P. Francisco del Castillo S.J. y P. Antonio Ruiz de Montoya S.J.



Francisco del Castillo
(Lima, 1615 –1673) y
Antonio Ruiz de Montoya
(Lima, 1585 – 1652)


P. Enrique Rodríguez, S.J.



El padre Francisco del Castillo fue reconocido como “el apóstol de Lima” desde el siglo XVII. En el año 2001 la Iglesia reconoció beato a un gran hombre del siglo XX, el padre Luis Tezza. Curiosamente se habla de éste también como “el apóstol de Lima”. Con trescientos años de diferencia, son personajes coincidentes. Pero hay en el padre Castillo una especie de llamada de la historia a no pasar la piola de la fama.

No de otra manera fue su vida. Huérfano de padre, menor de cinco hermanos, fue criado más por la abuela que por la madre, acólito de la catedral y “medio sirvientito” del padre Juan de Cabrera (manera discreta de socorrer a un hijo pobre de español y criolla), becado en el colegio San Martín de los jesuitas de Lima, con bajas calificaciones académicas, aquejado de migrañas y con la autoestima permanentemente en condiciones deplorables. Más de uno lo calificaría hoy como un “perdedor”. Riesgoso vocablo para quien desea comprender la dinámica de la historia y sobre todo la del Evangelio.


El padre Antonio Ruiz de Montoya, antítesis y complemento del padre Castillo, es quien libera a éste de perderse en el silencio de la historia. Ruiz de Montoya, limeño, huérfano de padre y madre desde niño y dotado de buena herencia; exalumno también del colegio San Martín, entró de jesuita habiendo vivido los agitados años juveniles “peor que un gentil". Ordenado sacerdote en 1612, fue destinado a la región del Guayrá, antiguo territorio del Paraguay. Por veinticinco años estuvo inmerso en el mundo de las reducciones de Río de la Plata, loco intento de crear una república de indígenas. Las expediciones armadas (bandeiras) que partían de Sao Paulo (paulistas) buscaban tierras para Brasil; mejor dicho, iban en busca de minas, a la caza de indígenas, y de paso, a quitar del medio a los jesuitas, organizadores de aquella república utópica.

Ruiz de Montoya es el sacerdote que inspira la película de Roland Joffé “La Misión” que desde 1986 ha puesto en alerta muchos corazones jóvenes. Pero sumados Robert de Niro y Jeremy Irons encarnando a los personajes del padre Gabriel y de Mendoza, no son ni siquiera una leve sombra de su inspirador, a pesar del Oscar y las seis nominaciones. Es cierto que Ruiz de Montoya consiguió en España y directamente del rey Felipe IV la autorización para fabricar y usar armas, aunque nunca llegaran a usarlas a pesar de las hostilidades paulistas. Pero Ruiz de Montoya no estuvo en la organización de una, sino de trece reducciones. Además, la épica gesta de la huida de Guayrá, en el Brasil actual, hacia Río de la Plata, organizada por él, fue con doce mil nativos guaraníes.

Aventurero, lingüista, pensador, administrador de inmensas empresas, “ganador” nato y cultivado, a los 57 años Ruiz de Montoya vuelve a Lima donde le esperaba la amistad con un sacerdote limeño, treinta años menor, a quien los superiores tienen modestamente de profesor de los más pequeños de su antiguo colegio. Entre la atención a niños de primaria y a los negros, Francisco del Castillo comenzaba a desgajar los rudimentos de la lengua guaraní anhelando un destino misional que nunca cuajó. Antonio empieza siendo su profesor de aquella lengua. Pero de la docencia se puede transitar a la confidencia. Francisco tiene mucho que aprender y por eso pregunta incansablemente al experimentado misionero. El maestro halla campo fértil donde transferir su ciencia y experiencia. En los caminos de Dios no hay casualidades. Ambos serán dos caras de una misma realidad espiritual.

Francisco, hombre de temperamento profundamente religioso y sicológicamente apocado, se libera de pronto de las inseguridades y dudas que lo habían acompañado durante treinta años. Emerge la fuerza del apóstol y su dedicación primera son los negros esclavos, libertos y cimarrones. Veinte de los treinta mil habitantes de Lima eran negros procedentes principalmente de Angola y Guinea. Dondequiera estén ellos, está él. Recorre así incansablemente plantaciones, obrajes, hospitales, huertas, construcciones, chacras, cárceles, barrios y calles. “Obrero de negros y españoles” es como se le designa en el lenguaje jesuita. Y en esa coherencia vivió hasta el final de su vida.

El puente sobre el Rímac que está detrás de Palacio de Gobierno era una de las entradas a Lima. Por ahí llegaba el camino de la sierra y se juntaban en la entrada innumerables indígenas trayendo productos del campo, mercachifles de toda laya. Lugar de trueque, de compra y de venta. Era el mercado del Baratillo. Ahí el padre Castillo plantó su cátedra, como también la cruz de madera que hasta ahora se guarda junto al lugar donde reposan sus restos, entrando al templo de San Pedro. A la entrada del puente sobre el Rímac, instala en la ermita de Nuestra Señora de los Desamparados su centro de operaciones apostólicas.

Consejero de muchos, incluido el Virrey, no hace distinción entre las personas. A todos llama al cambio de vida, a todos muestra el camino de la santidad. Poseía el arte de hacerse comprender por unos y otros: negros, indios, españoles, criollos o mestizos. Cuando tuvo que hacer oír su voz ante las injusticias cometidas contra los indios, no sólo se limitó a hablar desde el púlpito, sino que exigió directamente lo que era justo.

En 1666 fundó la Escuela de Niños Pobres de Nuestra Señora de los Desamparados, que funcionó, como el Colegio de San Martín, hasta la deportación de los jesuitas en 1767. En 1670 fundó (en medio de risitas estúpidas del vulgo maldiciente) la Casa Real de las mujeres Amparadas de la Purísima, que de una u otra manera sobrevivió hasta mediado el siglo XIX.
Constructor, maestro, hombre de oración, inagotable en la acción. Maravilloso ejemplo de construcción de una personalidad. En definitiva, un santo. ¿Llegará o no a los altares por la vía ordinaria?. No va de acuerdo con lo que Francisco del Castillo fue. Pero: ¿qué es un santo? El mortal alrededor del cual se teje una historia paradigmática, mezcla de objetividades y subjetividades. La comunidad se proyecta en el héroe o la heroína, necesita de ellos, por eso los crea. Pero independiente del reconocimiento público, está el sentido de búsqueda y realización de la voluntad de Dios que experimentaron como norte consciente y apasionado de sus vidas. A eso estamos llamados todos.






1º Imagen: V. P. Francisco del Castillo, S.J. Óleo del peruano Alfredo Pittó Frías.


2º Imagen: P. Antonio Ruíz de Montoya, S.J.



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Agradecemos al P. Enrique Rodríguez S.J. por su colaboración.

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