P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.
Lecturas: Job 7,1-4.6-7; S 146, 1-6; 1Cor 9,16-19.22-23; Mc 1,29-39
La enfermedad es un mal de todos los tiempos y para todos los hombres. La Biblia la enfoca desde el solo punto de vista de religioso y lo esencial es ¿qué significa la enfermedad para el hombre que sufre? El Antiguo Testamento en una cultura, donde todo depende de la causalidad divina (Dios es en definitiva causa de todo), no se puede ver la enfermedad sino como un golpe de Dios, que hiere al hombre. “Me ha herido la mano de Dios” –dice Job (19,21).
Pero también –aunque siempre en dependencia de Dios– se puede ver en la enfermedad la mano de seres superiores, de demonios, de Satán. “Y Satán se marchó e hirió a Job con llagas malignas desde la planta del pie a la coronilla” (Job 2,7).
Es así espontáneo ver un nexo entre enfermedad y pecado. La enfermedad es consecuencia del pecado. Porque Dios creó al hombre para la felicidad (Gen 2) y la enfermedad, contraria a ella, no entró en el mundo sino como consecuencia del pecado (Gen 3,16–19). Por eso en las oraciones por la curación se pide perdón de los pecados: “Mis culpas sobrepasan mi cabeza, son un peso superior a mis fuerzas. Yo confieso mi culpa, me aflige mi pecado. No me abandones, Señor; Dios mío, no te quedes lejos; ven aprisa a socorrerme, Señor mío, mi salvación” (S. 38,5.19.22-23).
Sin embargo el Antiguo Testamento distingue en la enfermedad que a veces aflige a justos, como a Job y Tobías, que puede ser una prueba de fidelidad. El punto cumbre de esta interpretación está en la profecía de Isaías del siervo doliente, que tan claramente representa a Jesús en la cruz (Is 53). El dolor del justo inocente adquiere el valor de expiación en compensación por los pecados de los hombres todos. Cuando el justo doliente haya tomado sobre sí todas nuestras enfermedades, seremos curados gracias a sus llagas. “Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores, despreciable, no le tuvimos en cuenta. Y con todo eran nuestras enfermedades las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba. Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz y con sus heridas hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino y el Señor descargó sobre él la culpa de todos nosotros”. Pero no acaba ahí la historia: “Quiso Dios destrozarlo con sufrimientos. Si se entrega a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días y lo que quiera el Señor se cumplirá por su mano. Por sus desdichas justificará mi siervo a muchos y soportará sus culpas. Por eso le daré su parte entre los grandes y como vencedor se apoderará del botín” (Is 53,3–12). Entonces en un mundo así, liberado del pecado, deben desaparecer las consecuencias del pecado. “Entonces se despegarán los ojos de los ciegos y las orejas de los sordos se abrirán. Entonces saltará el cojo como un ciervo y la lengua del mudo lanzará gritos de júbilo” (Is 35,5s).
Jesús realiza el símbolo del siervo y todas las demás profecías mesiánicas. Dada la relación entre el pecado y la enfermedad, no es de extrañar que Jesús cure masivamente a enfermos. Jesús ve en la enfermedad una consecuencia del pecado, un signo del poder de Satán sobre los hombres. “Ésta, a la que Satán ató hace ya 18 años” – dice Jesús refiriéndose a una mujer encorvada que curó (Lc 13,16). La enfermedad, pues, es un símbolo del pecador, que está espiritualmente ciego, sordo, paralítico, presa del Demonio. La enfermedad es un signo del pecado y de su poder en el mundo, aunque a veces no sea personal. Por eso Jesús cura. Porque ha venido a salvar al hombre de su pecado. Sus curaciones manifiestan su poder y su misión, y que el Reino de Dios por fin ha llegado y está entre ustedes. No es que la enfermedad vaya ya a desaparecer del mundo, porque hasta que llegue el momento final, existirán en el mundo el trigo y la cizaña, el bien y el pecado, pero a partir de Jesús el Reino de Dios es más fuerte que Satán. Pero Jesús a ninguno reprendió por pedir su curación y curó sin que se lo pidieran (al paralítico de la piscina, al ciego de nacimiento). Y los milagros de curación muestran que Jesús es más fuerte que Satán y que el pecado; que el Reino de Dios está presente: “Si por el Espíritu de Dios expulso Yo los demonios, es que ha llegado a Ustedes el Reino de Dios”(Mt 12,28).Y esa es la señal que dio Jesús a los discípulos del Bautista y a todos los que quisieron escucharle: “Vayan y digan a Juan lo que escuchan y ven: Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Noticia. ¡Y dichoso aquel que no se escandalice de mí!” (Mt 11,4–11).
Este poder lo tiene también la Iglesia. “En mi nombre expulsarán demonios… impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien” (Mc 16,17-18). Cualquier fiel pide un favor a un santo y muchas veces se le concede. Hay santuarios, de María especialmente, en donde el Señor parece hacer alarde de este gracia de curación y de perdón que ha dado a la Iglesia.
¿Qué nos está diciendo esto? Que Cristo sigue en la actitud que vemos tenía en el Evangelio. Que quiere curar, que con las curaciones hace ver que el Reino de Dios está entre nosotros. Por consiguiente que es bueno pedir no solo el perdón de los pecados, sino también las curaciones, y no sólo de defectos morales sino también de enfermedades. Y no nos preocupemos de lo que puedan decir los incrédulos. Tampoco Jesús curaba a todos sin excepción. Es bueno orar cuando estamos enfermos y orar por la curación de los enfermos. Ya expliqué cómo esta oración ayuda a tener presente a Dios con frecuencia. Acompañemos a los enfermos, consolemos a los enfermos, cuidemos a los enfermos, ayudémosles a soportar sus sufrimientos con fe, a ofrecerlos a Dios como su propio sacrificio por sus pecados y por los de todo el mundo. Así aprendemos a hacerlo nosotros mismos cuando tenemos que sufrir. Procuremos que los enfermos se alimenten de la eucaristía, al menos en algunas grandes fiestas, y que reciban la Santa Unción a tiempo. Hemos de procurar que todo ese inmenso tesoro de sufrimientos, de paciencia, de dolor les sirva a ellos para aumentar su fe, su esperanza y su amor a Cristo, uniéndose al sacrificio de la cruz, y a toda la Iglesia. Porque así sirven a la obra de toda la Iglesia, cuyo momento cumbre es la muerte de Cristo crucificado y el ofrecimiento de cada misa, en la que la Iglesia recuerda, renueva y se une con María al pie de la cruz.
Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima.
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.
P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog
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