Cristología II - 25° Parte: Naturaleza y valor de la oblación del sacrificio de Cristo al Padre




P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA


8. NATURALEZA Y VALOR DE LA OBLACIÓN DEL SACRIFICIO DE CRISTO AL PADRE

Después de haber explicado el designio salvífico del Padre es importante determinar, a base de reflexión teológica, la naturaleza del acto redentor. Consideraremos los dos aspectos de este acto, situándolo primeramente en las relaciones de Cristo con el Padre, y después en las relaciones de Jesucristo con toda la humanidad. En efecto, es necesario precisar como en este acto las relaciones entre el hombre pecador y Dios han asumido una significación única en virtud del sacrificio ofrecido por Jesús al Padre. Conviene indicar de qué manera Cristo vinculaba a este sacrificio la suerte de toda la humanidad, por qué podía él representarla y transformar así su condición de humanidad pecadora en humanidad santificada.

En estas entregas abordaremos el tema relativo al acto redentor de Cristo bajo la perspectiva de las relaciones de la humanidad pecadora con Dios, esto es, la oblación del sacrificio de Cristo al Padre.


8.1. EL PRINCIPIO DE EXPLICACIÓN. EL MISTERIO Y SU EXPRESIÓN

No es inútil subrayar el misterio que encierra el acto redentor. Decir que hay un misterio es como decir que ningún concepto de nuestro lenguaje es capaz de agotar el contenido ni de expresarlo de un modo enteramente satisfactorio, en el fondo porque tal vez no existe una imagen totalmente apta para representar todos sus aspectos.

La noción de "sacrificio", tal vez sea la más adecuada y la más rica de sentido, debe de ser, sin embargo, depurada de sus implicaciones meramente rituales. Lo mismo ocurre con la "expiación", que, además, debe desvincularse de cualquier resonancia penal. La "satisfacción" y el "mérito" deben de despojarse, también, de connotaciones meramente jurídicas. Los conceptos de "reparación" o de "rescate" no pueden utilizarse de tal forma que indiquen una compensación humana del honor o del contrato. La inadecuación de las nociones no constituye una base suficiente para rechazar plenamente lo que el lenguaje ha expresado en la Escritura y en la Tradición. La reflexión teológica debe ejercitarse en reconciliar la gratuidad del don de Dios (Cristo) con el rescate pagado; es decir, la donación que el Padre hace de su Hijo, con la oblación propiciatoria del Hijo al Padre. Se trata de recoger el dato revelado y superar los conflictos.

Hemos visto que la redención se desarrolla en la línea del amor de Dios a la humanidad. Y hemos puesto de relieve la intención de amor que inspira la acción redentora. De ahí se deriva el principio de que todo aspecto del misterio encuentra su explicación en el amor. Cuando se habla de "sacrificio expiatorio", de "propiciación" o de "rescate", tales expresiones jamás deben entenderse en sentido que suponga en Dios un orgullo herido que trate de vengarse, o de una injusticia que exija un castigo, o una reivindicación de algún derecho o propiedad que imponga egoístamente una compensación. Expiación o rescate deben justificarse por el amor divino, deben de manifestar con más viveza ese amor para que se comprendan en su justo alcance.


8.2. LA REPARACIÓN

Si tratamos de expresar el sentido de la muerte de Jesús, tal como la revelación nos permite descubrirlo, hemos de afirmar que en esa muerte se efectuó la reparación del pecado de la humanidad. Es precisamente la reparación la que constituye el fondo de las afirmaciones escriturísticas, a través de las diversas imágenes que emplea. Es una idea subyacente a las palabras de Jesús relativas a la entrega de su vida como rescate, conforme a Isaías, se trata de un sacrificio de reparación ofrecido por los pecadores. La reparación puede considerarse como el denominador común de la presentación del acto redentor en la Escritura y en la Tradición: Cristo, verdadero propiciatorio, según Pablo; el Cordero de Dios y el Hijo enviado, según Juan, son las imágenes cultuales del sacrificio expiatorio interpretadas en un sentido espiritual en Hebreos. Cristo ha entregado su vida por la humanidad pecadora y como reparación por las faltas cometidas por esta humanidad pecadora.

Utilizamos el término de "reparación", con preferencia al de expiación o satisfacción, porque posee un significado más general, que no tiene tintes jurídicos y no está ligado a imágenes cultuales o rituales. Pero incluimos en el término reparación todo el valor positivo de la expiación y de la satisfacción. A fin de aclarar conceptos, debemos distinguir cuidadosamente dos sentidos posibles del término "reparación". La reparación puede entenderse en el sentido de "reparación de alguna cosa", como cuando se considera la reparación de la naturaleza humana herida por el pecado. Puede también significar la "reparación con respecto a alguien": esta noción se verifica en la reparación personal del hombre para con Dios por la ofensa que se le ha infligido por medio del pecado. Estos dos significados no se excluyen entre sí; se deben incluso englobar en una doctrina completa de la Redención. En efecto, Cristo, mediante su sacrificio, ha ofrecido reparación al Padre, y, a través de ese mismo sacrificio, ha obtenido la reparación de la naturaleza humana. Lo primero es la reparación personal; la restauración de la naturaleza humana no se realiza sino en virtud de una oblación reparadora dirigida al Padre. A propósito de la expiación, ya hemos observado que la purificación supone una propiciación: Cristo, por medio de su sacrificio nos devuelve el favor del Padre, y de este modo nos consigue la salvación.

Lo que aquí tratamos de comprender mejor es la reparación personal. Esta reparación acarrea dificultades a algunos teólogos que querrían limitarse tan sólo a la reparación de la naturaleza humana y que propenden a atenuar la noción de pecado, que hacen consistir en un daño inferido al hombre mismo más que una ofensa personal a Dios. Por lo demás no se puede negar que el principio de la "inmutabilidad divina", entendiéndolo de la forma más radical, plantea en serio un problema a la comprensión del pecado y a su reparación. Por lo que respecta al pecado, la impasibilidad parecería exigir en Dios que no pueda ser afectado realmente afectado por nuestras culpas. La ofensa que se le hace sería incapaz de tocarle, de herirle. Entonces se reduciría a una perturbación del orden establecido por Dios, de la manifestación de sus perfecciones; en definitiva, el pecado solamente perjudicaría al hombre y al mundo.

Por lo que se refiere a la reparación, la inmutabilidad divina parecería oponerse a su efecto real en Dios: la "satisfacción" sugiere que Dios experimenta un gozo, que el sacrificio le agrada. Pero ¿es que el Ser inmutable puede recibir un gozo nuevo de lo que se le ofrece? Análogamente, la propiciación no podría tener su auténtico sentido, si en virtud de la inmutabilidad todo tránsito de la cólera a la benevolencia fuera imposible por parte de Dios. Así el análisis teológico del pecado y de la reparación suscita toda la problemática de la realidad de las relaciones personales entre Dios y el hombre.


8.3. EL PECADO, OFENSA A DIOS

8.3.1. Dios se revela como el Ser que supera y domina al hombre hasta tal punto que éste jamás podría quitarle ni su absoluta perfección ni su trascendencia

El pecado no puede causar daño alguno al Ser divino. Esto es lo que según Jeremías, declara con respecto a los idólatras: "¿A mí me exasperan esos? ¿No es a sí mismos, para vergüenza de sus rostros?", Jer 7, 19. Dios permanece intacto; aparece inaccesible a todas las ofensas humanas, en el sentido de que no puede perder ni un ápice de su potencia ni llegar a ser menos Dios de lo que es. Conserva inmutable su naturaleza divina. Pero todo esto no supone que Dios sea insensible al pecado del hombre. Los relatos bíblicos atestiguan abundantemente la profunda repercusión que producen en Dios las culpas humanas. Se trata incluso de un elemento esencial de la revelación bíblica. Dios se muestra infinitamente ofendido por el pecado del hombre, no hay más que leer los Salmos y los Profetas para ver esta realidad. Es la ofensa a la Alianza por lo que las relaciones personales de Dios con su pueblo elegido, le expone a sufrir repulsas en su amor. Dos imágenes sirven para describir al vivo la profundidad de la herida del pecado del hombre a Dios:

a. La ingratitud del hijo para con su padre.
b. La infidelidad de la mujer hacia el esposo.

Israel es comparado a con frecuencia a una esposa adúltera. En esta perspectiva hay que entender los "celos" de Dios para con su pueblo. Si tales celos adoptan la forma de reivindicación de un derecho sobre Israel, o de una terrible cólera, en realidad son el grito de un amor herido, que por todos los medios intenta hacer volver a su esposa. Esto nos lleva a dos afirmaciones:

  • Dios está profundamente ofendido, herido, en sus relaciones de amor con los hombres.
  • Pero en su perfección divina, no padece daño alguno.


8.4. EL PECADO EN EL NUEVO TESTAMENTO

Es un dato significativo de la Nueva Alianza el que la imagen del pecado, en cuanto ofensa inferida al Padre, se nos ofrezca en la parábola del hijo pródigo; en efecto, la revelación de la ofensa va destinada esencialmente a hacernos comprender el sentido del perdón y la inmensidad de la misericordia divina. En la parábola se describe el pecado como el ultraje que un hijo infiera a su padre. Al reclamar su herencia y abandonar el domicilio paterno, el hijo inflige a su padre una afrenta que el Padre ha tenido que sentir muy hondamente. A través de esta parábola, Jesús ha querido manifestarnos la disposición fundamental del Padre hacia el pecador; la revelación de la compasión que perdona con gozo no se puede disociar de la revelación de una auténtica ofensa inferida al Padre.

Esta revelación de la misericordia divina se efectúa a través de todo el comportamiento de Jesús con los pecadores, Lc 15, 2. Jesús por medio de su comportamiento humano revela el amor misericordioso del Padre. La pena que siente por la dureza de los corazones, la mirada que dirige a sus adversarios, hacen comprender lo que, en Dios, es el amor herido por la ofensa del pecado, Mc 3, 5. En el N T se constata la misma afirmación fundamental del A T: a Dios le hieren las culpas humanas. Pero se acentúa el carácter personal de la ofensa: ofensa al Padre, ofensa a Cristo que es la expresión visible del amor divino, ofensa al Espíritu Santo presente en el corazón del hombre. En este contexto personal se inscribe la petición contenida en la oración enseñada por Jesús: "perdona nuestra ofensas ...", Mt 6, 12. El pecado implica una deuda personal con respecto al Padre.


8.5. EL PECADO EN LA TEOLOGÍA

La preocupación por salvar la trascendencia divina ha obstaculizado, en la teología, el reconocimiento de lo que va implicado en la ofensa a Dios. S. Anselmo empieza diciendo que el pecado consiste en quitar a Dios el honor que se le debe pero después al caer en la cuenta de que Dios es inmutable, puntualiza diciendo que el pecador "parece" deshonrar a Dios en cuanto puede: es decir, la ofensa queda reducida a un "parecer". Sto. Tomás afirma que "el pecado cometido contra Dios tiene una cierta infinitud en razón de la infinitud de la majestad divina". Semejantes interpretaciones no llegan a explicar el dato bíblico, según el cual el pecado afecta personalmente a Dios, de una forma no simplemente aparente sino real, y de una manera, no indirecta sino directa. El pecador con su pecado no pone nada en Dios "de un modo efectivo y eficaz", sino que "pone en Dios y le quita a Dios algo afectivamente".

Así, el pecador, tiene la intención de agraviar a Dios, no rindiéndole el honor, el culto, y el amor que le debe, y le quita su valor de fin último. Es cierto que ahí no se da un "daño efectivo", pues un tal daño no está en poder del hombre pecador, pero sí nos encontramos a nivel de una ofensa e injuria moral: en este orden, Dios se considera ofendido y agraviado como si su soberanía se destruyese efectivamente, y por tanto, la ofensa posee una gravedad infinita, no menor que la que tendría si de ella se derivara una "efectiva" destrucción.

Ahora bien, la inmutabilidad de las divinas perfecciones impide tan solo que el pecador pueda privar a Dios de las mismas de modo "efectivo", pero que no pueda privarle de las mismas "afectivamente". Esta privación "afectiva" señala la vía apta para explicar la ofensa del pecado, de acuerdo con la imagen bíblica del amor divino realmente herido por el pecado de los hombres.


8.6. LA NATURALEZA DEL PECADO COMO OFERTA HECHA A DIOS

¿En qué consiste la ofensa inferida a Dios?  Comprendemos lo que tal ofensa significa por analogía con la ofensa hecha a un hombre en su amor, la ofensa hecha por un hijo a su padre, o a su madre, o por la ofensa de un esposo a su esposa, o viceversa. Precisamente valiéndose de esta analogía Dios, nos ha revelado la malicia del pecado. Como se trata de una experiencia común y sencilla, la piedad popular cristiana no encuentra dificultad ninguna en captar lo que es dicha ofensa.

Sin embargo, en aras de la exactitud teológica debemos depurar la noción de "ofensa" de todas la imperfecciones que reviste dentro del lenguaje humano. Vemos a menudo, que la ofensa que una persona hace a otra, la agraviada reacciona con agresividad y amor propio, es un movimiento de irritabilidad natural y receloso. Es evidente que al tratarse de Dios, esto no se da, pues hay que descartar en Dios cualquier reacción de tipo egoísta. El Dios del amor no se ofende, en definitiva, en razón del propio honor divino, sino a causa del mal que el hombre se hace a sí mismo. En Dios se trata del amor fundado en la Alianza que Dios ha hecho con nosotros en su Hijo Jesucristo, y queda tanto más herido cuanto que está más solícito del bien del hombre.

Además, si nos atenemos a la experiencia humana de la ofensa, ésta se impone a quien la sufre como un dolor que no puede evitar, aunque sea una ofensa inferida al amor, tiene para aquel que es su víctima, un carácter de necesidad. El ofendido no podría substraerse a esa tristeza, como la de un padre ultrajado por su hijo, sufre necesariamente esta afrenta. Y sufre en la expansión y despliegue de su ser más íntimo. Y es que el hombre tiene necesidad de amar y de ser amado; el amor es necesario para el perfeccionamiento de su ser; de ahí que sufra en ese perfeccionamiento siempre que se rechaza su amor. Por el contrario, el amor divino hacia los hombres es completamente "libre"; Dios no tiene "necesidad" de amarnos ni de ser amado por nosotros. Nos ama únicamente por nosotros mismos, no por El. Su amor hacia nosotros no puede añadir nada a su perfección absoluta, como tampoco nuestro amor a El puede perfeccionarle en su ser. Dios se ha decidido "libremente" a crearnos por amor, y por lo mismo se ha expuesto a sufrir nuestras ofensas. Las sufre tan sólo porque ha querido que sea así, y estas ofensas no pueden alterar ni disminuir la perfección de su ser. Así es Dios.

Para explicarse cómo se pueden conciliar la inmutabilidad divina y la realidad de la ofensa hecha por el hombre pecador a Dios, hay que tener presente la distinción entre el ser necesario de Dios y su libre compromiso en el amor. Esta distinción asume todo su valor, incluso en el interior de Dios, pues hay una diferencia entre la necesidad de la naturaleza divina y la libertad de la acción divina en la obra creadora y redentora. Cuando la revelación bíblica enseña la gratuidad de la obra salvífica, nos señala una cualidad o propiedad que caracteriza a la acción de Dios con respecto a los hombres y que la diferencia de lo que Dios es en sí mismo: Dios, cuando salva al mundo, no actúa por necesidad sino en virtud de una decisión libre.

Ahora bien, la inmutabilidad afecta precisamente a aquello que en Dios es necesario, entendiendo por tal integridad absoluta de la naturaleza divina, la cual no puede sufrir daño alguno por parte del pecador. La ofensa no afecta a esa naturaleza divina sino al amor libre de Dios por medio del cual Dios ha querido acercarse a la humanidad. Es precisamente en este amor en el que Dios se ha expuesto a la ofensa y en el que es ofendido realmente.

Esta distinción entre "ser necesario" y "compromiso libre" de Dios nos ayuda a comprender que no existe contradicción entre la invulnerabilidad divina y la ofensa causada por el hombre pecador. Sin embargo, no hace que desaparezca el misterio. En relación con nuestra experiencia humana, nosotros no podemos comprender cómo la perfección divina no sufre daño alguno cuando un amor, tan profundo e integral como el de Dios, es agraviado por el pecado. En efecto, en nuestra experiencia, nuestras relaciones de amor con los demás contribuyen a nuestra perfección, nuestra perfección no tiene la necesidad, ni nuestro amor la libertad que se dan en Dios.

En cuanto que afecta a Dios el pecado, sigue siendo para nosotros un misterio. Debemos afirmar la dimensión infinita de la ofensa, pero reconociendo que esa dimensión sobrepasa la capacidad de nuestra inteligencia. Tan sólo la Revelación nos permite conocer las verdaderas dimensiones del pecado. En realidad, la Revelación no parte simplemente del hecho del pecado para mostrarnos, a modo de consecuencia, lo que es la redención; nos muestra el pecado dentro del designio redentor, y es el sacrificio de Cristo el que nos revela de la forma más eficaz la magnitud del pecado. Por medio de su homenaje reparador ofrecido al Padre, Cristo nos hace ver claramente la enormidad de la ofensa inferida al Padre por el pecado de los hombres.

Es cierto que, como ya hemos observado, una tal reparación no era necesaria como simple contrapeso del pecado. Pero por el hecho de haber sido exigida por el Padre, ilustra con la mayor viveza las dimensiones de la ofensa. Solamente contemplando el suplicio del Calvario se llega a captar la inmensidad de la culpa. El hecho de que el Hijo de Dios haya sido enviado por el Padre para ofrecer ese homenaje de expiación es el más elocuente y auténtico testimonio de la profundidad de la ofensa.

Si Dios hubiera permanecido inaccesible a los ultrajes de los hombres, no se comprendería el sacrificio exigido a Cristo. En la oblación dolorosa de la Cruz, que tiene un valor infinito, reconocemos más fácilmente hasta qué punto la ofensa había alcanzado a Dios en su amor infinito. Por lo tanto, es el Redentor el que nos desvela, en forma decisiva, el misterio del pecado y de su grandeza infinita.


8.7. LA REPARACIÓN CON RESPECTO A DIOS

Una vez establecida la realidad de la ofensa infligida a Dios por el pecado, aparece claro que la reparación no puede limitarse a restaurar lo que en el hombre ha sido dañado por el pecado. Ante todo debe dirigirse a Dios en una oblación que le sea agradable en la medida en que el pecado le había disgustado. Su dirección es teocéntrica. La Reparación es principalmente reparación de la ofensa. La reparación está destinada a alcanzar a Dios, a serle agradable. No puede, sin embargo, aportar perfección alguna a su naturaleza divina, así como la "ofensa del pecado" tampoco se la pudo quitar.

Por lo que respecta al efecto de la reparación, señalemos dos correctivos a la analogía, semejantes a los hemos señalado para la ofensa del pecado.

8.7.1. Es que Dios no se complace en la satisfacción por egoísmo

Dios no se alegra del mismo modo que un hombre se sentiría satisfecho por un homenaje que halaga su vanidad, o con una reparación que restaura su honor ofendido. Si el sacrificio le agrada, es en razón de su amor, dichoso de comprobar las buenas disposiciones del hombre. El homenaje que se le rinde le es grato porque mediante ese homenaje el hombre alcanza su propio fin y se encamina hacia el bien. Al aceptar la ofrenda, Dios se interesa por quien se la presenta; tan sólo mira a ese hombre y se alegra por su felicidad.

8.7.2. El segundo correctivo se refiere a la independencia o soberanía divina con su impasibilidad

Dios no acepta la reparación sino en la medida en que él ha decidido de antemano que esa reparación le sería grata. Del mismo modo que no se expone a la ofensa del pecado sino en la medida en que lo permite su libre amor, no se abre a un homenaje reparador sino en la medida libremente determinada por él. El es el dueño de la eficacia del sacrificio; sólo él fija las condiciones para  que se le pueda presentar una compensación por la ofensa cometida y suscitar por su parte benevolencia y comunicación de gracia.

Así pues, es Dios a quien corresponde determinar el género de sacrificio que él consideraría como reparación suficiente por el pecado de la humanidad. Incluso le correspondería decidir si debía realizarse semejante reparación. En efecto, como hemos observado a propósito de las necesidades planteadas por S. Anselmo, no era necesaria una satisfacción; Dios habría podido perdonar sin exigirla. Si se ha exigido la reparación, es porque Dios lo ha decidido así en su plan de salvación. Debemos pues, plantear las preguntas a las que S. Anselmo había intentado responder ¿ Por qué la reparación? ¿Por qué la reparación por parte del Hijo de Dios?


8.8. ¿POR QUÉ LA REPARACIÓN?

¿Por qué se ha exigido la reparación? Dado que, de suyo, no era necesaria, se pondría pensar, a primera vista, que el perdón divino habría sido más generoso si no hubiera pedido compensación ninguna ni fijado condiciones. En efecto, en las querellas humanas, un perdón otorgado sin condiciones parece demostrar una generosidad más completa. Ya sabemos que a esta dificultad algunos se inclinan a responder que el amor debe tener en cuenta las exigencias de la justicia. La respuesta es poco satisfactoria, pues la justicia no puede pedir reparación sino de parte del culpable; ahora bien, aquí es Cristo inocente el que ha ofrecido al Padre una reparación por los culpables.

Por un aparte, hemos constatado, según la Escritura, que toda la obra redentora se basa en el amor; ahí no interviene la justicia a menos que por justicia se entienda la santidad divina que desea comunicarse: en este caso la misma justicia no es otra cosa que un don del amor. Por lo tanto, si se exige la reparación, no es por una necesidad de justicia, sino por la exigencia del mismo amor. Dios hubiera podido perdonar sin reclamar reparación alguna; en tal caso, la obra de la redención habría sido, por su parte, un acto unilateral. Por amor Dios ha querido una alianza, en virtud de la cual la humanidad cooperase en la consecución de la propia salvación. Es la alianza la que, al reclamar la cooperación humana requiere también una reparación humana.

Al exigir al hombre una reparación, Dios quiere asegurar el mayor bien del mismo hombre. Por su parte, y en su voluntad divina, el perdón hubiera sido completo sin reparación alguna; los pecados habrían sido perdonados con la misma intención divina de borrarlos y olvidarlos. Pero, con respecto a la misma humanidad, la victoria sobre el pecado resulta más completa, si se da una reparación.

Tratándose del hombre como ser libre, esa victoria ni siquiera es real y profunda, a no ser que la voluntad se aparte del pecado y se vuelva amorosamente hacia Dios. Si la reparación redunda en honor de Dios, no redunda menos, en cierto sentido, en honor del hombre. Pedir reparación por las culpas cometidas es un honor que Dios hace a la humanidad. Un perdón otorgado así habría demostrado menos respeto y estima para con la condición humana, menos confianza en las aptitudes humanas.

Cabría objetar que, según tal principio, la reparación debiera haber sido ofrecida por los culpables y no por un inocente, pues a los culpables debe corresponder el honor de reparar, y es precisamente en ellos donde debe ser vencido el pecado ¿Por qué razón, pues, ha reparado Cristo en nombre de toda la humanidad? Dios ha querido el sacrificio de Cristo, porque en él la humanidad podía ofrecerle la más alta satisfacción. Ese sacrificio redundaba en honor de la humanidad entera.

Gracias a él, la reparación superaba incomparablemente a la ofensa. Esto es cierto sobre todo por lo que se refiere a la reparación ofrecida personalmente por Cristo en el Calvario; pero es igualmente cierto en cuanto a la reparación exigida individualmente a cada hombre. En efecto, lejos de dispensar a los hombres de una reparación, Dios ha querido asociarlos al sacrificio del Redentor. Les pide unirse a su homenaje reparador. Ahora bien, por el hecho de estar fundada e integrada en la reparación del Hijo de Dios, su reparación adquiere un valor muy superior. Cristo les permite reparar de la forma más sublime y eficaz, haciendo que la ofrenda de los hombres se apoye en la suya propia.

En conclusión, Dios ha reclamado la reparación en virtud del amor a la Alianza, que recurre a la cooperación humana; la exigencia de una reparación busca el bien del hombre y demuestra la máxima generosidad por parte de Dios.



Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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