Lecturas: Hch 4,32-35;S.117; 1Jn5,1-6; Jn 20,19-31.
El domingo pasado hablé sobre la experiencia de Jesús resucitado. Expuse su necesidad, posibilidad y lugares u oportunidades que teníamos para ella. El evangelio de hoy nos plantea claramente el tema de la fe. San Juan es el autor del Nuevo Testamento que habla más de la fe. Está unido con el de la experiencia de Dios. Para que dos personas se comuniquen a fondo necesitan tenerse fe; nadie manifiesta su interior en quien no confía. Experiencia de Dios es entrar en el interior de Dios y dejar a Dios que entre en el mío y se apodere de él. Sin fe esto no es posible.
El evangelio nos narra dos apariciones. En la primera, noche del día mismo de resurrección, están presentes prácticamente todos los amigos de Jesús; pero hay uno que falta: Tomás. Jesús se ha aparecido a Pedro y todos creen que es verdad que ha resucitado. En la segunda, en el mismo lugar y una semana más tarde, están los mismos y además Tomás. Jesús acepta sus condiciones para creer y Tomás cree; pero Jesús cierra la aparición con un mensaje clave para nosotros: “Dichosos los que crean sin haber visto”.
El hombre tiene dos modos fundamentales de conocer: uno por experiencia y otro por fe. La experiencia siempre es mía, es propia, es la de mi ojo, oído, dolor, alegría. Por fe conozco lo que otro me comunica. Hay también otra fuente de conocimiento: partiendo de lo que conozco por fe o por experiencia, razonando con lógica, puedo conocer otras muchas cosas. Lo que digo es claro, obvio y evidente. A poco que reflexionemos, nos damos cuenta de que la inmensa mayoría de nuestros conocimientos son de fe. Por sola fe creemos no sólo que nuestros padres son nuestros padres, sino a los profesores, a los medios de comunicación, prácticamente a todo el mundo. Sin fe la vida social, la vida económica y aun la misma vida humana serían imposibles. Conviene darse cuenta de esto y de la aberración intelectual que supone eso de: ver para creer.
Lo dicho se refiere a la fe humana. Creemos en el testimonio de otros hombres. Pero como Dios se ha comunicado con el hombre (digámoslo más claro: ha hablado y habla al hombre), ese creer en lo que Dios me comunica es una fe divina. Esta fe divina me hace conocer cosas para mí imposibles de saber o de saberlas con la seguridad debida o de saber que Dios las considera importantes.
Pero hay más. Los que han sido profesores saben que hay alumnos con capacidad intelectual limitada, que, por mucho que se esfuercen, no son capaces de entender ciertas verdades y menos de demostrarlas. En la fe divina esto ocurre con todos los humanos. Ninguno es capaz de ver ni de aceptar las verdades que Dios nos manifiesta sin el complemento de una ayuda especial suya, la gracia sobrenatural. A esta gracia sobrenatural, que el mismo Dios nos da para que creamos, no tenemos nombre mejor que darle que el de la fe. Esta gracia de la fe puede ser para hacer posible el acto de fe del que aún no cree y así pueda decirle a Dios desde lo más interno de su ser: sí, creo, Señor. Es la gracia que recibe Pablo a las puertas de Damasco y que le hace exclamar: “¿Qué quieres que haga?” (Hch 22,10).
Pero además está la gracia permanente de la virtud de la fe, también sobrenatural, que se recibe en el sacramento del bautismo y que facilita ulteriores actos de fe, facilita que el cristiano, aun siendo niño, crea de modo sobrenatural (por eso, entre otras razones, es tan importante el bautismo de los niños recién nacidos). Cuando ese niño escucha la catequesis del contenido de la fe, cuando nosotros venimos a misa, leemos o escuchamos la palabra de Dios, etc., la virtud de la fe está actuando para entender y aun para que nos guste lo que oímos o hacemos.
Como toda virtud o capacidad de obrar, incluso natural, esta fe crece practicándola. La misa dominical, la oración, la limosna, el ayuno, la mortificación para superar defectos o practicar la caridad, el perdón, etc. son actos que aumentan la fe y nos hacen más capaces de obrar según ella más y mejor.
Tomás no estaba el primer día con los otros, no tuvo la experiencia de ver a Jesús y no creyó. El conjunto de todo aquel grupo, que cree ya que Jesús ha resucitado porque se lo ha dicho Pedro, al que ya se apareció Jesús, representa a la Iglesia. Tomás no estaba allí. Este hecho nos dice que la Iglesia es el lugar privilegiado para tener la experiencia de Jesús resucitado. Estar con la Iglesia se hace, cierto, en la misa dominical, pero también es escuchar su explicación del Evangelio, seguir sus orientaciones teológicas y morales, orar por ella, colaborar en su obra, confiar en ella, etc. Haciendo todo esto con fe tan grande como podamos, la iremos aumentando todavía más casi sin darnos cuenta. Esta es la fe que da vida a todos nuestros actos, incluso los religiosos como la misa o la oración. De nosotros precisamente dijo Jesús en este domingo: “Dichosos los que crean sin haber visto”.
Es lo que se verifica de modo maravilloso en el sacramento de la penitencia o perdón de los pecados. Hoy, domingo 2º de la Pascua de Resurrección, quiere la Iglesia que lo celebremos como el Domingo de la Misericordia Divina. “Como el Padre me ha enviado, así también les envío yo. A quien ustedes perdonen los pecados les quedan perdonados, a quienes se los retengan les quedan retenidos”. Lo ha dicho Dios. Ni la Iglesia ni ningún sacerdote perdona los pecados porque a él o a la gente se le haya ocurrido. Perdona porque Jesús le ha dado ese poder, que es naturalmente para que lo ejerza. Es cuestión de fe. Quien arrepentido de sus pecados, es decir con la decisión de poner los medios necesarios para no cometerlos en el futuro, los ha confesado, sabe, es decir conoce con certeza que ha sido perdonado. No se trata del alivio que se pueda tener por decirlo a otra persona, como al psicólogo, o por un mecanismo de autosugestión; se trata de la fe. Sabemos porque creemos. He confesado mis pecados sinceramente y arrepentido; la fe me dice que esos pecados para Dios han desaparecido, no existen más. Y aunque mi natural debilidad psicológica me haga temer, “Dios está por encima de nuestra conciencia y conoce todo” (1Jn 3,20) y no nos fundamos en nuestra conciencia sino en la fe .
Qué grande es la Misericordia de Dios. Entre las verdades que Dios nos ha revelado, es la de su Misericordia infinita aquella que ocupa el primer lugar. Hoy la Iglesia concede indulgencia plenaria a quien, visitando cualquier iglesia, con espíritu lejos de todo afecto de pecado incluso venial, al menos rece en presencia del Santísimo Sacramento de la Eucaristía el Padrenuestro y el Credo añadiendo una invocación a Jesús misericordioso (por ejemplo, “Jesús misericordioso, confío en Ti”).
Creamos y creamos en que el Señor es bueno y que es eterna su misericordia.
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