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P. Adolfo Franco, jesuita.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (20, 27-38):
En aquel tiempo, se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y preguntaron a Jesús:
«Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y de descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer».
Jesús les dijo:
«En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección.
Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».
Palabra del Señor
Los que no creen tienen que inventar razones aparentemente ingeniosas para sustentar su incredulidad.
En los Evangelios se nos muestran una serie de “discusiones” de Jesús con los “intelectuales” de su época como eran los fariseos, los levitas y los saduceos. Las personas más ilustradas se sentían incómodas, envidiosas y furiosas de que este “iletrado”, inculto, proveniente de un lugar insignificante se constituyera en “Maestro”, y de que además los desautorizase a ellos. Era normal su fastidio contra Jesús, dado su orgullo de creerse los inteligentes, los jefes, los maestros, los importantes, en fin. Jesús, además, se había permitido criticarles su poca autenticidad; y en ciertas ocasiones mostró la poca lógica y la poca coherencia que tenían sus doctrinas; a veces les muestra cómo era equivocada su aplicación de las mismas enseñanzas de Moisés.
Entonces ellos quieren desautorizarlo, y con su ingeniosidad de hombres agudos quieren poner en evidencia la ignorancia de este “insignificante maestrito”. Le van a proponer un enigma, un callejón sin salida mental; algo que sólo a mentes privilegiadas como las suyas se les podría ocurrir. Lucas nos cuenta en este párrafo del Evangelio uno de estos episodios interesantes. Los saduceos (secta de intelectuales que no creían en la resurrección) se enfrentan a Jesús para hacerle caer en la cuenta de la incongruencia que hay en afirmar la resurrección. Y Jesús desbarata de raíz todo el tinglado intelectual absurdo que habían montado estos pseudo intelectuales.
En el fondo esta actitud pone al descubierto las de tantos hombres, en todos los tiempos, muy convencidos de su aguda intelectualidad, que han querido resolver el problema de la religión, mediante razones hábilmente elaboradas. Muchos hombres razonables plantean sus objeciones a la fe, desde el estructurado razonamiento de la lógica humana. Pero, ¿es la razón humana el instrumento apropiado para llegar a descubrir la realidad, en su dimensión más completa, en su dimensión sobrenatural? ¿Es la pura razón suficiente para darle respuesta completa a las preguntas fundamentales del hombre: El sentido de la vida humana, la vida después de la vida?
Los seres humanos tenemos básicamente dos fuentes de conocimiento, que nos son necesarias para vivir la vida orientados, y no sin brújula: la Fe y la Razón. Esas dos fuentes no entran en competencia, no se pelean entre sí, y no son enemigas. Eso en primer lugar; ha habido tiempos en que algunos hombres pensaban que tenían que escoger: o razón, o fe. Pensaban que ambas eran enemigas e incompatibles. Además, por entender mal la fe, por juzgarla desde fuera y con ignorancia teñida de orgullo, pensaban que la fe era una actitud de menores de edad, de hombres sin cultura, en el fondo, de hombres inferiores. Esos tiempos, gracias a que la sensatez termina abriéndose paso, ya han pasado.
Tampoco se puede pretender que la fe resuelva los problemas intelectuales de la ciencia, ni que la ciencia dé una respuesta a los problemas que tocan el misterio interior de la vida y del ser humano. Así como no es legítimo pedirle a la fe que nos responda preguntas científicas, como las leyes de la astronomía sideral, tampoco es aceptable que la ciencia pretenda responder al problema de la esencia de Dios, o la eternidad, o el más allá.
Además, la razón humana, si somos suficientemente sinceros, es un maravilloso instrumento, pero con muchas limitaciones. Ha incurrido a lo largo del tiempo en tantos errores científicos, en muchos titubeos (piénsese en cómo las teorías se suceden y se corrigen unas a otras); incluso sigue encontrando en el presente tantos límites, tantas incertidumbres y sobre realidades elementales: en qué consiste la luz, cuál es el componente final de la materia... No es posible que una persona suficientemente inteligente confíe tanto en su sola razón, que le encomiende la respuesta a los más grandes interrogantes, cuando a veces no puede dar razón de problemas referentes a lo material. Si el hombre se encierra en la sola razón, queda encerrado en un mundo de sombras, sin posibilidad de salir más allá.
Además, hay que advertir lo que es la fe: Dios se nos ha acercado para contarnos la verdad, especialmente referida a El mismo, y a su misterio interior, ha querido contarnos las realidades maravillosas del futuro que nos espera, ha querido asombrarnos con el misterio de nuestro parentesco con El. La razón recibe con humildad estas nuevas realidades, que la superan absolutamente. Pero no se rebela frente a la luz, sino queda asombrosamente sorprendida por esta nueva luz que nos llega desde el que es todo Verdad, Belleza y Bondad.
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