P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J.
Para
todas las Iglesias Orientales la principal celebración litúrgica es la de la
Eucaristía, llamada también Santa Comunión, Misa, Liturgia Divina o Cena del
Señor.
El
lugar propio de la celebración eucarística es el templo. Los templos cristianos
orientales representan simbólicamente el cielo y la tierra entrelazados en
misteriosa unión. La parte principal del templo es el Santuario separado del edificio
restante por un muro con tres puertas; el Santuario simboliza el cielo, la
morada santa, Dios inaccesible al hombre pecador, por eso permanece cerrado.
Sus puertas sólo se abren por breves ratos durante la celebración de la Misa,
para indicar así que por la Eucaristía el cielo ilumina a la tierra y Dios mira
con misericordia al hombre.
El
muro que separa el santuario y el resto del templo recibe el nombre de
Iconostasis, pues en él y en sus puertas están pintados los íconos de la
Anunciación, de Cristo, de María, de diversos santos. Estos íconos recuerdan
silenciosamente a los fieles que el hombre une y divide el reino celestial y
terreno y que sólo cristo es la puerta que conduce a la comunión con la
Santísima Trinidad. Detrás de la puerta central de la Iconostasis está colocado
el altar, llamado trono.
Los
cristianos de oriente tienen preferencia por el templo circular coronado por la
cúpula. La cúpula representa la bóveda celeste y muestra la imagen de Cristo
Pantokrátor rodeado de ángeles que ejecutan sus órdenes. En el ábside oriental,
en el lugar más honorífico después dela cúpula, se halla la imagen de María, el
Vínculo entre el creador y la creación. La Madre de Dios es la protectora de
todos los miembros de la Iglesia. En el techo y en las paredes se pueden se
pueden contemplar íconos de los patriarcas, profetas, apóstoles, mártires y
otrossantos procedentes de las diversas épocas y regiones. Todas estas imágenes
de los santos llaman silenciosamente a los fieles a unirse en su comunión
mística con el Padre, con el hijo y con el Espíritu Santo.
La
razón de la presencia de tantos íconos de santos en los templos cristianos
orientales se ha de buscar en el convencimiento de los fieles de que son
miembros de una gran familia compuesta de los vivos y de los difuntos. En
Oriente los cristianos llegan a la celebración de la Eucaristía como invitados
a un banquete, en el que los santos ocupan el lugar de honor; mediante los
íconos ellos recuerdan a sus amigos invisibles y lo primero que hacen, al
entrar en el templo, es saludarlos ofreciéndoles una vela encendida como
símbolo de amor y de recuerdo, después besan con reverencia y piedad el ícono
de los diversos santos. De esta manera estos cristianos se sienten unidos a los
santos y se preparan para alabar con ellos al Dios Uno y Trino.
Por
eso la Misa en el Oriente Cristiano es un rito religioso participado por todos
y pletórico de dramatismo y de colorido: se forman procesiones, el clero
revestido de vistosos ornamentos entra y sale por las puertas de la
Iconostasis; los laicos apoyan la oraciones dichas por los sacerdotes y por los
diáconos con respetuosos gestos, con reverencias profundas y con el uso
frecuente de la señal de la cruz, con temor y devoción reciben el Cuerpo y la
Sangre del Señor utilizando como materia del sacramento el pan fermentado y el
vino rojo, al final de la Misa reciben del clero pan sin consagrar y otros
alimentos bendecidos y los comen en el templo mismo antes de salir.
En la
actualidad existen en el Oriente Cristiano cuatro familias litúrgicas. Ellas
son: la sirio occidental o jacobita, la sirio oriental o caldea, la
copta-etíope, la bizantina-armenia. Todas ellas, aunque difieren en detalles,
mantienen un núcleo litúrgico básico en la celebración de la Misa, y con él consiguen
que el culto eucarístico produzca en los fieles una poderosa impresión de la
realidad de la presencia divina y estimule la unión mística del hombre con
Dios.
Como
no es posible ahora presentar el rito de la Misa de cada una de estas familias
litúrgicas, nos limitaremos a recordar la liturgia de San Juan Crisóstomo del
rito bizantino. Esta liturgia ha conseguido una mayor cohesión y equilibrio que
la mayoría de las celebraciones orientales de la Santa Comunión, y conmemora de
forma dramática la vida, muerte, resurrección, ascensión de Jesucristo.
El
rito de la Cena del Señor en la liturgia de San Juan Crisóstomo se divide en
tres partes: la preparación del pan y del vino, liturgia de los catecúmenos y
liturgia de los fieles.
Durante
la preparación el sacerdote, ayudado por un diácono y por los acólitos, corta
el pan para la ofrenda y lo pone en la patena, echa el vino en el cáliz y lo
mezcla con agua; mientras realiza estas acciones, el sacerdote recita oraciones
que recuerdan la cruz del Señor y su víctima final. Simbólicamente esta
preparación que se realiza detrás de la Iconostasis y no es vista por los
fieles, representa los años ocultos de la vida de Jesús. En algunas Iglesias se
leen los nombres de las personas por quienes se desea se digan oraciones
especiales. En Grecia el pan, el vino y el aceite son ofrecidos por los fieles
de sus propios campos, viñedos y olivares.
La
liturgia de los catecúmenos empieza con la solemne exclamación del celebrante:
“Bendito sea el Reino del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Esta parte de
la Santa Comunión conmemora el misterio de la enseñanza y de las curaciones de
Cristo y anuncia el mensaje del Señor; para sensibilizar este misterio el clero
saca en procesión el Libro de los Evangelios mientras que se cantan o se
recitan las Bienaventuranzas, las cuales son la esencia del Nuevo Testamento y
a la vez recuerdan a los oyentes que la comunión con Dios sólo se son sigue
mediante el cambio del corazón.
La
lectura de las Sagradas Escrituras sigue a esta procesión; después se predica
la homilía y se hacen oraciones por los que sufren, por los enfermos, por los
difuntos…
La
liturgia de los fieles comienza con una solemne procesión; en ella el
celebrante y sus asistentes trasladan al altar el pan y el vino ya preparados.
Durante la procesión se canta el himno angélico: “Nosotros, que en un misterio
representamos a los querubines, cantamos ahora a la vivificante Trinidad los
himnos tres veces santos; apartad de nosotros todos los cuidados terrenos”.
El
Credo Niceno se recita después de la procesión. A continuación comienza el
diálogo entre el sacerdote y el pueblo:
- Levantad vuestros corazones
- Los levantamos al Señor
- Demos gracias al Señor
- Es digno y justo venerar así
al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, la Trinidad consustancial e indivisa”.
A
continuación el sacerdote recita la Oración Eucarística llamada Anáphora. En
ella el que preside da gracias a Dios por todos los beneficios concedidos a los
hombres hasta llegar a la Encarnación de su Hijo. El sacerdote recuerda la Cena
del Señor y repite su mandato: “Tomad, comed; éste es mi cuerpo que será
entregado por vosotros para la remisión de los pecados”, “Bebed todos de esto,
ésta es mi Sangre del Nuevo Testamento que será derramada por vosotros y por
muchos para la remisión de los pecados”. La congregación responde: Amén.
El
clero y el pueblo unidos piden que el Espíritu Santo descienda sobre la Iglesia
Congregada y bendiga y santifique el pan y el vino, ofrecidos y los transforme
en el Cuerpo y Sangre de Cristo. Esta oración llamada la Epíclesis es una de
las facetas más distintivas de la Misa de todas las Iglesias Orientales.
Seguidamente la congregación canta o recita el Padre Nuestro y así comienza la
comunión. El clero participa primero del pan y del vino detrás de las puertas
cerradas del Santuario. Luego se abren éstas de par en par y el clero presenta
el Sacramento a los fieles diciendo: “Con temor a Dios, con fe y amor
acercaos”. Este momento culminante de la celebración es identificado por los
cristianos orientales con la Resurrección del Señor. Ellos comulgan con la
creencia que comparten así la vida resucitada de su Salvador.
La
liturgia termina con la bendición dada a los presentes por el sacerdote con el
cáliz. Después se distribuye a los fieles el pan no consagrado y otros
alimentos. Este último acto une a todos en una gran familia.
Tales
son los contornos de la liturgia de San Juan Crisóstomo, encaminados todos
ellos a lograr el fin supremo de la Iglesia a los ojos del Oriente Cristiano es
alabar y bendecir al Creador. Esta venerable celebración y otras Misas de las
demás Iglesias Orientales conservan elementos de los primeros siglos cristianos
y reviven ante los ojos contemplativos de los fieles orientales los pasajes más
bellos del Apocalipsis de San Juan.
La Liturgia
Divina de los Orientales, celebrada en una catedral o en los templos rurales,
mantiene siempre esa mezcla de solemnidad y de recogimiento, de espontaneidad y
de misterio, de temor y de confianza infantil. Porque la Eucaristía para los
orientales es ante todo la Puerta del Cielo que conduce a un mundo más allá del
espacio y del tiempo y que con su paz, su belleza y su santidad hace saborear a
los fieles piadosos la vida eterna en la existencia terrena.
Nicolás
Zernov nos describe la impresión que causó la Misa del Oriente Cristiano a un
cristiano occidental. Tal vez será la mejor manera de cerrar este apartado,
citándola:
“Entras
en la Iglesia y no tienes posición fija. Eres un visitante transitorio, libre
para postrarte cuando te mueva el Espíritu, sin suscitar ninguna observación.
Tal vez estás allí para asistir sólo a una parte de un largo servicio, y esta
es la escena de la verdadera relación de nuestros pequeños actos espasmódicos
de atención y el culto eterno ofrecido por siempre en los cielos. Ante ti se
divide la iglesia en dos por la Iconostasis. Detrás de esa pantalla están
representados los misterios celestiales. Las puertas reales revelan y ocultan a
la vez las acciones de ese otro mundo. Desde la pantalla te miran las caras de
humanos compañeros de culto, de verdaderos compañeros de culto nuestros, pero
que ascendieron ya de nuestro estado pasajero, los Santos, los hermanos mayores
que están con Cristo. Y las imágenes de estos precursores están colocadas bajo
la figura del Crucificado que unifica a toda la familia en el cielo y en la
tierra. La pantalla con el mensaje de la Encarnación no llega al techo de la
iglesia Por encima de ella, en el ábside o cúpula, hay figuras menos
terrenales, solemnes, silenciosas, con un fondo tal vez de oro puro, omitidos
todos los rasgos de enojo, como si mirasen desde una eternidad desapasionada.
En lo más elevado está la figura de Cristo, el Todopoderoso dirigente de los
siglos, Señor no sólo del mundo humano, sino también de todos los mundos. Por debajo
de Él están los ángeles y los hombres en un maravilloso orden, absortos en un
acto eterno de veneración. Bajo semejante pantalla se representa el drama de la
Eucaristía. El servicio expone en verdad la muerte del Señor desde el punto de
vista de su triunfo celestial, recordando siempre que el Cordero de Dios se
viene matando desde la fundación del mundo y sin embargo continúa siendo la
fuente de la vida. Al partir el pan el sacerdote ha de decir: “Inmolado y
distribuido es el Cordero de Dios, Hijo del Padre que es descuartizado pero no
dividido, siempre comido y nunca consumido y que santifica a los que participan
en él”.
“En
el gran retablo de Van Eyck de Gante el Cordero Celestial se ve rodeado de su
pueblo: reyes, obispos, caballeros, comerciantes, ermitaños y el resto; y para
todos fluye la vida corriente de su gracia celestial. En la liturgia ortodoxa
el cuadro es realidad. Al Cordero Celestial, central y entronizado, se le pide
por todas las clases y condiciones de hombres que existen ahora en la tierra,
por reyes y gobernantes, por los que viajan y sufren, y por la ciudad y
congregación allí presente y se hace un memorial de los que veneran con
nosotros más allá del velo santo mencionados por sus nombres o de los difuntos
cuya memoria celebramos” (Zernov pág. 287-288)
...
Referencia bibliográfica: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J. "La Misa en la religión del pueblo", Lima, 1983.
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