P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J.
7.4. LITURGIA EUCARÍSTICA
Continuación
La Plegaria Eucarística
La Oración Eucarística Cristiana ha nacido de la Gran Bendición sobre la tercera copa en la Cena Pascual Judía. Esta Bendición la cantaba sólo el que presidía la Cena, después de haber tenido un diálogo introductorio con todos los comensales. Así Jesús, como cabeza de su grupo, en su última Cena, levantando la copa llena de vino, símbolo de la salvación y de la alegría mesiánicas, cantó solo delante de los suyos esta gran alabanza.
Hoy todavía comienza en la Misa Romana la Oración Eucarística con el mismo diálogo introductorio que citamos más arriba en la Misa de San Hipólito. Y es que este diálogo contiene una serie de símbolos religiosos capaces de hablar a todos los pueblos:
—El Señor esté con vosotros.—Y con tu espíritu.
Se trata de un saludo semita (Rut, 2,4), que al pasar a la liturgia cristiana, toma un nuevo matiz. El sacerdote desea a los fieles que sientan por la fe la presencia de Jesús Resucitado en el acto litúrgico. Y los fieles a su vez desean al sacerdote experimentar esa misma presencia bajo la iluminación del Espíritu Santo, que trasforma al hombre carnal en hombre espiritual.
—Levantemos el corazón.
—Lo tenemos levantado hacia el Señor.
El corazón en el mundo semita es el centro, el foco de toda la personalidad humana. Estamos ante un lenguaje figurado para expresar la hondura más secreta del ser humano que es entendimiento espiritual acompañado de sentimientos, afectos y voluntad libre. El sacerdote invita a los fieles a elevarse hacia la esfera de Dios. Y el pueblo le responde: estamos ya orientados por Ja fe hacia Jesús Resucitado. Los judíos para orar se orientaban hacia el Templo de Jerusalén; los cristianos oran por intercesión de Cristo; el Nuevo Templo de Dios (Jn. 2,13-22).
—Demos gracias al Señor, nuestro Dios.—Es justo y necesario.
El sacerdote invita a los presentes a dar gracias al Señor. Con estas palabras el que preside introduce a los fieles en la vertiente más rica de la Misa: la alabanza, la acción de gracias a Dios, que a la luz de la fe debe dar todo católico al Padre por la redención humana llevada a cabo por el Hijo Encarnado y Glorificado. Con razón la Misa recibe el nombre de Eucaristía, que significa acción desgracias y alabanzas dadas al bienhechor.
A la invitación el pueblo responde con hondura de fe: es justo y necesario.
Retomando estas palabras, el celebrante comienza a recitar o a cantar el Prefacio de la Plegaria Eucarística. La palabra Prefacio no tiene un sentido de prólogo, sino más bien el sentido de proclamación ante la asamblea creyente de las maravillas de Dios, realizadas en el misterio redentor de Cristo. Este Prefacio en el rito romano fue siempre variable según la celebración del día y de este modo se intentó recordar a lo largo del año litúrgico toda la historia de la salvación anunciando cada fiesta algún misterio de Cristo. A la alabanza entonada por el celebrante se une la del pueblo que canta o recita el Santo, juntamente con el sacerdote.
El canto del Santo está cuajado de sentido teológico-simbólico: la conciencia de que la comunidad cultual cristiana penetraba con Cristo hasta los mismos cielos y de que por Él era asociada a los cantos de alabanzas de los ángeles y los santos en la ciudad eterna, hizo que muy pronto se introdujera en la plegaria Eucarística el canto (Heb. 12,22-24; Apocal. 4,8).
Es interesante que la liturgia cristiana ha añadido al canto de los serafines narrado por Isaías (6,3) la palabra “los cielos”: "Llenos están los cielos y la tierra de tu gloria”.
Con esta sencilla añadidura se quiere significar que la presencia de Cristo Glorificado en el misterio litúrgico suprime el espacio, y que la comunidad cultual cristiana, unida a su Cabeza, penetra en la Ciudad del Dios vivo para contemplar su gloria y exaltarla con los ángeles y santos.
Por eso se han agregado también al himno de Isaías unas palabras del salmo 118 citadas por San Mateo (21,9):
‘‘Hosanna en las alturas,Bendito el que viene en nombre del Señor,Hosanna en las alturas".
“Hosanna” es expresión de alabanza y de alegría. Con ella la liturgia nos indica que la comunidad alaba al Señor Resucitado presente en el cielo y presente también en la tierra mediante el misterio litúrgico.
Esta breve explicación nos muestra el movimiento oracional que se realiza al final del Prefacio y en el Santo:
“.. .Por eso con los ángeles y santos te alabamos, proclamando sin cesar: Santo, Santo, Santo es el Señor,Dios del Universo,Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria.Hosanna en el cielo.Bendito el que viene en nombre del Señor.Hosanna en el cielo”.
Con las manos extendidas y los brazos levantados, actitud de súplica humilde y confiada, continúa el sacerdote la Plegaria Eucarística implorando el poder divino, a fin de que los dones presentados por los hombres se conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo y sirvan para la salvación de los que los reciben.
Esta invocación, llamada la Epíclesis, desemboca en la narración de la institución de la Eucaristía: en ella, mientras el celebrante repite las palabras y gestos de Jesús, se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la última Cena, cuando bajo la apariencia de pan y de vino ofreció su Cuerpo y su Sangre y se los dio a los Apóstoles en forma de comida y de bebida, y les encargó repetir este mismo misterio como memorial suyo.
Terminadas las consagraciones del pan y del vino el sacerdote muestra a los fieles el sacramento, uso establecido en el siglo XII y nacido de la piedad popular deseosa de contemplar el Cuerpo y la Sangre del Señor.
Durante la consagración, la Ordenación General aconseja que los fieles se arrodillen en señal de adoración, y en las rúbricas del Misal se dice que el sacerdote, al terminar la consagración del pan y del vino, los adore haciendo genuflexión.
El rito de mostrar a los fieles el Pan y el Vino Consagrados y el de arrodillarse ante el Sacramento, simboliza la confesión de fe de que Cristo Dios y Hombre está presente en el Pan y Vino de la Eucaristía.
Por eso los fieles y el sacerdote cumplen con el mandato del Señor de recordar a través de la celebración de la Misa su pasión, su muerte, su resurrección, su ascensión y su venida gloriosa al final de los siglos:
“Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección.¡Ven, Señor Jesús!
“Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas.
“Por su cruz y resurrección, nos has salvado, Señor.
Después el sacerdote, con las manos extendidas, completa la Anámnesis, recordando la muerte de Cristo, su descenso al lugar de los muertos, su resurrección, su ascensión, su vuelta al final de los tiempos, que de modo misterioso se hacen presentes en la celebración del memorial litúrgico.
Recita luego el sacerdote la oración de la Oblación. Por ella la comunidad, reunida para la celebración del memorial del Señor, ofrece al Padre en el Espíritu Santo la Víctima Inmaculada. La Iglesia pretende que los fieles no sólo ofrezcan la Víctima Inmaculada, sino que aprendan a ofrecerse a sí mismos como sacrificio espiritual al Padre por Cristo en el Espíritu.
Vienen a continuación las Intercesiones. Con ellas se da a, entender que la Misa se celebra' en unión con toda la Iglesia, celeste y terrena, y que la oblación se hace por ella y por todos sus miembros, vivos y difuntos necesitados de la misericordia de Dios.
La Plegaria Eucarística termina con la doxología final trinitaria y cristológica a la vez:
"Por Cristo, con él y en él, a ti Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos”.
El pueblo aclama: Amén. Pues al ser la plegaria Eucarística oración del sacerdote, el pueblo debe escucharla con reverencia y en silencio y sólo ha de tomar parte en las aclamaciones previstas por el rito (Ordenación General, 55).
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Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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