Homilías - Ante el Señor de la vida y de la muerte - Domingo 13° T.O. (B)



P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Sb 1,13-15; 2,23-24; S. 29; 2Cor 8,7.9.13-15; Mc 5,21-43


En las lecturas del tiempo ordinario el tema elegido por la Iglesia se indica en la 1ª lectura, del Antiguo Testamento, y el evangelio. La segunda es una lectura continuada de alguna carta del Nuevo Testamento y el asunto no coincide normalmente con el de las otras lecturas.

Hoy se nos plantea el problema de la muerte. La muerte en la escritura es el ejemplo de un misterio que Dios va revelando poco a poco. ¡Qué frágil es la vida! Porque la muerte es un destino universal. Y todo parece acabar con la muerte. Es un viaje sin retorno (cfr. Jb 10,21-22), Dios mismo olvida a los muertos (cfr. S.88,6). Sin embargo como sucede en otros pueblos, hay algo que sugiere que algo queda y se da culto a los muertos. La piedad hacia los difuntos se va arraigando fuerte en el pueblo de Israel.

Poco a poco el sentido religioso intuye que la muerte es un castigo por el pecado (cfr. Jb 18,5-21; Gen 2,17; 3,19), como aparece en la primera lectura de hoy: “Dios no hizo la muerte (…) Dios creó al hombre incorruptible. Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen”. Porque sólo Dios puede salvar de la muerte.

Es en época tardía, ya cerca de la llegada de Jesús, cuando la revelación clarifica el misterio de la muerte a los fieles de Dios. Isaías anuncia que con la llegada del Mesías Dios “consumirá a la muerte definitivamente” (25,8) y Daniel dice: “Los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno” (Dan 12,2). Los siete hermanos Macabeos tienen muy clara la futura resurrección y también Judas Macabeo (cfr. 2Mc 7,9.14.23.33; 12,43-45).

Este proceso culmina con la muerte de Cristo. En la providencia del Padre está que ha de anular los efectos del pecado. El pecado comenzó con la desobediencia de Adán, y aumentó con todas las demás transgresiones de los mandatos de Dios, que el Señor puso claros en la conciencia de cada persona. Muchos fueron los pecados de la humanidad entera; pero la obediencia de Cristo fue total, hasta la muerte y a su dignidad y pureza no se le puede poner tacha alguna. Las expresiones reveladas, expresando que Cristo pagó por nuestros pecados, son constantes en la Escritura y se manifiestan con expresividad y búsqueda tenaz de plasticidad de modo que impresionen y hagan caer en la cuenta que lo afirmado es real, no mero modo de hablar más o menos literario. Así Rm 5,19 y 2Cor 5,21: “Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos”; “a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él”.

Pero, habiendo muerto Jesús, ha resucitado con una nueva vida, que ya no muere más y se sienta a la derecha del Padre. Cuando hablamos de Jesús estamos indicando a la segunda persona de la Trinidad, al Hijo, que tiene la misma naturaleza divina que el Padre y el Espíritu Santo y, además, la naturaleza propia del hombre, con cuerpo y alma humanos, que asumió en el seno de María, murió en la cruz y resucitó. Con Él un hombre, el hombre, ha subido al cielo y está dotado de un poder superior al de los ángeles, por encima de toda criatura en el cielo y en la tierra.

Es claro, pues, que, habiendo muerto Cristo por nuestros pecados, éstos nos los perdona el Padre gracias a sus méritos. Porque Cristo, hecho cabeza de la humanidad, tiene la misión de transmitirnos el fruto de su obra. Pero, siendo nosotros personas libres y, debiendo como tales obtener el fin supremo de nuestra existencia de un modo conforme a nuestra naturaleza libre, nuestra salvación debe hacerse con un acto libre. Sólo así, creyendo libremente y arrepintiéndose de sus pecados (que también es un acto libre), el hombre se incorpora la obra de Cristo.

De esta forma se ve que todo lo de Cristo, nuestra cabeza es para que nos lo incorporemos y de esa forma realicemos nuestro destino, que es estar con Cristo por toda la eternidad. Hemos de morir, pero, como para Cristo, nuestro destino final no es la desaparición, sino la resurrección y la gloria con Cristo por toda la eternidad.

Esto es parte integrante de nuestra fe. Esto ya ha comenzado. Ya lo expliqué en otras ocasiones. Por el bautismo se incorpora la muerte de Cristo, se muere con Cristo, y se resucita con Cristo, es decir se incorpora la vida de Cristo resucitado, eso que la teología llama “gracia santificante”. Y se dice de otra forma con la afirmación de que se nos perdonan los pecados y se recibe el Espíritu Santo, que nos hace santos. Por eso la Escritura no afirma meramente que el cristiano se salvará, sino que “están ustedes salvados” (cfr. Ef 2,8; Col 3,1.)
En este evangelio quiere, sí, San Marcos (es decir Pedro, como ya explicamos) mostrar a Jesús Dios y Señor de la enfermedad y la salud, la vida y la muerte. Dios y Señor de la vida y de la muerte ha venido y está entre nosotros.

Ahora comprendemos lo de Pablo, refiriéndose a la resurrección de Cristo: “Si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos entre ustedes que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe (…) Porque, si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, la fe de ustedes es vana; están todavía con sus pecados. Y entonces también los que ya durmieron en Cristo, perecieron. Y, si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más desgraciados de todos los hombres! ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron. Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1Cor 15,12-21).

Por la fe Jesús curó a la hemorroísa, la fe es lo que pidió Jesús a aquellos padres para resucitar a su hija; la fe, cada domingo la misa es ante todo un ejercicio de la fe: Creo, Señor. Ayúdame. Que mi vida tiene un sentido. Que no lo pierda nunca. Que en el momento de la muerte, no me arrepienta de haber vivido ni de cómo he vivido, que muera contigo para resucitar contigo.



Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.

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P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog



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