P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita
Cuando hemos hablado de la fe, hemos aludido a la oración de corazón (véase anteriormente). Teniendo muy en cuenta esta clave de humildad ante el Señor, podemos pasar a la contemplación de sus misterios, puestos en su presencia. Esta suele vincularse a un cierto ánimo de soledad y de paz quieta de la persona que se dispone a sintonizar a Dios. Cuando se está en su presencia lo invisible e inmaterial adquieren dimensión y se empieza a experimentar la confianza de que uno está en manos del Dios siempre mayor. Como dice san Agustín: “Interior intimo meo, et superior summo meo” (Dios está más hondo que lo más íntimo mío, V por encima de lo más elevado de mi ser). Pero ahí está, más allá del ruido y de las sombras de este mundo, más allá de la ansiedad y las prisas de mi corazón vacilante. “Todavía mi queja es una rebelión; su mano pesa sobre mi gemido. ¡Quién me diera saber encontrarle, poder llegar a su morada!” (Job 23,2-3).
En su presencia sentida, es decir, en sintonía con él, es cuando Dios nos habla y nosotros escuchamos. Quizás sea una corazonada que inunda el espíritu al soportar un dolor con paciencia, o al oír una música que llega al alma, o junto a un amigo que comunica su comprensión y su apoyo, o al admirar algo de un paisaje que se esfuma, o ante una situación ajena de desesperanza que provoca una oración vocal de súplica. No hay duda que en muchas ocasiones de nuestra existencia late el Espíritu de Dios. En tales circunstancias si ellas llegan a ser percibidas bajo su aliento, se aprende a contemplar entonces la vida toda, particularmente la propia, con otros ojos. Al final de la vida sólo queda Dios y la asignatura pendiente que se cursa es la de la “sabiduría”. Para el que cree todo se le transforma en “gracia”, en don divino. “Somos débiles, pero el Espíritu viene en nuestra ayuda. No sabemos lo que nos conviene pedir, pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inexpresables. Y Dios, que sondea lo más profundo del ser, conoce cuáles son las aspiraciones de ese Espíritu que intercede por los creyentes en plena armonía con la divina voluntad. Estamos seguros, además, de que todo se encamina al bien de los que aman a Dios, de los que han sido elegidos conforme a su designio” (Rm 8,26-28).
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