P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J.
7. LA MISA DEL VATICANO II
A qué grado de popularidad puede llegar la Misa del Vaticano II nos lo muestran las misas celebradas por S.S. el Papa Juan Pablo II en sus viajes apostólicos por los diversos países del mundo. En estas celebraciones el Sucesor de Pedro, como símbolo máximo de la unidad visible de la Iglesia y de la presencia de Cristo, Cabeza del Pueblo de Dios, ha convocado multitudes de fieles, en ocasiones hasta de dos millones, pletóricas de alegría expresada por manifestaciones nacidas del corazón de los pueblos y armonizadas perfectamente con el mundo simbólico del nuevo Misal Romano.
Y es que la Ordenación General del nuevo Misal nos presenta distintas formas de celebrar la Misa que fácilmente pueden ser acomodadas a las circunstancias y posibilidades de las diversas comunidades católicas. Y así nos habla de Misas celebradas con participación del pueblo, de Misas concelebradas y de Misas dichas por el sacerdote con un solo ministro.
La manifestación cumbre de la Iglesia, según la Ordenación, es la Misa presidida por el obispo rodeado de su presbiterio y ministros y en la que el Pueblo de Dios participa plena y activamente. Junto a esta Misa episcopal tiene un lugar de preferencia la Misa celebrada en la comunidad parroquial los días domingos (74 - 75) Para todas las misas con participación del pueblo recomienda la Ordenación que la Misa se tenga con cantos y con un número adecuado de ministros. La forma "típica" de celebrar la Misa con el pueblo se da cuando el sacerdote es asistido por un acólito, un lector y un cantor (77-78).
Intentamos recorrer la celebración de la Misa reformada por el Concilio Vaticano II subrayando las posibilidades simbólicas que nos presta en orden a una pastoral popular.
7.1. PREPARACIÓN
En muchos lugares se conserva todavía la costumbre de repicar las campanas como señal de que la Misa va a comenzar. Esa señal bien conocida en los pueblos es símbolo de otra llamada también familiar a los fieles, la llamada misteriosa de la gracia. Sin ella no existirían en este mundo ni corazones iluminados por la fe cristiana, ni iglesias locales, ni el Pueblo de Dios extendido hoy por toda la tierra.
Los fieles oyen las campanas y piensan en el templo. El templo dedicado por un rito litúrgico a Dios, en donde de ordinario se celebra la Misa, es el símbolo más popular de la presencia de Dios localizada en el espacio. Los católicos saben perfectamente que Dios está en todas partes por esencia, presencia y potencia, pero ellos llaman al templo ‘‘la casa de Dios, porque lo experimentan como el lugar privilegiado para contemplar el rostro del Padre en la oración silenciosa.
El templo es la casa de Dios porque allí se reúne la familia de Dios, y por ello el templo es llamado popularmente “la iglesia”, pues en él Cristo, el Hijo de Dios, se hace presente misteriosamente cuando los fieles se congregan en asamblea, cuando se les anuncia la Palabra de Dios, cuando se les administran los Sacramentos, y cuando el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y en la Sangre del Señor.
Para el pueblo católico es el templo el lugar de la especial presencia de Dios y de su Cristo, porque muchos de ellos Jesucristo Dios y Hombre está presente bajo la apariencia de pan en los sagrarios para recibir la adoración, las súplicas y las confidencias de sus fieles. Por esta razón la Instrucción Inaestimable Domum vuelve a inculcar la práctica venerable de hacer la genuflexión ante el Santísimo Sacramento como señal de adoración y como signo de que el corazón se inclina con profunda reverencia ante el Hijo de Dios.
El templo católico es el símbolo de la Iglesia y del alma cristiana llamadas por la Escritura templos del Espíritu Santo (1 Cor. 3,16). Por esa razón el cristiano, convertido por la gracia en templo santo de Dios, acude al templo visible para ofrecer en unión con la Hostia Inmaculada su propia persona como víctima viva, santa y agradable a Dios y así todas las obras de su vida las trasforma en sacrificios santificados por la unción del Espíritu Santo (Rom. 12, 1; Pet. 2, 4-10).
Por todo lo dicho el pueblo católico ama sus templos y experimenta las emociones religiosas cantadas por el salmista:
“¡Qué admirables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Mi alma ha ansiado y desfallecido por los atrios del Señor; Mi corazón y mi carne saltan de alegría por el Dios vivo. Hasta la avecilla encontró casa y la golondrina un nido, donde puso sus polluelos, junto a tus altares, Dios de los ejércitos, ¡Rey mío y Dios mío!
Felices los que habitan en tu casa; sin fin te alaban".
(Salmo 83)Pero lo que más ama el pueblo católico en el templo es la Misa. Este pueblo, ilustrado por el Espíritu Santo, sabe que la Misa es la cumbre y la fuente de su vida cristiana. Por eso, mientras que marchamos al templo para la Misa, los ministros y los fieles deberíamos alentar en nuestros corazones los sentimientos de las oraciones propuestas por el nuevo Misal Romano para la preparación de la Misa.
En la oración compuesta por San Ambrosio leemos:
“¡Piadoso Señor Jesucristo, temo llegar a la mesa de tu banquete!...
Te muestro, Señor, mis llagas,
Te descubro mis úlceras vergonzosas... Mírame con los ojos de tu misericordia, Señor, Jesucristo, Rey eterno, Dios y Hombre,
Crucificado por el hombre...
Y en la oración de Santo Tomás se nos enseña a decir:
“Omnipotente y sempiterno Dios, he aquí que me acerco al Sacramento de tu Unigénito Hijo, nuestro Señor Jesucristo; me acerco como enfermo al médico de la vida, como leproso a la fuente de la misericordia, como ciego a la luz de la claridad eterna, como pobre y necesitado al Señor de cielo y tierra.
Ruego, pues, la abundancia de tu inmensa largueza, para que te dignes curar mi enfermedad, lavar mi suciedad, iluminar mi ceguera, enriquecer mi pobreza, vestir mi desnudez, para que reciba el pan de los ángeles, el Rey de los reyes y Señor de los que dominan, con tanta reverencia y humildad, con tanta contrición y devoción, con tanta pureza y fe, con tal propósito e intención, como conviene a la salud de mi alma.
Concédeme, te lo ruego, no sólo recibir el Sacramento del Cuerpo y Sangre del Señor, sino también el efecto y la fuerza del Sacramento. Oh Dios, concédeme que de tal manera reciba o Cuerpo de N.S. Jesucristo que tomó de la Virgen María, que merezca ser incorporado a su Cuerpo Místico y ser contado entre sus miembros. Oh Padre amantísimo, que este amado Hijo tuyo, que ahora bajo velos me propongo recibir para el camino, pueda, descubierta la faz, contemplarle perpetuamente”.
Junto a la insistencia de una preparación espiritual, el nuevo Misal Romano se preocupa de detallar las cosas necesarias para una celebración digna de la Misa:
En la sacristía deben estar listas las vestiduras sagradas para los diversos ministros de la celebración. Junto a la sede del celebrante el misal, en el ambón el libro de las lecturas, en la credencia el cáliz con la patena, los corporales, el purificador, las vinajeras, el aguamanil y la patena para la comunión de los fieles. El altar debe estar cubierto con un mantel. Si no se llevan en la procesión de entrada, han de estar sobre el altar o junto a él los candeleros con velas encendidas, la cruz y el libro de los Evangelios. (Ordenación General, 79-61).
Las flores pueden usarse como adorno del altar (Rit. Dedicación de Iglesias y Altares, 3,27).
Toda esta preparación espiritual y ritual tiene una meta, ella es llegar dignamente al altar de Dios, subir a su santo monte. El altar suele estar en alto, más elevado que todo el resto del templo por razones de visibilidad y de símbolo jerárquico (Ordenación General, 257-258).
En el monte, en las alturas está el lugar privilegiado del sacrificio bíblico y de la comunicación con Dios. Recordemos a Abrahán en el monte Moría, a Moisés en el Horeb, a Jesús en el Tabor y en el Calvario...
El altar del templo católico está rodeado de un gran prestigio religioso a la luz de la fe. Por eso hay que pedir a Dios unos ojos iluminados para poderlo contemplar en toda su hondura misteriosa: “Envía tu luz y tu verdad; ellas me guíen y me lleven a tu monte santo, a tu gran tabernáculo" (Salmo 43,3). Y por eso también los ritos iniciales de la Misa se abren con una peregrinación de los ministros celebrantes al altar del Señor.
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Referencia bibliográfica: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J. "La Misa en la religión del pueblo", Lima, 1983.
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