Lecturas:; Is 5,1-7; S. 79; Flp 4,6-9; Mt 21,33-43
Cristo nuestra paz
Cristo nuestra paz
Homilía por el P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
El texto de la carta de San Pablo a los Filipenses, que se lee estos domingos, da un salto largo hasta el capítulo final. Tras recomendar con énfasis la alegría, recordando que “el Señor está cerca”, recomienda esforzarse por la paz. Se trata en primer lugar de la paz interior, de la paz del corazón, que es base para tenerla con los demás. “Que nada los angustie; al contrario en cualquier situación presenten sus deseos a Dios, orando, suplicando y dando gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará sus corazones y sus pensamientos por medio de Cristo Jesús”. Vamos a reflexionar, con la ayuda del Espíritu Santo, sobre esta paz del corazón, de la que brota la paz con los demás.
Ya el profeta Isaías anuncia a Cristo como “príncipe de la paz”. Cuando Jesús vino al mundo el primer anuncio fue de gozo y paz: “Les anuncio un gran gozo” –dice el ángel a los pastores–. “En la tierra paz a los hombres por la buena voluntad de Dios” –cantan los ángeles–. También había cantado, lleno del Espíritu Santo, el padre de Juan el Bautista, que Jesús venía para “guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1,79). Se lo dijo también Jesús a sus amigos cuando iba a la pasión: “Mi paz les dejo, mi paz les doy” (Jn 14,27) y de nuevo el domingo de resurrección: “La paz sea con ustedes” (Jn 20,19). Se trata de “la paz de Dios”, de la paz de Cristo, de una paz sobrenatural, que es un fruto de la presencia y acción del Espíritu Santo, que proviene y da Dios, al que en el mismo texto se designa como “el Dios de la paz”. El mismo Pablo identifica en la carta a los Efesios a Cristo con la paz: “Él es nuestra paz” (Ef 2,14).
Hay una paz natural. Proviene de bienes naturales: la buena salud, una situación económica suficiente, la carencia de ambiciones inalcanzables, una familia unida y serena, los buenos amigos, el aprecio de los demás y el buen nombre, un futuro tranquilo y no amenazado. Esta paz es buena, pero tiene una buena dosis de inseguridad. Es exterior, no responde al mérito ni al valor moral de las personas, con frecuencia es en el fondo inestable y a veces fingida.
La de Cristo es interior, brota dentro de sí mismo, es la paz consigo mismo; y al mismo tiempo exterior, con los demás. Puede y suele haber relación entre ambas, pero pueden estar en contradicción. Es claro que aquí debemos hablar de ésta, de la sobrenatural, que para la persona de fe, siempre es posible con la gracia de Dios y Dios quiere concederla.
San Ignacio de Loyola, que se ha expresado con gran luz sobre esto, piensa que en las personas convertidas, que han dado el paso decisivo, que han salido de una situación normal de pecado, que van progresando en la virtud, según la fórmula que él mismo emplea: “que van de bien en mejor subiendo”, en estas personas el Espíritu Santo actúa con frecuencia sensiblemente, es decir que la persona lo experimenta y lo puede distinguir. ¿Cómo? Porque en el alma surge “algo”, ocurre una situación de componente intelectual y afectivo, de idea y sentimiento, que puede traducirse como amor que se enciende, alegría, alivio, claridad, liberación, luz, paz: “aumento de esperanza, fe y caridad y toda alegría interna (que brota de dentro) que llama y atrae a las cosas celestiales y a la propia salvación del alma, aquietándola y pacificándola en su Criador y Señor” (E.E. 316). Esto, hermanos, es normal en la vida cristiana. Esto lo han sentido ustedes muchas veces, me atrevo a decir, y es importante que ustedes se den cuenta, para aprovechar esa luz y esa fuerza, para agradecer, para fortalecer su fe, aumentar su caridad, limpiar las legañas de sus ojos y ver a Dios en todas las cosas, en todos los acontecimientos, en todos los hermanos y bendecir, bendecir y bendecir a Dios, dándole las gracias con humildad.
¿Cómo lograrlo? San Pablo nos propone como medio eficaz primero la oración: “en cualquier situación presenten sus deseos a Dios, orando, suplicando y dando gracias”. La Iglesia en su oración oficial (la de las horas que obliga a sacerdotes y muchos religiosos) emplea mucho la oración de acción de gracias. La Eucaristía significa acción de gracias; en la misa se dan gracias en el canto del Gloria y con el prefacio, en la consagración se recuerda y hace propia la acción de gracias de Jesús, en la oración inmediata se ofrece a Dios y se agradece el sacrificio y se une el nuestro. Entonces se recibe y da la paz, que es lo mismo que hemos escuchado a Pablo: Después de haber orado, suplicado y dado gracias, “la paz de Dios (no la nuestra) custodiará sus corazones y sus pensamientos por medio de Cristo Jesús (es decir por medio de la gracia que viene de Cristo Jesús) y finalmente tengan en cuenta todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, ténganlo en cuenta. Practiquen así mismo lo que han aprendido y recibido, lo que han oído y visto en mí. Y el Dios de la paz estará con ustedes”. Es decir que con la ayuda obtenida por la oración y acción de gracias irán practicando y progresando en toda virtud, se estará abierto a los buenos ejemplos de otros, que enseñan y estimulan, y vivirán en una paz creciente.
Lo que no hay que olvidar es que esta oración tiene que ser como la de Jesús. Ante la pasión Jesús pidió que pasase de él aquel cáliz, pero que no se hiciese su voluntad sino la del Padre (Mt 26,42). El Cristo, que trae y es la paz, es, como en Pablo, el Cristo crucificado. En el dolor oren ante Cristo crucificado, como la virgen María. Ante Cristo crucificado es mucho más fácil ver que todo lo que nos ocurre es para nuestro bien (Ro 8,28) y aceptar nuestra propia cruz. En la misa el sacerdote, que representa a Cristo, despide a los fieles, para que vayan a testimoniar que Cristo está vivo y ama a los hombres, con la fórmula: “Pueden ir en paz”. La Iglesia confía en que la palabra de Dios, la oración, la ofrenda de su vida junto al sacrificio de Cristo, al pie de la cruz, el perdón obtenido del Cordero de Dios y otorgado a todo hermano, y el alimento de la víctima sacrificada hayan fortalecido al fiel para anunciar y transmitir a Cristo y su paz: “El Señor esté con ustedes. Pueden ir en paz”.
No renuncien a esto. Tómenlo en serio. Eso es vivir de la fe. Entonces cambia la vida.
El texto de la carta de San Pablo a los Filipenses, que se lee estos domingos, da un salto largo hasta el capítulo final. Tras recomendar con énfasis la alegría, recordando que “el Señor está cerca”, recomienda esforzarse por la paz. Se trata en primer lugar de la paz interior, de la paz del corazón, que es base para tenerla con los demás. “Que nada los angustie; al contrario en cualquier situación presenten sus deseos a Dios, orando, suplicando y dando gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará sus corazones y sus pensamientos por medio de Cristo Jesús”. Vamos a reflexionar, con la ayuda del Espíritu Santo, sobre esta paz del corazón, de la que brota la paz con los demás.
Ya el profeta Isaías anuncia a Cristo como “príncipe de la paz”. Cuando Jesús vino al mundo el primer anuncio fue de gozo y paz: “Les anuncio un gran gozo” –dice el ángel a los pastores–. “En la tierra paz a los hombres por la buena voluntad de Dios” –cantan los ángeles–. También había cantado, lleno del Espíritu Santo, el padre de Juan el Bautista, que Jesús venía para “guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1,79). Se lo dijo también Jesús a sus amigos cuando iba a la pasión: “Mi paz les dejo, mi paz les doy” (Jn 14,27) y de nuevo el domingo de resurrección: “La paz sea con ustedes” (Jn 20,19). Se trata de “la paz de Dios”, de la paz de Cristo, de una paz sobrenatural, que es un fruto de la presencia y acción del Espíritu Santo, que proviene y da Dios, al que en el mismo texto se designa como “el Dios de la paz”. El mismo Pablo identifica en la carta a los Efesios a Cristo con la paz: “Él es nuestra paz” (Ef 2,14).
Hay una paz natural. Proviene de bienes naturales: la buena salud, una situación económica suficiente, la carencia de ambiciones inalcanzables, una familia unida y serena, los buenos amigos, el aprecio de los demás y el buen nombre, un futuro tranquilo y no amenazado. Esta paz es buena, pero tiene una buena dosis de inseguridad. Es exterior, no responde al mérito ni al valor moral de las personas, con frecuencia es en el fondo inestable y a veces fingida.
La de Cristo es interior, brota dentro de sí mismo, es la paz consigo mismo; y al mismo tiempo exterior, con los demás. Puede y suele haber relación entre ambas, pero pueden estar en contradicción. Es claro que aquí debemos hablar de ésta, de la sobrenatural, que para la persona de fe, siempre es posible con la gracia de Dios y Dios quiere concederla.
San Ignacio de Loyola, que se ha expresado con gran luz sobre esto, piensa que en las personas convertidas, que han dado el paso decisivo, que han salido de una situación normal de pecado, que van progresando en la virtud, según la fórmula que él mismo emplea: “que van de bien en mejor subiendo”, en estas personas el Espíritu Santo actúa con frecuencia sensiblemente, es decir que la persona lo experimenta y lo puede distinguir. ¿Cómo? Porque en el alma surge “algo”, ocurre una situación de componente intelectual y afectivo, de idea y sentimiento, que puede traducirse como amor que se enciende, alegría, alivio, claridad, liberación, luz, paz: “aumento de esperanza, fe y caridad y toda alegría interna (que brota de dentro) que llama y atrae a las cosas celestiales y a la propia salvación del alma, aquietándola y pacificándola en su Criador y Señor” (E.E. 316). Esto, hermanos, es normal en la vida cristiana. Esto lo han sentido ustedes muchas veces, me atrevo a decir, y es importante que ustedes se den cuenta, para aprovechar esa luz y esa fuerza, para agradecer, para fortalecer su fe, aumentar su caridad, limpiar las legañas de sus ojos y ver a Dios en todas las cosas, en todos los acontecimientos, en todos los hermanos y bendecir, bendecir y bendecir a Dios, dándole las gracias con humildad.
¿Cómo lograrlo? San Pablo nos propone como medio eficaz primero la oración: “en cualquier situación presenten sus deseos a Dios, orando, suplicando y dando gracias”. La Iglesia en su oración oficial (la de las horas que obliga a sacerdotes y muchos religiosos) emplea mucho la oración de acción de gracias. La Eucaristía significa acción de gracias; en la misa se dan gracias en el canto del Gloria y con el prefacio, en la consagración se recuerda y hace propia la acción de gracias de Jesús, en la oración inmediata se ofrece a Dios y se agradece el sacrificio y se une el nuestro. Entonces se recibe y da la paz, que es lo mismo que hemos escuchado a Pablo: Después de haber orado, suplicado y dado gracias, “la paz de Dios (no la nuestra) custodiará sus corazones y sus pensamientos por medio de Cristo Jesús (es decir por medio de la gracia que viene de Cristo Jesús) y finalmente tengan en cuenta todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, ténganlo en cuenta. Practiquen así mismo lo que han aprendido y recibido, lo que han oído y visto en mí. Y el Dios de la paz estará con ustedes”. Es decir que con la ayuda obtenida por la oración y acción de gracias irán practicando y progresando en toda virtud, se estará abierto a los buenos ejemplos de otros, que enseñan y estimulan, y vivirán en una paz creciente.
Lo que no hay que olvidar es que esta oración tiene que ser como la de Jesús. Ante la pasión Jesús pidió que pasase de él aquel cáliz, pero que no se hiciese su voluntad sino la del Padre (Mt 26,42). El Cristo, que trae y es la paz, es, como en Pablo, el Cristo crucificado. En el dolor oren ante Cristo crucificado, como la virgen María. Ante Cristo crucificado es mucho más fácil ver que todo lo que nos ocurre es para nuestro bien (Ro 8,28) y aceptar nuestra propia cruz. En la misa el sacerdote, que representa a Cristo, despide a los fieles, para que vayan a testimoniar que Cristo está vivo y ama a los hombres, con la fórmula: “Pueden ir en paz”. La Iglesia confía en que la palabra de Dios, la oración, la ofrenda de su vida junto al sacrificio de Cristo, al pie de la cruz, el perdón obtenido del Cordero de Dios y otorgado a todo hermano, y el alimento de la víctima sacrificada hayan fortalecido al fiel para anunciar y transmitir a Cristo y su paz: “El Señor esté con ustedes. Pueden ir en paz”.
No renuncien a esto. Tómenlo en serio. Eso es vivir de la fe. Entonces cambia la vida.
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