Lecturas: Is 6,1-8; 1Cor 15,1-11; Lc 5,1-11
Desde la barca sigue enseñando
P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
Desde la barca sigue enseñando
P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
En su intento de exponer la obra y mensaje de Jesús de forma ordenada y coherente Lucas, tras el valor de la Palabra de Jesús y de la Iglesia, toca ahora otro tema importante: ser discípulo de Cristo y pertenecer a la Iglesia. Porque se trata de hacer ver que el acoger dicha Palabra no significa meramente aceptarla como norma de conducta respecto a Dios y los hombres, sino de un compromiso personal con Jesucristo, formando un grupo con él, esa persona que vive, pues es el Hijo de Dios hecho hombre en el seno de María y murió y ha resucitado. Lo hace con la narración de la llamada de los primeros discípulos: Simón Pedro y su hermano Andrés y los dos hermanos Zebedeos, Santiago y Juan.
Es interesante observar que Jesús comienza a reunir discípulos antes de predicar ni de hacer milagro alguno. Al regreso del desierto Juan Bautista da un nuevo testimonio y dos de sus propios discípulos siguen a Jesús y se quedan con él. Son Juan, que lo cuenta en su evangelio, y Andrés. En seguida se le juntan Simón Pedro, el hermano de Andrés, Felipe y Natanael. Son cinco. Con ellos, ya como discípulos, va a la boda de Caná. Con ellos aparece en Cafarnaúm y se aloja en casa de Pedro (Mc 1,21s). Allí empieza la predicación de Jesús en las mismas calles y junto a la playa. Irá el sábado a la sinagoga y hará un milagro. El domingo, primer día de la semana, muy de mañana Jesús ya sale de Cafarnaúm. Parece que fue en uno de esos días antes del sábado cuando tuvo lugar la pesca milagrosa y la nueva y definitiva vocación de Pedro y los otros.
En su actividad pública vemos a Jesús desde el primer momento empleándose en predicar una doctrina religiosa y moral, curando enfermos y rodeándose de discípulos. Los discípulos no son en tiempos de Jesús meros oyentes de lecciones. Entonces y ya desde los tiempos de los grandes profetas, como Elías y Eliseo y también en Juan Bautista, el discípulo es aceptado por el maestro y se queda con él compartiendo su vida. El Nuevo Testamento reserva el nombre de discípulo a los que reconocen a Jesús por su maestro, en primer lugar a los doce (Mt 10,1) y más allá de este círculo íntimo al grupo que sigue a Jesús (Mt 8,21) y particularmente a los setenta y dos discípulos enviados en misión (Lc 10,1). Estos discípulos fueron sin duda muchos (Lc 6,17; Jn 6,60), pero muchos se retiraron (Jn 6,66). Nadie puede pretender hacerse maestro; sí debe “hacer discípulos” (Mt 28,19; Hch 14,21s); no ha de ser por su cuenta, sino sólo para Cristo. Así poco a poco la denominación de “discípulo” sin más se refiere a todo creyente, haya o no conocido a Jesús durante su vida terrena (Hch 6,1s; 9,10-26) y los fieles son, pues, desde este punto de vista asimilados a los mismos doce (Jn 12,11; 8,31; 10,29).
El título de “discípulo” va adquiriendo significados especialmente fuertes a medida que Jesús va revelando sus misterios. Porque el discípulo no está limitado a seguir una doctrina o unas normas de conducta. “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos”. Los discípulos que han aceptado la fe reciben el bautismo y con ello la participación del Espíritu Santo. Pero el Espíritu Santo, pasa a habitar en el alma del que ha recibido el perdón de sus pecados, no está sin hacer nada sino que transforma el alma. Le comunica la presencia de la Trinidad y por eso nos transforma en templos del Dios vivo (1Cor 3,16). Y al mismo tiempo comunica las virtudes teologales, las virtudes infusas, los dones y los carismas de los que hemos hablado otras veces y nos capacitan para obrar de una manera divina.
El Nuevo Testamento ofrece tres comparaciones que de algún modo clarifican estas relaciones de la Iglesia, cada fiel cristiano y Cristo resucitado. La imagen de la vid y los sarmientos es la primera (Jn 15,1ss). Cristo resucitado es como el tronco, la cepa; en sus raíces se forma la savia que, pasando a todos y cada uno de los sarmientos, les da vida y así producen fruto. Los fieles son los sarmientos. Cepa y sarmientos forman una sola planta: la Iglesia, que es el Cristo total. Cuando un sarmiento se separa de la vid, se seca y queda sin fruto y no sirve más que para el fuego. Cuando está unido a la vid, da fruto abundante. El viñador, el Padre, cuida de que todos los sarmientos den fruto y abundante. La primera unión del sarmiento a la vid es con el bautismo; en el bautismo el convertido es injertado en Cristo resucitado y empieza a participar de su vida, convertido en templo de Dios y participando de virtudes, dones y carismas, destinadas a dar fruto.
Otra imagen es la de San Pablo, que escuchamos hace un par de domingos en la primera carta a los Corintios (12,4ss). La Iglesia es como el cuerpo humano. La cabeza es Cristo, de ella fluye la vida a todos los miembros y partes. El que se separa de Cristo por el pecado, pierde la vida. La vida de Cristo está en todos los miembros, pero todos son distintos unos de otros y tienen funciones diferentes. En la Iglesia unos son obispos, otros sacerdotes, laicos, casados, religiosos, tienen oficios y misiones diferentes; pero todos están unidos con Jesucristo y por Jesucristo entre sí y contribuyen a la vida del Cristo total, la Iglesia, de formas diferentes y complementarias, siendo todas necesarias.
Una tercera metáfora es la de Cristo esposo y la Iglesia la esposa (Ef 5,25ss). Cristo ha amado y ama a la Iglesia hasta haber dado la vida por ella y dársela continuamente. La Iglesia, como la nueva Eva, la madre de todos los vivientes, ha nacido del costado del nuevo Adán, dormido en la cruz. Del corazón, del amor, de Jesús nace la Iglesia con la lanzada del soldado y por el agua y la sangre. El agua es la del bautismo, con el que todos recibimos la vida sobrenatural de Dios, y la sangre es la eucaristía, con la que cada cristiano y la Iglesia en su conjunto se alimenta en el amor durante la travesía del desierto.
Jesús habla desde la barca de Pedro, Jesús previó ya en su primer encuentro que sería la piedra fundamental de su Iglesia (Jn 1,42), hace que Pedro tenga una gran pesca y llene la barca de sus amigos y compañeros los Zebedeos, le dice a continuación que le va a hacer pescador de hombres con una pesca igual de abundante. Y Pedro y los demás, dejándolo todo, le siguen. ¿Qué está queriéndonos decir Lucas?. Varias cosas.
Primero que la Palabra de Cristo portadora del Espíritu se da desde la Iglesia. La Iglesia, que ha nacido de la Palabra y para la Palabra (Mt 28, 19s), y crece con el crecer de la Palabra de Cristo (Hch 6,7), es parte fundamental del legado de Cristo. Cristo fundó esa Iglesia, su Iglesia, puso en ella a Pedro por cabeza, a ella hizo depositaria de su Palabra, sus riquezas y su poder, en ella y desde ella garantiza su presencia operante en el mundo: “Yo estoy con Ustedes hasta el fin del mundo”, “el que a Ustedes escucha a mí me escucha” (Mt 28,20; 16,18s; 18,18).
Además, pues, de creer en las verdades que la Iglesia enseña, debemos ser “discípulos”, sentirnos y formar parte de la institución, orar y ofrecer sacrificios por ella, respetar y aceptar su enseñanza, comprometernos con su vida y con su obra. Benditos todos aquellos que de alguna manera lo están.
En concreto la misa dominical ofrece una magnífica ocasión de vivir la Iglesia como comunidad de Jesús. Porque en cada misa la comunidad hace presente a toda la Iglesia y a Cristo. En la misa los hijos de Dios se reúnen con Cristo, que está presente y preside, representado por su ministro, el sacerdote ordenado. Él dirige la palabra a sus discípulos. Él ofrece al Padre su sacrificio de la cruz y une las oraciones y sacrificios de su rebaño. El pueblo ora, pide perdón, agradece, canta, participa en el sacrificio, se alimenta de la ofrenda y de la palabra, aporta su limosna para la obra de la Iglesia. Cada domingo estamos recordando que somos la Iglesia y que en ella somos parte de Cristo y lo hacemos presente y operante en el mundo allí donde estamos. Hagámoslo siempre con el mayor fervor, pues somos un pueblo santo, consagrado y sacerdotal, sellado con el Espíritu Santo.
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