P. Adolfo Franco, S.J.
Juan 20, 1-9
Cristo ha resucitado, alleluya alleluya. Y nosotros resucitaremos con Él. La Resurrección de Jesús nos llena de alegría y de esperanza. ¡Feliz Pascua de Resurrección!
Esta es la
piedra angular de la vida cristiana, que
da consistencia a todo lo demás, como dice San Pablo en la primera carta
a los Corintios (1 Cor 15, 14-22). Es algo muy grande y tenemos que
fraccionarlo en aspectos para captar un poco su verdad. Cuatro aspectos traigo
a la consideración: la resurrección de Cristo es un hecho, es un misterio, una
fuerza y una manifestación. No pretendo reducir a sólo eso esta obra grande del
Señor; pero pienso que pueden servir de pistas para nuestra reflexión.
La
Resurrección de Cristo es un hecho. Es verdad ¡la muerte ha sido vencida! lo
que prevalece es la vida. Al final todo lo que es muerte, dolor, fracaso,
sufrimiento, todo eso acabará, porque la muerte en su huida arrastrará consigo
a toda su fúnebre comparsa. Todo lo que es frustración será sustituido por
plenitud, todo lo que ahora es amenaza, será sustituido por seguridad
inconmovible. Ahora nos vemos atacados, sentimos nuestra fragilidad, como si
estuviéramos sobre una delgada capa de hielo, pero todo esto es pasajero,
porque el plan de Dios es la Vida, y de esto nos deja una firme certeza la
Resurrección de Cristo.
La
Resurrección de Cristo es un misterio. Decir esto no es desdibujar los
contornos de esta realidad, para difuminarla en la vaguedad de las cosas
irreales. Lo que queremos decir es que la Resurrección de Cristo es mucho más
de lo que podemos soñar, y por supuesto de lo que podemos entender. Es, por así
decirlo, como un iceberg: lo que vemos es poquísimo en comparación de lo que se
nos oculta. No tenemos ni idea de lo que es de luz, de paz, de gozo, de
esperanza, de alegría este hecho con que Dios cumple todas las promesas que
hizo a los hombres. Y es misterio porque es una realidad asombrosa del
horizonte de lo inmutable y que se nos entra en este mundo donde lo inteligible
es lo que tiene peso y medida; y la resurrección no tiene ni peso ni medida.
Es también una
fuerza que transforma toda la realidad. Según las afirmaciones de San Pablo
toda la creación ha recibido el efecto de la resurrección de Cristo. Todas las
actividades humanas tienen la posibilidad de ser obras para la vida eterna, y
por tanto no son perecederas, ni sucumben a la muerte de lo que se va con el
tiempo, como un soplo: la actividad del hombre, hecha en el tiempo, puede
penetrar en la eternidad por la fuerza de la resurrección. Lo que hicimos no
necesariamente se va al oscuro pasadizo del olvido. Además, porque Cristo ha
resucitado hay personas que realizan acciones que sobrepasan las posibilidades
normales de un ser humano: con la fuerza de la resurrección de Cristo han sido
hechas todas las acciones verdaderamente sobrehumanas de los santos: las
renuncias a lo mezquino, la entrega a los desheredados, la lucha incansable por
la verdad y por el ser humano desposeído: tantas y tantas páginas heroicas han
sido escritas en la Iglesia por seres (a veces anónimos) en los cuales brillaba
la fuerza de la resurrección.
Es una
manifestación de la divinidad de Jesucristo. Jesucristo no resucita porque
alguien, fuera, en la puerta del sepulcro (como en el caso de la resurrección
de Lázaro) lo llame de nuevo a la vida. Jesucristo resucita desde dentro del
sepulcro, porque El mismo es Dios, El es
la Vida misma y ningún sepulcro le iba a servir de cárcel. Como la explosión de
un volcán, así surge Cristo con la fuerza de su vida. Esto es lo que San Juan
en el Evangelio de hoy nos dice: el sepulcro está vacío, ya no es la caja de un
cadáver, sino que queda como algo inútil, la vida ha vencido para siempre.
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