P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA
TEOLOGÍA DE SAN PABLO - 5° ENTREGA
11. LA JUSTIFICACIÓN POR MEDIO DE LA FE EN SU HIJO JESUCRISTO
11.1. ¿QUÉ ES LA JUSTIFICACIÓN?
Ser justificado es normalmente hacer uno que triunfe su causa sobre la de su adversario, hacer que resplandezca su derecho. Pero esto no es necesario que esto suceda delante de un tribunal ni que el adversario sea un enemigo. Querer ser justificado delante de Dios, pretender tener razón contra él parece una cosa imposible, el Salmo 143, 2 dice: “No entres en juicio con tu servidor; ningún viviente será justificado delante de Ti”. Así pues, el A T plantea la justificación del hombre pecador ante Dios como una hipótesis irrealizable. Dios es el único Justo, lo cual quiere decir que nunca le falta la razón y que nadie puede disputar con él, así nos lo recuerda Is, 29, 16: “¡Qué error el vuestro! ¿Es el alfarero como la arcilla, para que diga la obra a su hacedor: “No me ha hecho”, y la vasija diga de su alfarero: “No entiende su oficio?”.
11.2. LA JUSTIFICACIÓN EN PABLO
En la revelación del NT vemos sobre todo al apóstol Pablo que había sido educado en el legalismo judío acerca de cómo poder ser justo ante Dios cumpliendo con toda exactitud la Ley de Dios, puesto que ésta es la expresión de su voluntad y la ley está al alcance del hombre según Deut 30, 11: “Porque este mandamiento que yo te prescribo hoy no es superior a tus fuerzas, ni está fuera de tu alcance”. Basta que el hombre la observe íntegramente para que pueda presentarse delante de Dios y ser justificado.
Pablo en sus discusiones con los judíos convertidos al cristianismo tiene que aclarar a su manera que la única y verdadera justificación proviene de Jesucristo que en su pasión, muerte resurrección nos libró del poder del pecado y de la muerte eterna. Los judíos convertidos al cristianismo creían, de buena fe, que se podía conseguir la verdadera justificación ante Dios en su condición de pueblo pecador si cumplían con exactitud todo lo que mandaba la Ley como voluntad de Dios y que en el monte Sinaí fue entregada a Moisés para que el pueblo elegido cumpliera el pacto o Alianza y fuera fiel al Señor; pero la historia de Israel había demostrado muchas veces que la ley no se cumplía y una manera de reparar los pecados cometidos faltando a la ley de Dios era acudir al Templo pedir perdón por sus pecados realizando los ritos sacrificiales reparadores por los pecados, sacrificando animales, haciendo oblaciones, etc. Pero ésta fue una forma transitoria de justificar los pecados, pues en el fondo del corazón del judío ni la ley ni los ritos y sacrificios del Templo daban la verdadera justificación.
Pablo tiene que convencer a los judíos que la salvación no proviene del hombre sino sólo de Dios y la manera como Dios había pensado realizar esta justificación era enviando a su propio Hijo Jesucristo, quien muriendo en la cruz nos salvó de nuestros pecados y con su resurrección nos otorga una nueva vida. Sólo en Jesucristo hallamos la justificación, este fue el tema que Pablo desarrolla en parte de la carta a los Romanos y después en la carta a los Gálatas.
Sólo Jesucristo es el único Justo ante Dios Padre, Hech 3, 32: “A este Jesús, Dios le resucitó, de lo cual nosotros somos testigos. Así pues, exaltado por la diestra de Dios ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado; esto es lo que vosotros veis y oís”; Jesucristo fue delante de Dios exactamente lo que Dios esperaba: es el Siervo, Justo y Fiel en el que el Padre pudo complacerse Mt 3, 17: “Y una voz que salía de los cielos decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”; supo cumplir toda justicia hasta el fin y murió para que Dios fuera glorificado, es decir, para que apareciera delante del mundo con toda grandeza y su mérito, digno de todos los sacrificios y capaz de ser amado por encima de todo.
El reconocimiento de Dios por la obra realizada por Jesucristo Dios mismo lo proclamó Kyrios, es decir, Señor de todas las cosas, resucitándolo de entre los muertos y poniéndole en plena posesión del Espíritu, Filip 2, 6- 11: “El cual siendo de condición divina, no codició ser igual a Dios sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre sobre todo nombre. Para que el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el SEÑOR para gloria de Dios Padre”. Y en 1 Tim 3, 16. “Él ha sido manifestado en la carne, justificado en el Espíritu, aparecido a los ángeles, proclamado a los gentiles, creído en el mundo, levantado a la gloria”.
Los hombres pecadores somos justificados por la fe en el misterio de Jesucristo, misterio de Redención realizado por medio de su pasión muerte y resurrección de entre los muertos, y luego fue glorificado por el Padre. Esta regeneración interior por la que Dios nos justifica es real, nos quita nuestra condición de hombres pecadores y nos hace verdaderos hijos adoptivos de Dios; esta transformación no tiene nada de mágica, se realiza en el interior de nuestro ser por medio de la fe, por medio del Bautismo, y se manifiesta en nuestras palabras, gestos, obras, se realiza en la fe, ligándonos y uniéndonos a Cristo, desposeyéndonos de nuestro propio egoísmo del hombre viejo y ligándonos a Cristo por le fe, Rom 3, 28: “Porque pensamos que el hombre es justificado por le fe, independientemente de las obras de la ley”. Haciendo de nosotros hombres nuevos.
En efecto, creer por le fe en Cristo es reconocer en él al que el Padre ha enviado a su propio Hijo para librarnos del poder del pecado y de la muerte eterna; es prestar adhesión a sus palabras, es arriesgarlo todo por su Reino ... “a fin de ganar a Cristo”, incluso en sacrificar uno su propia vida, y así lo enseña en Filip 3, 8: “y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en Él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe en Cristo, la justicia que viene de Dios apoyada en la fe”.
11.3. IMPLICACIONES DE LA JUSTIFICACIÓN
El que cree que Jesucristo es el Hijo de Dios, que es el Mesías Salvador y se hace discípulo de él se salva. Tiene que vivir como él y realizar las obras que el nos encomendó. Sólo en Jesucristo está la Redención, la salvación, la justificación; sólo en Cristo somos justos y gratos al Padre. Y esto es un don del Padre, realizado por Jesucristo y comunicado por la acción del Espíritu Santo, se realiza dentro del ámbito de la Iglesia como Cuerpo de Cristo.
El tema de la justificación por medio del cumplimiento de la Ley es propio de la espiritualidad del judaísmo del AT, y tiene como fundamento el cumplimiento preceptivo de la Alianza en el Sinaí. Pablo tiene que aclarar que la justificación ya no viene por el cumplimiento exacto de la Ley sino por la fe en Cristo Jesús, así en Gal 2, 15-16 dice: “Nosotros somos judíos de nacimiento y no gentiles pecadores; a pesar de todo, conscientes de que el hombre no se justifica por las obras de la ley sino por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley, pues por las obras de la ley nadie será justificado”. Y en Gal 3, 11, dice: “Y que la ley no justifica a nadie ante Dios es cosa evidente, pues el justo vivirá por le fe”.
Pablo se esfuerza en hacer comprender a los judaizantes que la justicia viene solamente de Dios, así en Rom 3, 21-26, enseña: “Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay diferencia; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención, realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, haciendo pasar por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser justo y justificador del que cree en Jesús”.
Por lo tanto por medio del Bautismo el cristiano ha quedado incorporado a Cristo y ya no tiene obligaciones con la ley judía. Así enseña en Col 2, 16-23: “Por tanto, que nadie os cuestione critique por cuestiones de comida o de bebida, a propósito de fiestas, de novilunios, o sábados. Todo esto es sombra de lo venidero; pero la realidad es el cuerpo de Cristo. Que nadie os arrebate el premio por ruines prácticas y el culto de los ángeles, obsesionado por lo que vio, vanamente hinchado por su mente carnal en vez de mantenerse unido a su Cabeza, de la cual todo el cuerpo, por medio de junturas y ligamentos, recibe nutrición y cohesión para realizar su crecimiento en Dios.
Una vez que habéis muerto con Cristo a los elementos del mundo, ¿Por qué sujetaros, como si aún estuviereis en el mundo, a preceptos como “no toques”, “no pruebes”, “no acaricies”, cosas destinadas a perecer con el uso, y conforme a preceptos y doctrinas puramente humanos?. Tales cosas tienen una apariencia de sabiduría por su piedad afectada, sus mortificaciones y su rigor con el cuerpo; pero sin valor alguno contra la insolencia de la carne”.
Y Pablo continua en su misión evangelizadora exhortando: en Col 3, 1-17: “Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con Él.
Por tanto mortificad cuanto en vosotros es terreno: fornicación, impurezas, pasiones, malos deseos y la codicia, que es una idolatría, todo lo cual atrae la ira de Dios sobre los rebeldes, y que vosotros practicasteis en otro tiempo, cuando vivíais de ese modo. Mas ahora desechad también vosotros todo esto: cólera, ira, maldad, maledicencia y obscenidades, lejos de vuestra boca. No os mintáis unos a otros, pues despojados del hombre viejo con sus obras, os habéis revestido del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador, donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro o escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo en todos.
Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros, perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el broche de la perfección. Y que la paz de Cristo reine en vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo cuerpo. Y sed agradecidos.
La palabra de Cristo habite en vosotros en toda su riqueza; instruíos y amonestaos con toda sabiduría, cantando a Dios, de corazón y agradecidos, salmos, himnos y cánticos inspirados. Todo cuanto hagáis, de palabra y de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús dando gracias a Dios Padre por medio de Él”.
Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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