Homilías: Domingo 4º Cuaresma (B)
Lecturas: 2Cr 36,14-16.19-23; S.136; Ef 2,4-10;Jn 3,14-21
Hemos creído en el amor
P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
El evangelio de hoy nos sitúa en el mismo o uno de los días subsiguientes al de la expulsión de los mercaderes, comentado el domingo pasado. Nicodemo es un fariseo, doctor de la ley; acabará haciéndose discípulo de Jesús y participando en su sepultura; éste es su primer encuentro con Jesús. Llevan hablando ya un rato. Ahora Jesús cree oportuno ilustrarle sobre su misión.
Le recuerda el hecho narrado en el libro de los Números. Aquel pueblo había sido castigado tras un pecado muy grave contra Dios. Se rebeló protestando por el maná que le parecía un alimento monótono y por la escasez de agua. Dios les envió una plaga de serpientes venenosas, que les picaban, y morían. Murió mucha gente. Moisés intercedió y Dios le mandó forjar una serpiente de bronce, colocarla sobre una pértiga y levantarla en medio del campamento. El mordido que la miraba, sanaba.
Aquello –explica Jesús– era un signo de Él y de su misión. En efecto ser “elevado” es el término, incluso empleado por los jueces en sus sentencias, para indicar la pena de la crucifixión.
Estamos al comienzo de la vida pública. Aquí tenemos un dato de que Jesús ya sabía entonces su destino, que es la voluntad de su Padre: “tiene que ser”, es necesario que “el Hijo del Hombre” sea elevado. Es claro que este “Hijo del Hombre” se refiere a Jesús mismo. En los evangelios el término sólo lo emplea Jesús (fuera de San Esteban en el momento de su martirio) y siempre se refiere a Sí mismo. Remite al libro de Daniel, que en una visión mesiánica habla de una persona que “viene del Cielo” y Dios le da “el imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron; su imperio no pasará y su reino no será destruido jamás” (Dan 7,13-14). “Venía del Cielo”, es un símbolo bíblico del origen divino de Jesús; no viene de la tierra; es hombre, pero viene de Dios, del Cielo. Posteriormente se irá declarando más: es el Hijo de Dios, que ha estado “junto a Dios” siempre, “desde el principio”, y se ha tomado la carne humana (se hizo hombre) en el seno de María.
Jesús se llama a continuación simplemente “su Hijo” (de Dios) e Hijo “único”, es decir que no hay otro como Él, porque es Dios por naturaleza. Y añade: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna”. Iba a ser elevado, iba a ser crucificado porque Dios Padre así lo quiso. Y lo entregó por amor a los hombres, para que creyendo todos tengan vida eterna.
Jesús iba a ser crucificado y así lo quería el Padre para que en el mundo, los hombres todos, nadie se condenase, sino todos se salvasen. “Porque Dios no mandó a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. Nosotros, los que tenemos la dicha de creer, todo creyente, lo entendemos perfectamente. Se trata de la salvación del pecado, del adquirir la vida eterna y la salvación, la gracia y el perdón aquí y la felicidad eterna en el otro mundo.
Es una constante en la Escritura y es también un testimonio de la propia conciencia de cada hombre: el pecado es una realidad, el pecado está mal, del pecado como malo acusa la conciencia, el pecado va contra Dios, el pecado mancha, el pecado rompe la armonía interior, el pecado hace al hombre malo, impresentable ante Dios, le pone contra Dios. Pero el pecado está ahí y no puede suprimirse porque el pasado ya nadie lo puede cambiar.
Sin embargo Jesús, el Hijo del Hombre, el Hijo de Dios hecho hombre, puede lo que ningún otro hombre puede: pagar por la culpa, liberar de la deuda, obtenernos el perdón. Puede asumir la misión y el costo de la reparación. Lo declara más la lectura de la carta a los Efesios: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo –por pura gracia están ustedes salvados– nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en cielo con Él”. “El mismo que sobre el madero llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido curados” (1Pe 2,24) y así, “hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2,8), “canceló la deuda que teníamos y la suprimió clavándola en la cruz” (Col 2,14), nos lavó con su sangre de nuestros pecados” (Ap 1,5) y obtuvo nuestro perdón. Un perdón fruto del amor de Dios Padre, porque “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único” y lo mandó al mundo, “no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. Y también un perdón fruto y conquista del amor del Hijo Hombre, levantado, crucificado por nuestros pecados, porque “me amó y se entregó a la muerte por mí” (Ga 2,20).
Éste es el núcleo de la fe. Como reflexionamos el pasado domingo, “unos piden milagros, otros sabiduría, pero nosotros predicamos y creemos en Cristo crucificado”; éste es el poder y ésta es la sabiduría de Dios.
“Hemos creído en el amor” (1Jn 4,16). “El que cree en él, no será condenado; por el contrario, el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios”. Porque creer no es meramente admitir la existencia de Dios, que ha creado; es creer que he sido y soy amado hasta la muerte; es creer que ese Dios y es Jesús, el Hijo único, ha cambiado radicalmente mi existencia y mi futuro, de la noche al día, de las tinieblas a la luz. Que “la condenación consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron (¿prefieren?) las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”. ¡Qué claro resulta este Juan tan difícil de entender cuando la fe no brilla!
La Eucaristía es un encuentro privilegiado en la fe y el amor. Con especial fe pedimos hoy al Señor, a las puertas de los misterios de su muerte y resurrección, que nos comunique algo más de su amor a Él y en ese amor también el amor a nuestros hermanos, que su amor incluye y comparte.
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