P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Ecles 1,2:2,21-23, S 94; Col 3,1-5.9-11; Lc 12,13-21
La primera parte de este evangelio, la
del joven que pide el arbitraje del Maestro en el conflicto hereditario que
tiene con su hermano, no se suele comentar mucho. Y, sin embargo, es bien
interesante.
Es conocido que el evangelio según San
Lucas pone una particular atención en cuanto a los pobres y en el uso del
dinero. Lucas acompaña a Pablo desde su segundo viaje. En el Concilio de
Jerusalén se pidió a Pablo que se acordase de los pobres de esa ciudad y él
mismo dice (y la segunda carta a los Corintios lo demuestra) que lo tomó bien
en serio; las comunidades evangelizadas por Pablo, a las que mira Lucas en
primer plano, parece que estaban formadas de gente libre asalariada y que
gozaban de una cierta autonomía económica (digamos holgura relativa); Lucas
dedica su obra a Teófilo, un cristiano en buena posición social y económica.
Son indicios que justifican el énfasis especial en Lucas del mensaje de Jesús
sobre los pobres, el uso de las riquezas y la limosna.
La petición de aquel hombre entraba
dentro de las costumbres judías del tiempo: Se acude al rabino para que medie
en un conflicto. La respuesta de Jesús es bien seca. Incluso rechaza la petición más drásticamente que en “den al
César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Lc 20,25). Jesús no quiere
entrar de ningún modo en tales problemas: “Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o
árbitro entre vosotros?”. Probablemente la respuesta de Jesús en un pueblo muy
religioso extrañó. También hoy se pide muchas veces a la Iglesia que entre a
dirimir contiendas sobre asuntos de justicia económica o política. Se suele
justificar la petición en que es una cuestión de justicia.
No es que carezcan de importancia
moral. La tienen. Pero no fundó Jesucristo su Iglesia para que organizase la
vida política y social. “Mi Reino no es de este mundo”, dijo Jesús a Pilatos. Cristo
fundó su Iglesia para hacer llegar su mensaje y sus medios de salvación, los
sacramentos, a todos los hombres, para que su mensaje llegue a todos los
hombres, se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Para realizar este
fin tiene el poder necesario, que Cristo mismo le ha dado; pero no ha recibido
poder ni tiene responsabilidad para organizar la convivencia social en este
mundo. Para eso está el Estado, que nace del dinamismo social del hombre y de
su deseo natural de progreso creciente, con que Dios ha creado al hombre.
Hay que tener las ideas claras. No es
que los actos de la vida política o económica carezcan de importancia en orden
a la salvación eterna. Dios no es enemigo del Estado. La enseñanza de la
Iglesia sobre él es que es un bien necesario y exigido por la naturaleza
humana. El Estado es un bien muy importante; pero es un bien de este mundo. Jesús
condena la ambición tanto del joven como del rico propietario. No todo vale en
la vida económica, política y social. Un seguidor de Cristo no puede hacer de
la riqueza y del poder social y político el norte primero de su vida. Por eso
la Iglesia, como lo hizo Cristo, debe amonestar y advertir a los hombres que
las riquezas son peligrosas para la salvación, endurecen el corazón para con el
prójimo y traen la tentación de prescindir de Dios como de algo innecesario. Y
también que el ejercicio del poder político está sujeto a la moral, a la
justicia natural, a la búsqueda del Bien
común y a la observancia de las leyes necesarias para su logro. Un católico
debe saber que toda autoridad, tanto religiosa como empresarial o política, es
un servicio. Es inmoral usarla para ventaja propia. Debe estar orientada a
conseguir crear las condiciones para que todos los que pertenecen al grupo
puedan participar de modo equitativo de los frutos del esfuerzo común.
La Iglesia agradece a los hombres y
mujeres católicos que están metidos en la vida política. Pero tiene la
sensación de que no son suficientes en número, de que deberían ser más. La
Iglesia ha llamado en la reunión de Obispos de Aparecida para que los
sacerdotes estén más dispuestos a acompañar con su ayuda sacerdotal a los
laicos comprometidos en la vida política; porque con frecuencia éstos se
encuentran con problemas moralmente difíciles, tironeados por presiones poco
claras y aun deshonestas.
Por fin les planteo a todos una
cuestión no tan fácil, pero creo que importante. Tengo la impresión de que en
los eventos electorales los valores morales y religiosos no pesan lo
suficiente. Cristo dijo que “son pocos los que se salvan” y ese hecho tal vez
sea una confirmación. Pero los que estamos aquí, cuando lleguen tales
situaciones, seamos consecuentes con el valor que damos a la fe. Para
decidirnos tomemos en consideración los valores morales y religiosos de cada
candidato. El que no lo hace así, creo que carece del derecho a lamentarse
cuando sea víctima del abuso, la inmoralidad y la injusticia.
Jesús aclara su postura con una
parábola. Al protagonista solo le interesa hacerse rico. Pero ha cometido una
estupidez. Nada de aquí llevaremos al otro mundo. Pero la caridad con Dios y el
prójimo, el esfuerzo en la justicia y el bien, nos asegura una eternidad
bienaventurada. Que en todas las cosas nos conceda Dios servirle haciendo su
voluntad, como lo hizo la Virgen María, nuestra Madre.
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