C. TIEMPO DE NAVIDAD
El Tiempo de
Navidad comienza con la fiesta, ya descrita, del Nacimiento de Jesús y termina
con la de su Bautismo en el Jordán. Así, pues, en los días que corren entre el
24 de diciembre al domingo después del 6 de enero, desfilan ante los fieles una
serie de celebraciones litúrgicas cuajadas de colorido y de prestigio
religiosos.
La primera de
estas celebraciones es la de la Sagrada Familia. En ella aparece subrayada la
inserción del Hijo de Dios en la vida monótona y cotidiana de los hombres, se
resalta el comportamiento discreto de María y de José en la historia de la
salvación, y se presenta a los hogares católicos un ejemplo de las virtudes
domésticas.
Las dos
primeras lecturas de la misa tienen un solo ciclo, de ellas la primera exhorta
al respeto debido al padre, y la segunda presenta un precioso programa de
virtudes cristianas para la familia. El nuevo leccionario ha previsto tres
ciclos de lecturas para el Evangelio: la huida a Egipto y la vuelta a Nazaret,
la profecía del anciano Simeón con el recuerdo del Niño creciendo en el
pueblecito de Nazaret, y el encuentro del Niño en el templo entre los doctores de
la Ley.
En el día
primero de enero, octava de la Navidad, la liturgia nos propone para nuestra
contemplación la celebración más antigua de la Virgen en la Iglesia Romana. La
reforma litúrgica del Vaticano II ha recuperado esta fiesta de María Madre de Dios,
sin por ello olvidar ni el comienzo del año, ni la circuncisión de Jesús, ni la
imposición del nombre de Jesús al Niño nacido en Belén.
Por esto la
primera lectura, tomada del libro de los Números, nos habla de la importancia
de invocar el nombre de Dios para alcanzar de Él bendiciones. Con lo cual nos
recuerda que es importante comenzar el año nuevo invocando el nombre de Jesús y
de esa manera podamos entrar con confianza a recorrer el año recién abierto a
nuestras ilusiones y a nuestros temores.
En este día
tan lleno de interrogantes la Iglesia gusta además de poner a todos los fieles
bajo la protección de María, y por ello ruega a Dios:
“Concédenos
experimentar la intercesión de Aquélla, de quien hemos recibido a tu Hijo
Jesucristo, el autor de la vida” (Colecta)
En la segunda
lectura recordamos las palabras de San Pablo claro e impresionante:
“Al llegar la
plenitud delos tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer”.
Y el
Evangelio nos presenta a María meditando en su corazón todas las cosas que se
decían del nacimiento de su Hijo. La liturgia nos invita a una meditación
parecida al animarnos a alabar a Dios y proclamar su gloria en la fiesta de la
Maternidad de Santa María:
“Porque ella
concibió a tu único Hijo por obra del Espíritu Santo, y, sin perder la gloria
de su virginidad, derramó sobre el mundo la Luz eterna, Jesucristo Nuestro
Señor…” (Prefacio)
Hoy la fiesta
de la Epifanía del Señor es una prolongación meditativa de la Navidad: El Hijo
de Dios sigue manifestándose a los hombres a través de Jesús de Nazaret. Por
ello la liturgia de las Horas en la antífona del Magnificat nos recuerda:
“Celebramos
un día santo adornado por tres milagros: Hoy la estrella condujo a los magos al
pesebre; hoy se hizo vino del agua para las bodas; hoy Cristo quiso ser
bautizado por Juan en el Jordán para salvarnos. Aleluya”.
La finalidad de
la fiesta fue siempre presentar a los fieles la manifestación de lo divino en
lo humano de Jesús. Pero la manifestación de Cristo al mundo encierra múltiples
maneras, por eso la liturgia de la navidad nos presenta dos clases de sucesos,
que manifiestan en Jesús al Hijo de Dios hecho hombre. Unos se dan en el mismo
nacimiento del Señor, otros aparecen en su vida pública. Entre los primeros uno
de los más significativos es la llegada de los magos a Belén, entre los
segundos destaca el Bautismo del Señor en el Jordán.
Hoy día la
llegada de los magos se celebra el 6 de enero y el Bautismo de Cristo lo
recordamos el domingo siguiente. De hecho para nosotros se identifica la
adoración de los Magos con la fiesta de la Epifanía.
La fiesta de
los Magos tiene un gran prestigio cristiano, pues como dice la misma liturgia,
Dios reveló a su Hijo por medio de una estrella a los pueblos gentiles en este
día (cfr. Colecta). Ya desde antiguo la piedad cristiana veía en esa estrella,
que resplandeció a la mirada de los magos y no brilló a los ojos de los judíos,
la iluminación por la fe de los paganos y la ceguera de Israel. Y así el papa
San León Magno en una de sus homilías de esta fiesta decía a sus oyentes:
“Estos
hechos, queridos míos, se perpetúan en su contenido místico, y lo que había
empezado en figura, acaba en realidad. La estrella brilla en lo alto del cielo
por la gracia, y los tres Magos, despertados por el destello de la luz
evangélica, acuden cada día, en la persona de todas las naciones, a adorar el
poder del Rey soberano… Que tenga cumplimiento en vosotros el misterio que,
bajo el velo de los símbolos, empezó en los tres magos” (Sermón 5 sobre
Epifanía).
Así, pues, la
fiesta de epifanía nos hace descubrir que hoy se realiza en los cristianos,
venidos en su mayoría de naciones ajenas al pueblo de Israel, lo que se celebra
en los Magos, en su visita y en la estrella que los condujo hasta donde estaba
el Niño con María su madre. Por ello la Iglesia venida de los gentiles ha visto
siempre en estos tres Magos “las primicias de nuestra vocación y de nuestra
fe”.
La estrella
fue para los Magos el signo del gran Rey; así lo canta la antífona del
Magnificat en las primeras Vísperas de
Epifanía:
“Los Magos,
al ver la estrella, se dijeron: éste es el signo del gran Rey; vamos a su
encuentro y ofrezcámosle nuestros dones: oro, incienso y mirra”.
Y de esta
manera el ponerse en marcha de los Magos al ver la estrella ha sido siempre el
símbolo más bello de la respuesta humana a la llamada de la fe. Y por eso San
León Magno, por su gran vivencia litúrgica de los misterios, pudo decir:
“El don de
Dios se renueva y nuestro tiempo realiza la experiencia de las maravillas, de
las que el pasado tuvo las primicias” (Sermón 6 sobre Epifanía)
La fiesta de
Epifanía nos hace penetrar más en la necesidad de la fe, don de Dios, luz
máxima venida de lo alto, para reconocer la vertiente divina de Jesús y el
absoluto dominio de Dios sobre el hombre. Y de esta manera los dones ofrecidos
por los Magos vienen a simbolizar el único sacrificio agradable a Dios, como lo
ha expresado con nitidez la oración sobre las ofrendas:
“Mira, Señor,
los dones de tu Iglesia que no son oro, incienso y mirra, sino Jesucristo, tu
Hijo, que en estos misterios se manifiesta, se inmola y se da en comida”
Esta súplica
tan honda nos hace vislumbrar de nuevo la unión íntima del ciclo litúrgico de
navidad con el de Pascua.
Si ahora
quisiéramos recordar un texto litúrgico, que reúne en sí toda la hondura
religiosa y espiritual de esta fiesta de Epifanía, sin duda ninguna tendremos
que citar la antífona de las laudes:
“Hoy la Iglesia
se une a su Esposo celestial, porque en el Jordán Cristo ha lavado sus pecados,
los Magos corren con presentes a las bodas regias, y los convidados se alegran
de ver el agua cambiada en vino, aleluya” (Laudes)
El Bautismo
del Señor es la manifestación de Jesús al pueblo de Israel, la adoración de los
Magos es la manifestación de Cristo a los paganos, y las bodas de Caná son la manifestación
del Señor a sus primeros discípulos, germen del nuevo Pueblo de Dios, compuesto
de judíos y paganos. Estas manifestaciones continúan hasta los tiempos
presentes, pues la estrella de los Magos simboliza la fe cristiana, el agua del
Jordán y el vino de Caná recuerdan el bautismo cristiano y la Cena del Señor,
ritos de máximo prestigio religioso en la Iglesia, pues a través de ellos Jesús
sigue manifestándose a los suyos para iluminarlos, curarlos y alimentarlos. Y
de esta manera la fiesta de Epifanía nos sumerge en la contemplación de la
Nueva Alianza por la Sangre de Cristo, de la Iglesia como esposas de Cristo, y
de la redención llevada a cabo por la muerte y la resurrección del Señor.
Con la
festividad del bautismo del Señor termina el ciclo de navidad. Ella no es otra
cosa sino una prolongación de la celebración de la Epifanía, pero con un matiz
trinitario, que adentra a los fieles en la contemplación del misterio más hondo
de Dios:
“Apenas se
bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios
bajaba como una paloma y se posaba sobre Él. Y vino una voz del cielo que
decía: Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto”.
Naturalmente
que esta contemplación del Bautismo de Jesús lleva necesariamente a dar gracias
a Dios por el misterio encerrado en el bautismo cristiano, por el cual los
hombres vienen a ser hijos adoptivos de Dios, hermanos de Cristo y templos del
Espíritu.
De hecho lo
que hace la liturgia de este día es continuar la meditación de Juan el Bautista
cuando decía a sus discípulos:
“Yo no lo
conocía, pero el que me envió a bautizar en agua me dijo: Aquel sobre quien
veas que baja el Espíritu y se queda sobre Él, ése es el que bautiza en el
Espíritu Santo” (Jn. 1,33)
Un bautismo
distinto al suyo anuncia Juan: no será una inmersión externa en el agua, sino
una penetración del Espíritu de Dios en el hombre. Y este Espíritu Santo separa
al bautizado de la esfera sin Dios y le da la adhesión y la fidelidad
inquebrantable a Dios, el conocimiento experimental de Dios y de Jesús, el
Mesías.
Ante este
misterio religioso la liturgia de este día exulta de admiración y por eso se
reviste de un lenguaje poético-simbólico:
“El soldado
bautiza al Rey, el siervo al Señor, Juan al Salvador; el agua del Jordán quedó
admirada, la paloma dio testimonio, la Voz del Padre se oyó: Este es mi Hijo.
Las fuentes
de las aguas han quedado santificadas,
cuando Cristo apareció con gloria al orbe terreno. Coged aguas de las fuentes
del Salvador; ahora Cristo, Señor nuestro, santificó todas las criaturas.
A ti, que
purificas con el Espíritu y con el fuego todas las dolencias humanas, te
glorificamos todos nosotros como Dios y como Redentor (Antífonas de Laudes).
Con esta
manifestación de la salvación religiosa presente en Jesús de Nazaret el ciclo
Litúrgico de navidad se cierra y da paso al tiempo ordinario del Año Litúrgico.
...
Bibliografía: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón S.J. Año Litúrgico y Piedad Popular Católica. Lima, 1982
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