Bertrand de Margerie S.J.
Ricoeur mostró que ciertos símbolos ponen nuestros pasados, nuestra infancia misma, como nuestro presente al servicio de nuestra búsqueda de beatitud(1). Para el teólogo Charles Bernard,(2) las oportunidades del simbolismo en espiritualidad residen, ante todo, en sus potencialidades de expresión y de intregración. Ya en el siglo IV, un autor neo platónico, Jamblico decía: “El poder inexplicable de los símbolos nos permite acceder a las cosas divinas”. Hemos visto en el capítulo precedente la importancia del simbolismo en el culto al Corazón de Jesús, lo que nos prepara a precisar su rol terapéutico.
En el conjunto, moralmente unánime, de las culturas humanas, el corazón no connota y no simboliza la interioridad de la persona humana si no connota a la vez al pecado(3), el sufrimiento y la compasión. El Corazón traspasado de Jesús, manifestando su amor herido, evoca al pecado del mundo expiado por Él en su compasión por los pecadores. Simboliza inseparablemente la acción –voluntaria – de su oblación espiritual, como la Pasión amante que ofreció al Padre en expiación por nuestros pecados, lo mismo que su plenitud decompasión hacia nosotros pecadores. Jesús hace suyas las heridas sufridas por los hombres pecadores. Las resumió conociendo y amando a sus hermanos.
Esta universal encarnación psicológica(4) esta, de hecho, ligada con la inhumación ontológica y física. En las profundidades de su Corazón amante, Jesús, durante su Agonía y su Pasión, transfiguró y transformó las heridas infligidas a los corazones humanos por el odio, en el curso de la historia, en una oblación sacrificial.
Mediante la Encarnación, Dios se revela. El Concilio Vaticano II, profundizó magníficamente nuestro comprensión de la Revelación precisando que Dios se comunicó, no solamente en palabras, sino también en actos(5). Prolonguemos este pensamiento, reconociendo que de hecho las palabras y las acciones de Cristo pre-pascual habrían sido inútiles para su obra de Revelador sin sus sufrimientos físicos y sobre todo morales. La pasión de Jesús es la modalidad suprema de su revelación. Crux Christi, suprema cátedra Revelatoris.
La Cruz de Cristo reveló a los seres humanos, a menudo odiosos y desventurados, que el eterno, bienaventurado e impasible Hijo de Dios pudo, quiso sufrir efectivamente en su interioridad humana para manifestar su amor. Especialmente en su Corazón traspasado y como Señor crucificado, Jesucristo es, siguiendo la expresión de Vaticano II, la plenitud de la Revelación(6).
La conciencia moral del Corazón de Jesús suscita la adhesión a su Mensaje, iluminando y unificando las libertades humanas en la elaboración de sus “proyectos de vida”.
A través de su amor sensible, especialmente, el Corazón de Jesús transfigura la vía purgativa. Porque el culto ofrecido a s Corazón sitúa la lucha contra las tentaciones, los vicios y los pecados en el horizonte de una reparación amante, de un amor desinteresado y lleno de gratitud respecto del salvador. Ayuda a percibir los valores contenidos en la mortificación y la abnegación. Jesús es visto como inseparablemente Creador, Modelo, Mediador, Intercesor, Abogado, Juez, Remunerador y Salvador. La contemplación de su Justicia y de sus exigencias de Legislador jamás ha estado separada de su divina ternura, misericordia y Bondad: “Considera pues la bondad y la severidad de Dios; severidad hacia aquellos que han caído, y hacia ti bondad, en tanto permanezcas en esa bondad” (Rm 11, 2).
En esta vía purgativa, un rol especial es reservado a las imágenes del Corazón de Cristo, que es la Imagen por excelencia de la Bondad del Padre invisible (Col 1, 15). Las imágenes prolongan y manifiestan, de acuerdo a la doctrina católica, la Encarnación del Verbo-Hijo-Imagen con miras a la Redención de las imágenes humanas convertidas en desemejantes(7). Las imágenes del Corazón coronado par las espinas de nuestros pecados, llevando en sí mismo, desde su concepción, la cruz de nuestra salvación, plantada en su profundidad humana y divina, nos recuerdan constantemente el pensamiento de Pablo: “Me amó y se entregó por mí” (Ga 2, 20), es decir, me amó de un modo sensible y sufriente.
Espinas, cruz, Corazón traspasado: símbolos que ayudan al bautizado a ser siempre más plenamente imagen semejante de la única Imagen. Facilitan al psiquismo superior el señorío sobre la angustia causada por la perspectiva de las consecuencias futuras de los pecados pasados. Esa imágenes recuerdan a nuestras imaginaciones, pero también a nuestras inteligencias que nuestro Dios es un Dios “de ternura y de gracias, que castiga la falta hasta la tercera y cuarta generación” (Ex 34, 6 sq). Si sus castigos sugieren lo serio del pecado, su misericordia indefinida manifiesta, especialmente, su paciencia infinita.
Mostrándonos el Corazón traspasado y sufriente de Cristo, esas imágenes abren a nuestros corazones a una lucha amante y eficaz contra nuestros vicios y nos preparan a recibir el beneficio de su Perdón y de su acción a través del Sacramento de la Reconciliación penitente, especialmente por medio de la Hora Santa de Compasión a su Agonía (Cf. Mt 26, 4: “No han podido velar una hora conmigo”). Mediante ese Sacramento y esas imágenes, el Corazón del Sanador de la humanidad cura los recuerdos heridos e hirientes de nuestras infancias y aun del conjunto de nuestras vidas.
De manera semejante, el culto privado y público del Corazón de Dios hecho hombre transfigura nuestro ejercicio de las virtudes morales, iluminadas por su actuar y por sus ejemplos. Él mismo es la vía que ilumina nuestro caminar virtuoso hacia el Padre y hacia la imitación de sus perfecciones: la Vía luminosa e iluminadora.
El culto tributado al amor humano y divino de Jesús por el mundo fortifica sin cesar el coraje necesario para mantener y cumplir el “proyecto espiritual”(8) en el contexto de las heridas infligidas al hombre moderno por una civilización industrial y post industrial que tiende a despersonalizarlo y a alienarlo, reduciéndolo al nivel de un objeto de mercancía.
El culto del Corazón de Cristo viene aquí en auxilio de la persona, ayudándolo a cultivar su propia identidad: el “Yo” humano es un sujeto que ha sido amado en su pasado, es actualmente amado y sabe que lo será por Aquél cuyo amor domina y unifica el pasado, el presente y el futuro. La permanente y creciente consciencia de estar envuelto por este Amor trascendente facilita la imitación de las virtudes que Él mismo ejerció durante su vida terrestre, inclusive que hasta el pasado tiende a sumergir el pasado. Porque el sujeto humano encuentra en su relación con el Corazón de Cristo la fuerza y el dinamismo queridos para preparar y desafiar el porvenir. Ve en Él un maestro de confianza y de amor audaz.
En esta vía iluminativa, la imitación de Cristo es inseparablemente testimonio rendido a Cristo, bajo la influencia del Espíritu de Verdad y de las gracias sacramentales de la confirmación. Por medio de ellas, el Espíritu del Corazón de Jesús habla de Él, actúa por Él, suscita el deseo de ofrecerle los sufrimientos y las alegrías de la vida cotidiana.
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1 Cf. P. Ricoeur, De l’interpretation, París 1965, p. 478: “los mismos símbolos son portadores de dos vectores; representan nuestra infancia, exploran nuestra vida adulta. Sumergiéndose en nuestra infancia y haciéndola revivir sobre el modo onírico es que representan el proyecto de nuestras posibilidades propias sobre el registro de lo imaginario. Esos símbolos auténticos son regresivos-progresivos.”
2 Ver C. Bernard, “La fonction symbolique en espiritualité”, Nouvelle Revue Théologique., 95 (1973), 1119-1136, especialmente 1131-1135; del mismo autor, Théologie affective, París, 1984, Ch. VII.
3 Cf. Mc. 7,6 y 21 -22; VTB, art. coeur
4 J.M. Le Blond, “Influence de la Réparation… sur la vie psychique de l ‘homme”, Cor Jesús, Roma, 1959, t. II, P. 369. “La atención cristiana pasó de la admiración delante de la encarnación ontológica a la encarnación psicológica”, del cuerpo físico a las emociones de Cristo
5 Vaticano II, constitución, dei verbum §2.
6 Ibid; cf Hc XXXX1, 1-2.
7 Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología I, 34 y 35.
8 C. Bernard, Le projet spirituel, Université Grégorienne, Roma, 1970.
Traducido del francés por José Gálvez Krüger para ACI Prensa
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