Vida - Parte 6: Escalar la montaña



 

P. Adolfo Franco, jesuita

Continuación...


ESCALAR LA MONTAÑA


Estamos recorriendo un camino de reflexión sobre la vida personal, para darle plenitud y sentido, cosa que todo el mundo desea: que valga la pena haber vivido, o como dice Neruda en su autobiografía: “Confieso que he vivido”.


1. Buscar mi cumbre

Y así, continuando con estas reflexiones, ahora propongo este nuevo aspecto del problema; esto puede resumir y completar todo lo reflexionado hasta ahora. Buscar la cumbre que me está destinada: hay una cumbre que está esperando que yo la escale, que suba a ella, ella me está esperando para enseñarme el panorama que se ve desde allá. ¿Una cumbre para cada persona? ¿Una especial para mí? Podríamos pensar, por el contrario, que todos debemos subir a la misma montaña: el monte de la perfección. Pero lo mismo que las personas son únicas e irrepetibles, así la vida de cada uno es única e irrepetible: y mi cumbre es única e irrepetible.

Entonces estamos imaginando un horizonte lleno de cumbres hermosas; algunas ya recibieron la visita de su propio héroe, otras han quedado solitarias ¿y dónde está la mía? ¿cómo identificarla y cómo subir a ella? Si miramos en nuestro propio lago la veremos reflejada y sabremos cuál es. Claro que es una metáfora, pero ilustrativa de la presente propuesta de reflexión. Vamos a mirar en nuestro propio lago, que es el espejo donde vemos nuestra cumbre.

Hay en nuestros Andes algunos lagos azules, tersos y serenos, al pie de cumbres nevadas. Uno mira al lago y ahí se refleja el bello panorama de la cumbre cubierta de nieve. El lago es nuestra alma, o nuestro mundo interior. Si sabemos mirar, si el lago está sereno, descubriremos nuestra propia cumbre cubierta de luz; al verla dan ganas de llegar a ella de una vez. Así pues, empecemos a mirar en nuestro lago, a ver si descubrimos nuestra cumbre.


2. Mirando en la superficie del lago

En el lago de nuestra alma, se refleja la cumbre personal que nos pide que ascendamos: esa cumbre no quiere quedar desierta. Naturalmente el lago debe tener la superficie serena, para poder ver claramente el perfil de nuestra montaña, el punto al cual ascender. Y dentro de nosotros mismos, en las profundidades del lago encontramos ideales, sentimientos, sueños, aspiraciones, impulsos, heroísmos; encontramos lo que quisiéramos llegar a ser. Así captamos cuál es nuestra cumbre. Pero hay que tener una visión clara, y el alma libre y serena, para dejar reflejar lo mejor que llevamos escondido, y que nos pide a gritos una realización.

Con frecuencia, al principio no se ve demasiado; sólo se ve algo, un pequeño montículo al que hay que atreverse a subir; con esfuerzo llegaremos a coronarlo. Y, si lo hacemos, al llegar arriba nos daremos cuenta que ahí no se termina la escalada, que hay otra elevación más allá, que nos anima a subir, y nos estimula para superar la fatiga de la subida. Y la cumbre propiamente, la nuestra, la anhelada, se nos muestra elevada, distante, y desafiante. La mayor parte de las veces es así: la cumbre no se descubre de una sola vez, sino que poco a poco se nos van mostrando pequeñas subidas, y cada una nos prepara para subir a la siguiente. Así que, mirando a nuestro lago, y empezando la primera subida, estamos en camino de nuestra más alta elevación, la que nos hace sentir que la vida estaba hecha para eso, para subir a esa bendita cumbre: arriba es donde el aire es puro y transparente, donde el mundo se ve como paisaje hermoso, porque desde la altura todas las cosas, incluso las pequeñas, adquieren una belleza insospechada. Cuanto más alto se sube, más bello se ve el panorama.

Hablábamos del espejo de nuestra alma, donde se reflejan las cumbres. Y así lo podemos entender: llevando una vida un tanto rutinaria (por no decir vulgar), mirando a ese interior de repente un día sentimos deseos de algo superior: es una pequeña cumbre, a la que nos empuja esa mirada interior, para salir de esa llanura monótona e insípida. Cuesta a veces trabajo hacer el primer esfuerzo; unos se animan a hacerlo, otros no. Y el que hace el primer esfuerzo, al ver el panorama mejor, desde esa pequeña altura a la que ha subido, siente deseos de algo más, y así ve otra punta más alta, que le llama. Puede sentir deseos de retroceder, y temer el esfuerzo, o puede sentir la “curiosidad” de llegar a esa nueva cumbre (esa cumbre es una nueva meta más perfecta de realización de la vida). Uno puede ponerse en situación de querer ascender más y más.


3. El atractivo y el peligro de las cumbres

Nuevas cumbres irán apareciendo, nuevas metas interiores, nuevas elevaciones reflejadas en el lago de nuestra alma. La vida se va haciendo más transparente, el aire que se respira es más puro, y el mundo se ve de colores más bellos. Nos vamos alejando del llano de la mediocridad. Y seguimos hacia arriba. Dichoso el que sube, porque va a llegar a descubrir desde las cumbres una llamada y un rostro: que cuando se le intuye, ya no desea uno más que llegar hasta El. Y esa atracción hará olvidar el cansancio.

Pero hay que tener en cuenta que cuanto más se sube, más peligros puede uno encontrar: cuando se sube mucho las cuestas pueden parecer más empinadas. Puede uno sentir el soroche de la altura, dificultades para respirar. Y la tentación de quedarse a media subida: ya subí bastante, ya no puedo más. Y, ¡qué pena!, cuando ya se estaba por llegar a lo más alto, la subida finalmente queda frustrada. Y es que cuando se decide subir, no hay que poner ningún límite a la ascensión. Porque hay el peligro de resbalar otra vez hacia abajo, se puede ceder a la tentación de retroceder al sitio donde parecía que no había complicaciones. Al sitio de la vulgaridad, donde la vida se gastaba en la monotonía.

Pero también hay que advertir que en la subida, a veces uno puede extraviar su propio camino. Cada cuesta, y cada cumbre hay que atacarlas desde el mejor lado. Uno entre tantas lomas y pequeños cerros, puede escoger el que no conduce a la verdadera subida; puede uno, con la prisa, meterse en un vericueto sin salida, o que termina en un precipicio. O donde hay derrumbes y avalanchas. Y por eso hace falta un guía que nos ayude, que nos oriente, que sea nuestro apoyo.


4. Buscando el guía

¿Dónde encontrar el guía? ¿Es necesario siempre, o a ratos? Desde luego que hay caminos tan conocidos, que se pueden recorrer sin dificultades y sin consultas, sin necesitar la mano de un conocedor. Pero todos sabemos que para las más altas cumbres y para las excursiones más peligrosas, es bueno   un experto en el camino de las montañas.

¿Cómo sabremos qué guía escoger? Hay que tener también algunos criterios sobre el guía. Sobre cómo debe ser éste.

Por supuesto que tiene que ser alguien que conoce el camino. Y lo conoce porque ha subido a su propia montaña. Nadie puede guiar en un camino complicado, sino el que conoce las dificultades, los recovecos y los riesgos. Y este conocimiento no lo puede adquirir el guía sino por la experiencia de la propia vida. No basta que el guía haya leído un mapa, o un manual para turistas extraviados.

Debe ser un modelo: si él cede a la fatiga, si siempre tiene ganas de descansar, si no me empuja con su propio ánimo y con su esfuerzo en la subida, no avanzaré mucho. Tiene que tener en su corazón muy clara la lectura de las cumbres, y conocer el sonido de la VOZ que se escucha en las alturas y haber visto el ROSTRO que se descubre, en este extraordinario camino de ascensión.

Un guía que sea amigo. Porque para caminar en una ascensión, que a veces se hace difícil, debemos tener al lado, alguien del que pueda fiarme totalmente, que sé que me dice siempre la verdad, y que no tiene interés más que en mi bien. Y si es necesario hará el esfuerzo de arrastrarme, cuando quiera quedarme rezagado: alguien a quien le importe mi éxito tanto como a mí mismo. Un amigo de verdad que no tolere mi mediocridad.

Un maestro de verdad. Alguien que sepa ayudarme a mí a descubrir mi propio camino: alguien que me ayude a hacer los descubrimientos de mi propio corazón, que me ayude a ver con claridad en mi propio  lago, para que me anime a escoger el camino de la subida. Alguien que conozca los engaños y las tentaciones. Alguien que me enseñe con su conducta. Alguien que me ponga al descubierto con bondad mis propios tropiezos. Que sepa darle importancia a lo que la tiene, y se la quite a lo que no la tiene. Eso es un maestro, un maestro apto para hacerte llegar cada día más alto. Y, porque es maestro de verdad, sabe que debe ayudarte a descubrir y a subir a tu propia cumbre, y no llevarte a la suya: porque cada individuo es irrepetible, y cada uno tiene destinada su propia montaña.

El guía debe ser consolador: que comparta tus frustraciones y tus éxitos. Que sepa animarte aún en las dificultades. Que sepa estar a tu lado mirando con serenidad y optimismo, y sepa ver a través de la espesa niebla de la altura, que hace que tantos se extravíen.

Que sea un consejero, más que un jefe. El guía no puede imponerte el camino como si fuera una marcha de soldados que van a paso ligero y caminan a la dura voz del jefe. Debe saber hacer que sus palabras persuadan por la fuerza de la verdad que encierran y por el calor con que las transmite. Debe estar muy cerca de la verdad, y haberla hecho vida de su propia vida. Sus palabras tienen que tener el sonido del cristal, ser auténticas, porque le salen del corazón; y él mismo las ha aprendido en la Fuente donde se bebe la Verdad.


5. ¿Pero existe ese guía?

Uno podría preguntarse si existe entre los seres humanos, alguien con estas características. Porque cada uno de estos rasgos es tan notable, que parece que ningún ser humano podrá tener estas cualidades. Y es verdad. Hay un solo Guía que tiene estas maravillosas cualidades y es el Espíritu que gime dentro de nosotros, y clama: Abba, Padre. Y hay que saber escuchar su voz. Pero hay algunas personas (y ésas sí existen) que pueden ayudarnos a escuchar con nitidez esa voz del Espíritu en nuestro interior: así el Guía es el Espíritu de Dios, y el hombre que te acompaña es sólo un intérprete, un acompañante de tu propia aventura.

Debe ayudarte a crecer en libertad, hacer que cada vez dependas menos de él, que te enseñe a interpretar por ti mismo la Voz que suena en tu interior. No se puede uno entregar a un guía que desarrolle en ti el espíritu de dependencia, sino el espíritu de libertad. Un verdadero padre, que hace crecer, hasta hacerse innecesario, y no un padre que necesite que su hijo sea siempre un menor desvalido.

Es posible entonces descubrir tu propia montaña, y tienes la posibilidad de subir a ella. El tesoro se encuentra allá arriba y vale la pena vender todo y hacer todos los esfuerzos para obtenerlo.


6. Dos montañistas extraviados

En el Evangelio nos encontramos a Jesús, como guía de la montaña. Dos casos son especialmente ilustrativos para la presente reflexión: la samaritana, una persona que se arrastraba en la vulgaridad. Jesús la ayuda a ver en su interior, su propio lago, y ahí descubre su primera cumbre: salir del entrampamiento de los cinco maridos, y reformar su vida. Porque Jesús le ha hecho mirar en su propio interior, ha sabido ver y escalar la primera altura.

El otro caso: los dos discípulos de Emaús; están claramente retrocediendo de la altura a que habían llegado, cuando Jesús vivía con ellos. Ahora se marchan, ya no quieren seguir en esa altura. Y Jesús se les acerca, les hace ver en su propio interior, en su propio lago, y ellos descubren que deben volver, y hacen el esfuerzo de recuperar la posición perdida, corriendo a toda prisa hacia Jerusalén. Han recuperado la altura perdida y han subido incluso un poco más.

Ambos, la samaritana y los dos de Emaús, tuvieron la gran suerte de escuchar la Voz de la altura y ver el Rostro del que nos llama.




Continuará...

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Agradecemos al P. Adolfo Franco jesuita, por compartir con nosotros esta serie que busca ayudarnos a reflexionar sobre nuestras propias vidas, a la luz del mensaje cristiano.




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