P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA
6.16. DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS
En cuanto a la expresión "descendió a los infiernos", según algunos exegetas y pastores dicen que hay que entenderlo de esta manera: "y descendió al lugar de los muertos", es decir, el "Scheol", con esta palabra la teología del A T designaba el lugar donde descansaban las almas de todos los seres muertos desde Adán hasta el día del juicio final.
¿Qué le sucedió a Cristo en el intervalo comprendido entre la muerte (Viernes santo a mediodía) y la Resurrección (madrugada del domingo)? He aquí un problema al que no puede sustraerse la teología que reflexiona sobre la obra redentora. Y no puede considerarse como un problema menor, pues la muerte y la Resurrección de Jesús (Misterio Pascual) constituyen dos momentos capitales de la existencia de Jesús, y el paso (Pascua) de uno a otro estado no puede carecer de importancia con respecto a la obra de la salvación.
Decimos en el Credo que Jesús descendió, después de su muerte, al infierno, o al lugar de los muertos. Ahora bien, con su cuerpo no pudo descender pues estaba en el sepulcro enterrado, luego tuvo que descender al lugar de los muertos con su alma unida a la divinidad de la Persona del Verbo.
En la Tradición se ha impuesto la afirmación de la bajada de Cristo a los infiernos. Esta creencia ha sido expresamente definida por los Concilios Ecuménicos: Letrán IV (1215), y el II Concilio de Lyon (1274). Pero es mucho más antigua, ya que desde el S. IV había sido ya incorporada a la fórmula del Credo En el año 359 la encontramos por primera vez en el símbolo de Aquíleya, de modo que su entrada oficial en las fórmulas de fe data de la segunda mitad del S. IV.
Se debe de observar que antes de la formulación oficial de esta verdad en los símbolos de la fe, ya existía en la Iglesia una tradición constante que atestiguaba que Cristo había descendido a los infiernos, como lo testifican en el S. II: S. Ignacio, S. Policarpo, S. Justino, S. Ireneo. Esta tradición se remonta a la misma Escritura, ya que en el NT alude más de una vez a la bajada de Cristo a los infiernos. Hech 2, 31; Rom 10, 6,7; Efes 4, 8-10; l Petr 3, 18-20.
¿Qué significa esta bajada de Cristo a los infiernos afirmada desde los orígenes? No hay duda de que quiere indicar lo que se produjo inmediatamente después de la muerte de Jesús, pero lo hace por medio de una representación gráfica que necesita interpretación. Se plantean dos interrogantes, independientemente de las metáforas espaciales ¿Cuál fue el estado de Cristo en la muerte? Hubo verdadera separación de alma y cuerpo. Y en este estado, ¿qué tipo de acción o influjo ejerció en orden a la salvación de la humanidad?
La situación personal de Cristo en el momento de la bajada a los infiernos está descrita en la Primera carta de S. Pedro. Para justificar el principio según el cual es mejor sufrir, si tal fuere la voluntad de Dios, haciendo el bien que haciendo el mal, el autor de la carta apela al ejemplo dado por Cristo: "pues, también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu. En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios, en los días en que Noé construía el arca, en la que unos pocos, ocho personas, fueron salvados a través de las aguas". l Petr 3, 18-20.
Se ha llegado a decir de este texto que no sólo era el más difícil de la epístola, sino también uno de los más obscuros de toda la Biblia. Surge la dificultad especialmente cuando se trata de precisar el estado de Cristo: "muerto en la carne, vivificado en el espíritu". Ante todo hay que preguntarse si esas dos determinaciones conciernen a Cristo en el mismo momento, o a dos estadios sucesivos.
Algunos exegetas se han inclinado a referir a la Resurrección de Cristo las palabras "vivificado en el espíritu", dado que los dos términos "vivificado" y "en el espíritu" se emplean en otros pasajes del N T. para caracterizar la Resurrección. En este caso Cristo resucitado habría ido a predicar a los infiernos a los espíritus encarcelados.
Sin embargo, esta interpretación no parece imponerse, no es la que sugieren el texto y el contexto inmediato: "muerto en la carne" y "vivificado en el espíritu" parecen referirse los dos a la misma situación de Cristo (estado después de la muerte y aún no había la resurrección), aquella situación en que se encontraba Cristo por el hecho de la muerte. No se indica intervalo alguno entre esa muerte y esa vivificación; más que realizarse en diversos momentos, son presentadas en planos diferentes, el de la carne y el del espíritu, como dos aspectos de un mismo estado (por una parte... por otra parte...). Por lo demás el contexto indica la razón por la cual Cristo es considerado aquí en el estado de muerto, anterior a la Resurrección: es porque va a predicar a los muertos. Como espíritu separado de la carne, va a dar a conocer su mensaje de salvación a los "espíritus", a las almas separadas de los cuerpos. La idea sobreentendida es que El cumple su misión entre los difuntos en virtud de una comunidad de destino con ellos. Asume su estado para salvarlos de ese estado.
Tal como se le describe en este pasaje, Cristo se encuentra, por consiguiente, en el estado característico de la muerte; todavía no ha vencido a esa muerte en su carne, lo que se producirá cuando salga victorioso de la tumba. Por eso la mayor parte de los exegetas que, según el texto de Pedro, la bajada a los infiernos precedió a la Resurrección.
Muchos son los teólogos que han seguido la doctrina de Sto. Tomás sobre el descenso de Cristo a los infiernos = "sheol", palabra hebrea que designa la estancia de los muertos. Esta doctrina de la Iglesia tiene un fundamento escriturístico referido a Cristo en Hech 2, 27: "... de que no abandonarás mi alma en el Hades ni permitirás que tu santo experimente la corrupción". Este pasaje se sitúa en el contexto que pone de relieve la victoria de Cristo. Pablo dice en Col 1, 18: "primogénito de entre los muertos...", Rom 10, 6-7; Efes 4 8-10.
Sto. Tomás establece una estrecha conexión entre la sepultura de Cristo y el descenso a los infiernos, o el "lugar de los muertos". Y dice: "para tomar sobre sí nuestras penas, Cristo quiso que su cuerpo fuese depositado en el sepulcro y que su alma descendiese a los infiernos". Y luego precisa que Cristo descendió, no al infierno como lugar definitivo de los condenados, sino al infierno donde los justos están retenidos: "Scheol", en hebreo = lugar de los muertos; "Hades", en griego = morada de los muertos, palabra o término empleado por la traducción de los LXX para traducir del hebreo la palabra "Scheol". Aunque Cristo no estuvo en el infierno de los condenados por su esencia divina, su acción irradió en él confundiendo a los condenados por su incredulidad y su malicia, (S.T. III, q. 52, a. 2.).
Así, pues, en su descenso a los infiernos, Cristo por la virtud de su pasión, libró a los justos, los cuáles no podían entrar en la vida de la gloria eterna a causa del pecado de Adán. Si las almas de los justos del Antiguo Testamento llegaron a la gloria celestial, fue gracias a los méritos de la pasión y muerte de Cristo. El descenso de Cristo a los infiernos fue como una acto de iluminación a fin de mostrar a las almas de los justos su poder salvífico visitándolos y derramando sobre ellos su luz. Por eso el descenso de Cristo a los infiernos está en estrecha conexión universalidad de la redención.
El valor de esta afirmación aparece inmediatamente: la bajada a los infiernos nos garantiza que Cristo ha conocido verdaderamente la muerte. Si no hubiera existido ese periodo intermedio, y si la Resurrección hubiera sucedido en el acto, al último suspiro de Jesús, se habría podido dudar de la realidad de su muerte. La bajada a los infiernos demuestra que el final de su vida no ha sido una especie de paso fugaz con el que simplemente habría rozado la muerte humana, y eso fue el límite extremo de su humillación.
Si se quiere transferir ese lenguaje local, que habla de traslado a un lugar (lugar de los muertos) a un lenguaje más abstracto, hay que decir que Cristo ha pasado por un auténtico estado de muerte, estado de separación del alma y del cuerpo de su naturaleza humana ¿Afectó esa separación a la unión hipostática? Ya hemos dicho al comienzo que no. La naturaleza humana de Cristo sufrió verdadera y real separación del alma del cuerpo; y alma y cuerpo estuvieron unidos substancialmente al Verbo divino. Hay que reconocer que la unidad hipostática, que ya en sí misma es misteriosa, nos ofrece aquí un nuevo misterio. Sería demasiado fácil pretender que no ha cambiado nada, ya que la muerte, como en la vida, hay unión del cuerpo y del alma con la persona del Verbo divino, el Hijo. En efecto, la unión hipostática implica la unión de la naturaleza humana con la divina en unidad de Persona (el Verbo); no es simplemente un cuerpo y un alma, sino una naturaleza formada de la unión de los dos, la cual es asumida por la persona del Verbo.
Ahora bien, en la muerte de esa naturaleza humana de Cristo no existe ya como tal, en razón de la separación del alma y del cuerpo, hasta tal punto que Sto. Tomás declara que en la muerte, Cristo, estrictamente hablando, cesa de ser hombre. La grandeza del misterio consiste precisamente en que, a pesar de la unión hipostática, se haya podido producir un cambio tan profundo como es la separación del alma y del cuerpo. En la Encarnación, lo que ha asumido el Verbo de Dios, no es solamente la naturaleza humana, si no todo el destino humano: la muerte aparece como el límite extremo de la Encarnación. El Verbo se ha hecho carne hasta el punto de aceptar que esa carne se convierta en cadáver.
Esa humillación afecta igualmente al alma, privada de su cuerpo. Veremos, no obstante, que el alma de Cristo recibió, a partir del mismo instante de la muerte, una vida superior, gloriosa, de tal modo que la más profunda humillación coincide con el comienzo del triunfo. Pero hay que decir que en esto no existe contradicción; en efecto, la gloria otorgada al alma de Cristo no ha suprimido el hecho de que esa alma haya quedado, hasta la Resurrección, separada del cuerpo, y por lo tanto profundamente afectada por la muerte.
6.17. LA OBRA DE CRISTO EN SU DESCENSO A LOS INFIERNOS
"Predicación" y liberación: ¿Cuáles son los "espíritus encarcelados" hacia los cuales Cristo se dirigió para predicarles?
Hasta ahora hemos supuesto que eran difuntos. Los espíritus encarcelados son, pues, las almas de los difuntos que en la tradición judía eran consideradas como el ejemplo de la incredulidad más obstinada, aquellas que habían resistido a la predicación de Noé antes del diluvio. Se encuentran en prisión, esto es, no solamente en la residencia de los muertos, sino también en las cadenas de su pecado de insubordinación, en una verdadera cautividad.
La prisión implica, en efecto, que no se encuentran simplemente en una situación de espera sino de una cierta punición. Su destino se describe y contrasta con el de las ocho personas que se salvaron del agua entre los contemporáneos del diluvio. Así pues, los "espíritus encarcelados" son las almas que, en el momento en que Cristo se dirige hacia ellos, parecen estar todavía bajo dominio de su culpabilidad. Es aquí donde el problema de la interpretación se plantea en toda su agudeza. Lógicamente, puesto que se trata de almas culpables de incredulidad, la predicación de Cristo debería ser una suprema tentativa de provocar su conversión, llamándolas a la fe. El mismo término "predicar" parece implicar una proclamación de la salvación capaz de suscitar conversiones.
Ahora bien, ¿la conversión no es algo imposible a unas almas que se encuentran en el más allá? ¿Hay que limitarse, pues, a la interpretación según la cual Cristo descendió a los infiernos para llevar a los justos la buena nueva de la salvación y liberarlos? A primera vista, esta interpretación parece expresar toda la fuerza del texto, pues éste habla de "predicación". Esa predicación no va dirigida a los justos, sino a culpables, a incrédulos obstinados. A pesar de todo, el texto, tal y como se nos presenta, nos sugiere la idea de una conversión.
Conclusión
Para precisar el significado de la bajada de Cristo a los infiernos, hay que despojarla de la imagen con que se la representa: esta bajada significa que Cristo ha pasado verdaderamente por el estado de la muerte, estado de abajamiento en que el alma es separada del cuerpo. Sin embargo, según la primera epístola de Pedro, ese estado coincide con una vivificación espiritual: el alma de Cristo ha sido inmediatamente glorificada, y para la humanidad entera, esa glorificación, que se produjo en el instante de la muerte, es el acontecimiento capital, que comporta la concesión de la gloria celestial a todas las almas de los justos.
Observemos que ese estado glorioso del alma de Cristo, comunicado a un gran número de almas, constituye la prueba decisiva de que la entrada en la muerte puede ser una entrada en la gloria, antes de la resurrección corporal. Existe una glorificación del alma separada en el más allá; la situación de Cristo durante el período intermedio entre la muerte y la Resurrección evidencia esta verdad y nos alerta contra la teoría simplista que trata de fundamentar tan sólo en la Resurrección la adquisición de la gloria celestial y arrumbar en la penumbra la inmortalidad del alma, con la pretensión de que el N T. anuncia únicamente la gloria de la resurrección corpórea. La primera glorificación de Cristo, la más decisiva, tuvo lugar en el momento de su muerte; ella es la que impulsa, precediéndola, su resurrección.
La actividad salvífica de Cristo con respecto a las generaciones pretéritas está descrita a titulo de figura de su actividad salvadora actual en el bautismo: así como el bautismo indica el paso de la incredulidad a la fe, y una conversión en respuesta a la predicación del Evangelio, así también se le atribuye a Cristo, con respecto a los muertos, una actividad redentora del mismo género, una "predicación" o anuncio del Evangelio. Si queremos precisar la realidad que, históricamente, ha correspondido a esa figura, y que la epístola de Pedro no se preocupa de concretar, vemos que se nos plantea el problema de las relaciones entre la historia de la humanidad y una economía de la salvación que se realiza en la historia, pero que, precisamente en virtud de la muerte de Cristo, emerge de la historia.
El principio de la universalidad absoluta de la redención implica un influjo del poder espiritual de Cristo sobre las generaciones que le precedieron, un otorgamiento de la gracia y una llamada a la fe. En el momento de su muerte y de su glorificación espiritual, a Cristo sólo le resta liberar las almas a las que El ya había concedido su gracia; sólo le resta comunicarles su gloria.
Para terminar, observemos que se puede plasmar el sentido de la bajada a los infiernos en el marco litúrgico, como un paso de la Pascua judía a la fiesta cristiana de la Pascua de Cristo. Cristo murió en el momento en que iba a comenzar la Pascua judía. Pascua que coincidía con el día sábado. La Pascua era la fiesta de la liberación del pueblo judío, evocación de la gran liberación del pasado y promesa de la liberación futura; el sábado era símbolo de descanso final, el de la era mesiánica. En ese momento de la Pascua y del sábado, Cristo a proporcionado la liberación y el descanso mesiánico a todas las almas de la antigua economía.
De este modo Cristo dio cumplimiento, para ellas, a todas las promesas vinculadas a la Pascua y al día sábado. Una vez que terminaron esa Pascua y ese sábado, Cristo estableció, en virtud de su Resurrección corporal, una nueva Pascua y un nuevo Sábado para aquellos que viven en la tierra: fiesta de Pascua, domingo (día del Señor =Dominus), símbolo de la nueva era, de la liberación ya consumada y del descanso mesiánico, ya asegurado. Ahí se evidencia la última conexión entre la glorificación que sigue inmediatamente a la muerte, en una bajada a los infiernos que al mismo tiempo es una entrada en el cielo, y la glorificación corporal de Cristo.
Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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