, fortaleció el vivir su fe en esta Reunión Dominical. También alimentamos nuestro presente, con el “pan de la vida bajado del cielo” que es la carne del Señor: “Como el Padre vive y yo vivo por el Padre, del mismo modo el que me come vivirá por mí “(Jn 6, 55-58). Y hacemos, igualmente, “profecía “ de nuestro futuro, en el que creemos con Cristo Resucitado; traduciendo nuestra Reunión en firmes propósitos y en líneas de acción concretas, unidos con el Señor. En la Misa nos reunimos los creyentes como un solo Cuerpo, en medio del mundo que se ve disgregado y perdido. Nos apiñamos así los fieles, en medio de la Iglesia vacilante, que hasta en el matrimonio se disuelve más y más cada día, de una manera que, sin esa fe, nos causaría vértigo.

En nosotros ha de estar presente y actuando la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica. Una en la unidad de un mismo Cuerpo. Santa, como santo es el Cuerpo de Cristo, que es el Cuerpo de Dios; siendo santa en cada uno de sus miembros todos: en nosotros será santa o en nosotros será Iglesia pecadora. Católica, enviada al mundo entero, a todos los hombres sin distinción de raza, de cultura, y de mentalidad; hasta hacer con todos ellos el Pueblo de Dios salvado, su Familia con el Hijo: siendo hermanos unos de otros como Cristo se ha hecho nuestro hermano. Apostólica, permaneciendo fiel a lo que los Apóstoles predicaron y establecieron en nombre de Jesús y bajo la guía del mismo Espíritu Santo que, en Pentecostés, la puso en marcha para salvar al mundo.

Nosotros, al comenzar un tercer milenio, somos el Cuerpo de Cristo que, aquí y ahora, sigue marchando por los caminos del mundo “enseñando y haciendo “(Hch 1,1), como pasó por el mundo el Salvador Jesús: “Jesús recorría toda Galilea enseñando en sus Sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino, y curando toda enfermedad y toda dolencia en el Pueblo”(Mt 4, 23). Marcos, al final de su Evangelio, relata esa misión con la que Jesús envía a los suyos cuando él pasaba ya de este mundo al Padre (Mc 16, 14-19); nos dice cómo ellos iban “por todas parte colaborando el Señor con ellos confirmando su Palabra con los milagros que los acompañaban”(Mc 16, 20). Son la infinidad de verdaderos milagros que Dios ha venido realizando en su Iglesia, a favor de sus santos, los verdaderamente de Cristo, a través de los veinte siglos de toda nuestra historia; milagros que son garantía de la certeza con la que creemos, esperamos y amamos unidos al Señor Jesús. Sólo en los 25 años de Juan Pablo II, más de mil, dado el número de los beatificados y canonizados por él, fueron los milagros dados y rigurosamente documentados.

El reto de la Iglesia y el nuestro, también en nuestros tiempos, es realizar de nuevo el misterio de la Encarnación de Dios el Salvador en nuestro mundo presente. En cada uno, configurando a Cristo en nosotros (Flp 3, 10). En las familias, haciendo de todas ellas una réplica de lo que fue “la familia” que Jesús hizo con los hombres en aquella casita de Nazaret. Aquella Familia de Dios en la tierra viene a ser el mejor ideal de la familia de Dios que deseamos realizar con las gentes del mundo entero, en la que Dios, hecho hombre, se encuentre feliz de haber plantado su tienda entre nosotros (Jn 1, 14).

En nosotros ha de brillar Cristo luciéndose en su Iglesia: con la rica variedad de sus dones y carismas, y en la unidad de su hermoso Cuerpo de Dios. Analizando los momentos de fervor de la historia pasada, recuperemos hoy un nuevo impulso en el compromiso con Cristo para evangelizar y salvar al mundo entero (Mc 16, 15-16). Podemos gozarnos, llenos de esperanza, viendo surgir en la Iglesia tal variedad de nuevos Movimientos de Renovación y de nuevos modos de evangelizar; verdaderamente nuevos, y con una vigencia que salta a la vista.

Centrándonos en nuestro Tema de “La Espiritualidad Matrimonial”, terminamos justamente con esta reflexión. Al examinar la realidad de nuestros matrimonios de cristianos, vemos claramente dos cosas. La primera que, si no es evangelizando a las parejas, unidas por Dios mediante el Sacramento, difícilmente podemos soñar en evangelizar el mundo y salvarlo: en las parejas sacramentadas debe realizarse de manera privilegiada ese ideal de Dios de hacer de todos una Familia, “una sola carne”, un solo cuerpo, en la Unidad semejante a la de Dios en sus tres Personas, por el amor mismo de Dios actuando en nuestros corazones: “Amaos unos a otros como yo os he amado”. Y la segunda es que, “espiritualidad matrimonial”, será el aplicar, en los matrimonios unidos por el Sacramento, todos los modos posibles con los que, haciéndonos de veras Cuerpo de Cristo, se haga realidad la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Para la salvación del mundo por Jesucristo.



Como conclusión, para terminar, nos planteamos una pregunta para revisión en pareja:
¿Qué tan conscientes estamos siendo de que “nosotros somos la Iglesia”, la Iglesia Doméstica, la Iglesia real, haciendo Comunidad semejante a la de Dios Trinidad, que haga visible ante el mundo y realice en él la obra salvadora de Cristo?



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Agradecemos al P. Vicente Gallos, S.J. por su colaboración.


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