P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita
Estamos acostumbrados a esta frase afirmativa, la de que “Dios nos quiere”. Nos parece obvio que ésto sea así. Pero, cuando asoma en nuestras vidas la experiencia del mal, quizás nos vienen las dudas e incertidumbres. ¿Por qué podemos los cristianos afirmar con fe que Dios nos quiere, a pesar de los pesares? El apóstol Juan, uno de los personales testigos del Jesucristo viviente, y de una gran experiencia espiritual nos dice e insiste: "El amor que Dios nos tiene se ha manifestado en que envió al mundo a su hijo unigénito, para que vivamos por él. El amor (divino) no radica en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su hijo para liberarnos de nuestros pecados.” (Jn 4,9-10)
La luz de la fe que ilumina a todo aquel que tiene confianza en Jesucristo, sabe que “Dios es amor” y que éste amor en “su ser padre” es capaz de darle vida para que sea revestido del “ser hijo de Dios”, al estilo de su propio hijo, el único nacido del ser padre, desde siempre. Estamos, por tanto, llamados a ser hijos de Dios en Cristo, en el enviado para nuestra liberación de las ataduras que nos impiden “nacer de nuevo”. Dios nos quiere, pues desea para nosotros el hacernos copartícipes de su propia vida amorosa. Y ésto es lo que nos ofrece en la persona de Jesucristo. El amor pertenece a una dimensión real pero que no se vé.
En la concepción cristiana del hombre creado por Dios existe un nivel real pero inmaterial profundo, allí donde radica el “yo”, el núcleo de la conciencia en libertad. Es el nivel donde se realiza nuestra comunión con Dios en Jesucristo gracias al Espíritu Santo. Es el corazón del amor verdadero que sale de sí mismo, pero sin dejar de ser uno mismo. Diremos que aquí es donde pueden habitar la fe, la esperanza y la caridad (las llamadas virtudes teologales). Es el nivel en el que “lo sobrenatural” se oculta bajo lo existencial humano.
Todos los seres humanos por el hecho de ser creados y tener vida, somos capaces gracias a Jesucristo en definitiva, de captar en nosotros el amor que Dios nos ofrece y de aprender a querer al estilo suyo; un amor no interesado, que no se merece y se regala, un don vinculado a la vida misma. Con los ojos de una fe viva podremos ver y amar a los demás como lo que son, pues ellos también son queridos por el mismo Dios. Por eso, para amar al prójimo como Dios quiere, es preciso amarse a sí mismo, porque también uno es querido por Dios.
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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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