Según la tradición cristiana que se refleja de forma clara en los
escritos del Nuevo Testamento, este infinito poder sacramental “de hacer
memoria” de la muerte y resurrección del Señor que se nos da como el alimento
de vida permanente fue conferida a sus apóstoles y sucesores. Como se trata de
un poder que pertenece a Dios y sólo a él, lo calificamos como de un orden
“jerárquico”. No otra cosa significa “jerarquía” (poder que viene de lo alto).
“Yo soy el pan que ha bajado del cielo. El
que come de este pan, vivirá siempre” (Jn 6,51).
Los obispos como los representantes y auténticos administradores de los
bienes espirituales ("depositum
fidei") que reciben desde lo alto para el servicio de la comunidad
eclesial, eligen a sus ayudantes (presbíteros) con el fin de hacerse responsables
de su tarea, la de ser “pastores” y dispensadores de aquellos bienes (“ministros”).
Por eso, el sacerdocio que vemos y conocemos es un sacerdocio ministerial. En
el sacramento de la eucaristía (misa) el ministerio (servicio) consiste en
hacernos presente hoy la muerte y resurrección de Jesús en orden a la “acción
de gracias” al Padre y a nuestra comunión en Cristo.
Pero quienes representan al Señor
por el ministerio que ejercen en su Iglesia, son hombres, no al estilo de
quienes rigen los pueblos, sino servidores por vocación recibida del Señor: “Porque no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo el
Señor, y no somos mas que servidores vuestros por amor a Jesús. (...) Pero este
tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que todos vean que una fuerza tan
extraordinaria procede de Dios y no de nosotros” (2 Cor 4,5.7). Desde sus
limitaciones se ofrece el don del cielo.
A veces se dice que la comunidad como un “pueblo de Dios” es un pueblo sacerdotal. “Vosotros, en cambio, sois linaje escogido, sacerdocio regio y nación santa, pueblo adquirido en posesión, para anunciar las grandezas del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable”(1 Pe 2,9). No es solamente en cuanto Iglesia jerárquica, fundada por Jesucristo y con los poderes de lo alto conferidos a sus apóstoles y sucesores, la Iglesia es una comunidad sacerdotal “al servicio de los siervos de Dios”, sino que todos sus miembros vivos, alimentados y en comunión con el Cristo vivo, participan de la capacidad de ofrendar sus vidas según sea el deseo de Dios, su único Señor. Esta ofrenda en Cristo se constituye en la esencia del sacerdocio cristiano. Ese morir para resucitar en los quehaceres cotidianos transforma nuestra tarea en “sacerdotal” pues hacemos presente en nosotros el misterio pascual. La vida se hace culto.
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