Espiritualidad Matrimonial - 2º Parte

P. Vicente Gallo, S.J.


2. Necesidad de la oración

Ya un Salmo del Antiguo Testamento proclama: “Si el Señor no construye la casa, en vano se afanan los que la edifican; si el Señor no guarda la Ciudad, en vano vigilan los centinelas” (Sal 127). Y es Jesucristo, en quien nosotros creemos, el que enseña, como necesidad inapelable, que acudamos a Dios con nuestra plegarias, diciéndonos: “Si vosotros siendo malos sabéis dar cosas buenas a los hijos, cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quien se lo pidiere” (Lc 11, 13).

Nos enseñó igualmente que sin él no podemos hacer nada (Jn 15, 5). Para enviar a los suyos a ser sus testigos en el mundo entero, en medio de las resistencias y obstáculos que habían de encontrar, les manda que permanezcan en oración hasta ser revestidos de la fuerza de lo alto mediante el Espíritu Santo prometido por el Padre (Lc 24, 49; Hch 1, 4). Porque el Espíritu Santo les recordaría todo lo que Jesús había enseñado (Jn 14, 26), y ese mismo Espíritu pondría en sus labios lo que deberán decir (Lc 12, 12). Además, para expulsar las fuerzas del Maligno sólo podrán hacerlo mediante la oración y el ayuno (Mc 9, 29; lo mismo que para no caer en la tentación (Lc 22, 46).

En el apostolado de todos los Movimientos actuales, quizás se trabaja mucho y con métodos muy estudiados; pero es general tener que lamentar el poco fruto que se cosecha. Sin duda, la razón es que deberíamos reconocer que, trabajando mucho y muy inteligentemente, lo que falta es mucha más oración: “Ni el que planta ni el que riega son algo, sino el Señor que hace fructificar” (1Co 3, 7). San Pablo no sólo oraba él, sino que pedía a sus fieles que colaborasen con su trabajo orando por él para fructificar y para superar tantas penalidades (Rm 15, 30; 2Co 1, 11; Col 4, 3; etc); y que fuesen perseverantes en la oración por ellos mismos (Rm 12, 12; Ef 6, 18; 1Ts 5, 17; etc).

El Rosario es un modo excelente de orar, muy fácil y recomendado para hacerlo en familia. Pensando en un Misterio de la Vida de Cristo, se reza el “Padre nuestro”, mas diez veces la súplica a la Virgen, con las alabanzas del ángel y de la Iglesia, para añadir “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte”. Rezando, por ejemplo, un denario por el amor de la pareja; otro, por los hijos; otro, porque no les falte el trabajo; otro porque tengan salud; y otro, por los difuntos de la familia. Así pueden rezarse muchos otros denarios, hasta veinte que están señalados, en cada uno pidiendo por una intención importante de tantas como se pueden encontrar.

Pero la oración en la que decimos que, como creyentes, hemos de ser perseverantes, no es sólo la oración de súplica. Es también la acción de gracias (Flp 4, 6), por tantos beneficios naturales y sobrenaturales recibidos de Dios, que se nos pasan sin agradecerlos, y que a Dios le duele mucho la ingratitud nuestra por ellos (Lc 17, 18). El modo de darle gracias a Dios debe ser reconocer el beneficio recibido, para, de nuestra parte, darle lo que nosotros podamos, comenzando por el debido poner a su servicio cada beneficio que reconocemos.

Otro modo de orar es pedir perdón a Dios por nuestros errores y pecados. Reconociendo cada falta cometida, acudir confiados a Cristo como Redentor, que cargó con nuestros pecados (Col 2, 14); y tratar de convertirnos a ser, con Jesucristo, fieles hijos de Dios (Ga 4, 6), dignos de ser la Iglesia “sin mancha, ni arruga ni cosa semejante, sino santa e inmaculada”, como ha de ser la Esposa del Santo Jesucristo. “Si pecamos, tenemos a uno que abogue ante el Padre, a Jesucristo el Justo; él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros sino por los del mundo entero” (1Jn 2, 1-2).

Y otro modo de orar, que ha de ser el primero, es de alabanza. Rindiendo nuestra adoración al que es Señor absoluto de todo y nuestro también. Adorándole y alabándole desde nuestra condición de seres racionales, conscientes, responsables, a semejanza del Creador. Venerándole debidamente con el amor de hijos honrando a tal Padre, unidos a Jesucristo. Adorándole y alabándole en nombre de todas las otras creaturas, que Dios las hizo para nosotros los hombres (Gn 1, 28-30), pero que, no teniendo inteligencia, nosotros somos esa inteligencia suya y ese corazón con los que todas las demás cosas reconozcan a su Señor y le adoren y alaben por medio nuestro. “En toda ocasión presentad a Dios vuestras peticiones, con oraciones y súplicas, con cánticos de acción de gracias” (Flp 4, 7).



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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.



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