JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA
PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA JUBILAR
Sábado 30 de abril de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy quiero reflexionar con vosotros en un aspecto importante de la misericordia: la reconciliación. Dios nunca ha dejado de ofrecer su perdón a los hombres: su misericordia llega de generación en generación. A menudo pensamos que nuestros pecados alejan al Señor de nosotros: en realidad, pecando, nosotros nos alejamos de Él, pero Él, viéndonos en peligro, nos viene a buscar con mayor fuerza. Dios no se resigna nunca a la posibilidad de que una persona quede fuera de su amor, con la condición de encontrar en ella algún signo de arrepentimiento por el mal cometido.
Con nuestras solas fuerzas no podemos reconciliarnos con Dios. El pecado es verdaderamente una expresión de rechazo de su amor, con la consecuencia de cerrarnos en nosotros mismos, engañándonos al creer encontrar mayor libertad y autonomía. Pero lejos de Dios ya no tenemos una meta, y de peregrinos en este mundo nos convertimos en «errantes». Un modo común de decir es que, cuando pecamos, nosotros «le damos la espalda a Dios». Es precisamente así; el pecador se ve sólo a sí mismo y pretende de este modo ser autosuficiente; por ello, el pecado aumenta cada vez más la distancia entre nosotros y Dios, y esta puede convertirse en un abismo. Sin embargo, Jesús viene a buscarnos como un buen pastor que no se queda tranquilo hasta encontrar a la oveja perdida, como leemos en el Evangelio (Lc 15, 4-6). Él reconstruye el puente que nos une al Padre y nos permite volver a encontrar la dignidad de hijos. Con el ofrecimiento de su vida nos ha reconciliado con el Padre y nos ha dado la vida eterna (cf. Jn 10, 15).
«¡Reconciliaos con Dios!» (2 Cor 5, 20): la exclamación que el apóstol Pablo dirige a los primeros cristianos de Corinto, hoy con la misma fuerza y convicción vale para todos nosotros. ¡Dejémonos reconciliar con Dios! Este jubileo de la Misericordia es un tiempo de reconciliación para todos. Muchas personas quisieran reconciliarse con Dios pero no saben cómo hacerlo, o no se sienten dignas, o no quieren ni siquiera aceptarlo ante sí mismos. La comunidad cristiana puede y debe favorecer el regreso sincero a Dios de los que sienten nostalgia de Él.
Sobre todo los que realizan el «ministerio de la reconciliación» (2 Cor 5, 18) están llamados a ser instrumentos dóciles al Espíritu Santo para que ahí donde abundó el pecado pueda sobreabundar la misericordia de Dios (cf. Rm 5, 20). Que nadie permanezca alejado de Dios a causa de los obstáculos puestos por los hombres. Y esto vale también —y lo digo subrayándolo— para los confesores —es válido para ellos—: por favor, no poner obstáculos a las personas que quieran reconciliarse con Dios. El confesor debe ser un padre. Está en el lugar de Dios Padre. El confesor debe acoger a las personas que se acercan a él para reconciliarse con Dios y ayudarles en el camino de esta reconciliación que estamos haciendo. Es un ministerio muy bello: no es una sala de tortura ni un interrogatorio, no, es el Padre que recibe y acoge a esta persona y perdona. ¡Dejémonos reconciliar con Dios! Todos nosotros. Que este Año santo sea el tiempo favorable para redescubrir la necesidad de la ternura y la cercanía del Padre para regresar a Él con todo el corazón.
Experimentar la reconciliación con Dios permite descubrir la necesidad de otras formas de reconciliación: en las familias, en las relaciones interpersonales, en las comunidades eclesiales, como también en las relaciones sociales e internacionales. Alguno me decía, en los días pasados, que en el mundo hay más enemigos que amigos, y creo que tiene razón. Pero no, hagamos puentes de reconciliación también entre nosotros, comenzando por la familia misma. Cuántos hermanos han peleado y se han alejado solamente por la herencia. ¡Esto no funciona! Este año es el año de la reconciliación, con Dios y entre nosotros. La reconciliación, en efecto, es también un servicio a la paz, al reconocimiento de los derechos fundamentales de las personas, a la solidaridad y a la acogida de todos.
Aceptemos, por lo tanto, la invitación a dejarnos reconciliar con Dios para llegar a ser nuevas creaturas y poder irradiar su misericordia en medio de los hermanos, en medio de de la gente.
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Tomado de:
http://w2.vatican.va/
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