San Juan Ogilvie es un patrono de la unidad cristiana. Tuvo un apasionado amor por su patria y murió intentando traerla a una plena comunión con la Iglesia católica.
Niñez y juventud
Juan Ogilvie nace en 1580 en Drum-na-Keith, condado de Banffshire, en Escocia. Es el hijo primogénito de Sir Walter Olgivie, jefe de una importante familia escocesa. Su madre es católica y permanece siempre fiel a su fe. Su padre ha pasado a la iglesia calvinista.
Juan tiene 6 años cuando María Estuardo, Reina de Escocia, muere en el patíbulo.
La infancia de Juan es semejante a la de todos los niños nobles de su tiempo. Aprende a montar a caballo, a jugar con los perros, a ir de caza con los mayores y a adiestrarse en el uso de las armas.
Estudios en el continente
A los trece años es enviado al continente a completar su formación. Sir Walter teme la influencia materna que puede llevar a Juan al catolicismo. Además Juan puede ampliar sus horizontes y adquirir una educación más vasta, rica y profunda.
A Juan no le es fácil la vida en el extranjero. Extraña, especialmente en los primeros años, a su familia, el idioma, y las costumbres de su tierra. Sin embargo, Juan no sucumbe a la nostalgia, llevado por su sed insaciable de superación. Demasiadas veces ha oído en su vida que Escocia espera grandes cosas de un Ogilvie.
Discernimiento religioso
Cuando supera su tristeza, lo relacionado con el aprendizaje empieza a marchar bien. Sin embargo le preocupan los asuntos religiosos. ¿Por qué la religión aparece en su patria tan mezclada con la política, el poder y la ambición de los grandes?.
Juan no está hecho como para dejar cosas sin resolver. Siente que no debe postergar un discernimiento serio. Con firmeza y muy urgido empieza la dura reflexión. El mismo, más tarde, dará detalles de este proceso.
“Yo había sido educado en la creencia de que el Calvinismo era la verdadera religión. Pero conducido por Dios a dejar por un tiempo el país natal para ir al extranjero, tuve ocasión de consultar a varias personas doctas, italianas, francesas y alemanas, sobre la verdadera fe y religión. A causa de esto mi espíritu se consuma en la ansiedad y las dudas interiores, porque no me era posible asegurar cuál era la verdadera, entre las varias confesiones religiosas que encontraba en Europa. Finalmente resolví dejar en manos de Dios todo este asunto, ya que las discusiones me hacían cada vez más confusa y complicada la cuestión. Para dar este paso, me apoyé en los textos de la Sagrada Escritura que dicen: Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, también en el texto: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados que yo los aliviaré”.
“Después de prolongada reflexión, conseguí ver que todas las probabilidades y motivos racionales me llevaban a aceptar a la religión católica, a la que apellidaban Papismo. A ella pertenecían muchas personas de toda categoría, emperadores, reyes, príncipes y de la nobleza. Allí se mantenía la unidad de la fe, característica de la Iglesia romana. Allí la antigüedad, la sucesión no interrumpida. La virtud sincera y perfecta, manifestada en el desprecio del mundo y demostrada por sus miembros de toda condición social. También estaba el número de milagros, obrados en confirmación de la fe romana. Una multitud de personas doctas han defendido y siguen defendiendo esa misma fe. Y en los últimos tiempos una pléyade de mártires han dado la vida por ella”.
“Por el contrario, advertí que los ministros protestantes escoceses no podían aducir en favor de sus creencias, ni antigüedad, ni sucesión apostólica, ni unidad, ni siquiera razones convincentes para un hombre instruido, y mucho menos textos de una Biblia, adulterada por ellos en tantos pasajes”.
¿Quién lo guía en este discernimiento? No lo sabemos. El orden y el plan de la reflexión parecen ser los señalados por San Roberto Belarmino en sus célebres Controversias. Los escritos son muy conocidos en Lovaina y en el resto de Europa. Est n en las manos de todos los que estudian. Juan debió conocerlos o por lo menos cotejó las dudas con personas muy cercanas al pensamiento de ese gran teólogo. Años m s tarde, este libro de las Controversias le es quitado en la ciudad de Glasgow.
Después de la agónica indecisión y su serio discernimiento Juan descubre que su verdadero hogar est dentro de la Iglesia Católica.
Él es joven, y puede prestar algún servicio a su amada Escocia. La religión es tremendamente importante.
“Movido por estas razones, resolví abrazar la fe católica romana y estar pronto, con la ayuda de Dios, a defenderla no sólo con mi palabra sino también con mi sangre, estimando que no hay en el mundo un honor que pueda compararse al de sufrir y morir en defensa de la Iglesia Romana”.
En el Colegio de Douai
Terminado el discernimiento, Juan decide ejecutarlo de inmediato. Viaja a Lovaina para integrarse al Colegio escocés de Douai.
Allí encuentra al joven jesuita Cornelio a Lápide, quien va a alcanzar más adelante fama de gran exegeta y que va a recordar conmovido y afectuosamente a su “joven catecúmeno” en el célebre “Comentario al Libro del Profeta Isaías”. Guiado por Cornelio a L pide se integra a la Iglesia católica.
En Alemania
Las dificultades económicas del Colegio de Douai en Lovaina, obligan a su Rector a mandar a gran parte de sus estudiantes a otros Colegios.
Juan Ogilvie es enviado al Colegio que depende del Monasterio de benedictinos escoceses de Regensburg. Muy pronto pasa a Olmütz beneficiado por una beca fundada por Gregorio XI para un estudiante extranjero.
En Olmütz, a través del contacto con los jesuitas, profesores de filosofía y teología, Juan se da cuenta que el Señor lo llama claramente a la Compañía de Jesús. Ha llegado al final de su generoso discernimiento.
El noviciado en Austria
Con su habitual lógica y consecuencia decide pedir la admisión. Y emprende la marcha a pie, hasta Viena, para ver al P. Provincial a quien corresponde resolver. El parecer del Provincial es favorable.
El 5 de noviembre de 1599, a los 20 años de edad, entra en el Noviciado de la Provincia austríaca, en Brno. En ese mismo Noviciado, muy pocos años antes, había entrado San Edmundo Campion, de cuyo martirio en Inglaterra se leen las relaciones y se habla de él con veneración.
La formación jesuita
Juan sigue, una tras otra, sin prisa, las distintas etapas de la formación de la Compañía de Jesús.
Después del noviciado hace los votos perpetuos de castidad, pobreza y obediencia que pronuncia el 26 de diciembre de 1601.
Los estudios de filosofía los realiza en Graz. El magisterio, en el colegio de Viena, donde trabaja además con gran éxito en la Congregación Mariana de jóvenes (hoy, Comunidades de Vida Cristiana, CVX). La teología, en Olmütz.
En Francia
Una orden del Padre General, Claudio Acquaviva, lo destina, en 1610 a París. Allí, ese mismo año, recibe la ordenación sacerdotal. Una vez más renueva ante el Señor y los Superiores su repetida petición de que se le permita trabajar como sacerdote en su querida Escocia.
La respuesta de la Compañía es muy semejante a las anteriores: deber tener paciencia y dejar a los superiores la disposición de su destino.
Tres años enteros permanece Juan en Francia, en la ciudad de Rouen, conforme a lo dispuesto por el General de los jesuitas. Estos tres años le son extraordinariamente provechosos.
En repetidas ocasiones se encuentra con misioneros procedentes de Escocia y adquiere noticias de su patria. Conoce con detalle las necesidades religiosas de sus compatriotas católicos perseguidos y se prepara con la oración al apostolado que más anhela. Y lo más importante, adquiere una experiencia pastoral muy completa.
El destino a la patria
A mediados de 1613 recibe del P. Claudio Acquaviva la “misión” de regresar a Escocia.
Los preparativos son muy rápidos. En octubre de 1613 se embarca. Sonriente piensa que este viaje, en sentido inverso, es muy diferente al de hace veinte años atrás. Entonces era un muchacho de importante familia que sueña con glorias terrenas. Ahora es un hombre maduro que, de regreso, no viste el traje correspondiente a su rango, ni tampoco el de sacerdote.
Para cualquiera, es un oficial que regresa de las campañas de Europa y al presente, dedicado al comercio de los caballos.
Escocia
Las condiciones religiosas de Escocia no pueden ser peores, más deplorables aún que en Inglaterra. La alta nobleza, casi toda, ha capitulado a las ideas calvinistas y aún los católicos se muestran tibios y muy temerosos.
Nadie se atreve a arriesgar bienes o vida amparando a sacerdotes católicos proscritos. Alquilar una casa a alguien sospechoso de catolicismo es castigado con severísimas penas. Oír Misa es delito. Nadie puede salir del país si no promete antes que no se hará católico en el extranjero. Y aún, en este caso, no puede llevar consigo m s que una parte de sus bienes, debiendo dejar la otra a la familia y a los hijos, que est n obligados a educarse en el protestantismo. El que oye Misa, en el extranjero, pierde para sí y para sus herederos todos sus bienes. Estos pasan a poder de la Corona.
Ministerios
Juan Ogilvie desembarca en Leith, vestido de oficial escocés y bajo el nombre de capitán Watson. De inmediato se dirige al norte del país.
Allí, incansable, protegido por su disfraz de comerciante de caballos recorre prácticamente gran parte de Escocia. Con suma cautela confirma la fe de los católicos y hace volver a ella a algunos de los que la han abandonado. Para él éste es el tiempo más feliz de su vida.
Después de esos meses de vida errante se detiene por fin en Edinburgo en la casa de un abogado del Parlamento, Guillermo Sinclair, persona bien conocida por todos los sacerdotes, que siempre encuentran hospitalidad en su morada.
Viajes al extranjero
En febrero de 1614 viaja a Londres, unido a una delegación para tratar de obtener de Jacobo I o del ministro correspondiente la aprobación de un proyecto de tregua política o semipolítica en favor de la religión. Todo sin éxito.
Dos meses después, pasa al continente para tratar con su superior P. Gordon, en París. Con suma habilidad se mueve con su disfraz de comerciante de ganado.
Edimburgo
En julio de 1614 regresa a Edimburgo, a la casa de Guillermo Sinclair. Y el fruto apostólico empieza a madurar.
El mismo Sinclair lo declaro después: “El Padre no cesaba de atraer a los católicos al cumplimiento del deber. Alentaba y reavivaba el fuego de la fe. Exhortaba a perseverar con valentía. Tan grande era su diligencia y la perspicacia con que hacia estas cosas que me convencí de que su corazón ardía en el más noble deseo de difundir la fe. Y todos pensaban lo mismo que yo. Sus Misas eran muy frecuentadas y su palabra escuchada con amor y gratitud. Pero esto no le bastaba, iba a buscar a los católicos a sus casas para confirmarlos en la fe. Disfrazado, logró entrar hasta en las prisiones”.
Glasgow
A fines de agosto de 1614 hace un viaje hasta Glasgow, a casa de Marion Walker, en cuya morada, convertida en refugio de misioneros, los sacerdotes oyen confesiones y distribuyen la Comunión.
Allí traba amistad con John Cleveland y la señora Maxwell, que son católicos en secreto, y con Roberto Heygate, el cual lo pone en contacto con muchos otros que necesitan ser instruidos y animados para abandonar el calvinismo y reconciliarse con la Iglesia Católica.
Trabaja con éxito y gran consuelo. Después regresa a Edimburgo.
La traición
El 1 de octubre, le avisan que en Glasgow hay otras cinco personas que desean reconciliarse con la Iglesia.
San Juan Ogilvie acude presuroso al llamamiento. Se aloja en la casa de Roberto Heygate. El día 4 de octubre celebra Misa ante numerosas personas. Entre los presentes se encuentra Adam Boyd que es una de las cinco personas que lo han llamado.
Después de la Misa el joven Boyd le pide al P. Ogilvie ampliar su instrucción religiosa. Convienen en que a las cuatro de la tarde un criado de Boyd lo iría a buscar a la plaza para llevarlo a su casa.
Adam Boyd se dirige, entonces, a casa del arzobispo protestante Jacobo Spottiswood para concertar el precio de su traición.
En esa misma tarde, el P. Juan Ogilvie, sin sospechar absolutamente nada, est en la plaza. Se pasea con su amigo James Stewart. Los dos amigos ven venir a Adam Boyd con una persona a quien no conocen. Boyd no se acerca. La otra persona invita a Juan a que lo acompañe. Pero James Stewart reconoce en esa persona a un criado del arzobispo y trata de impedirlo. Se produce, entonces, un altercado entre el criado y James Stewart. Este no quiere que su amigo caiga en la trampa, pero no se atreve allí, en público, a explicarle el peligro. Se junta mucha gente.
Juan escribe más tarde, en la prisión: “Mientras trataba de calmar el altercado, el populacho se me echó encima, me arrancaron la espada, y me empujaron violentamente de un lado al otro. Pregunté de qué se trataba. Les dije que estaban equivocados, que yo no peleaba con nadie. Los que peleaban eran los otros dos. Pero la multitud se lanzó sobre mí y casi en vilo me llevaron a la casa del preboste”.
La prisión
Entretanto el arzobispo es informado. Reúne a su propia policía. Se dirige a donde está Juan y ordena que sea llevado a su presencia.
“Obedecí y él me dio un bofetón, gritando: Tú tienes la audacia de decir Misa en esta ciudad reformada. Yo le dije: Golpeándome, no obráis como un Obispo, sino como un verdugo. A estas palabras, como a una señal, se lanzaron contra mí, me golpearon, me tiraron y arrancaron el cabello de la barba y la cabeza. Me arañaron. Hasta que Lord Flemming, reprobando los desmanes, ordenó que terminaran”.
Entonces el arzobispo ordena que Juan Ogilvie sea llevado a prisión. Le rompen la ropa. Le roban la bolsa con monedas, un sello, unas medicinas, el breviario y un compendio de las Controversias del cardenal Belarmino.
Los interrogatorios
Al día siguiente, 5 de octubre de 1614, tiene lugar el primer interrogatorio. “¿Has dicho Misa en el territorio del Reino?”, le pregunta el arzobispo Spottiswood.
San Juan Ogilvie contesta: “Si es delito decir Misa, ello debe investigarse y probarse, no por mi palabra, sino por el testimonio de testigos”.
El arzobispo se molesta: “Lo probaremos con testigos de vista”. “¿Eres sacerdote?”.
San Juan contesta tranquilo: “Si probáis que he dicho Misa, con lo mismo habréis probado que soy sacerdote”.
“Jura“, dice el arzobispo.
“¿Por qué tengo que jurar?”, contesta Juan.
El arzobispo está furioso: “Para que los aquí presentes, en nombre y autoridad del Rey, puedan saber si has conjurado contra el Estado. Jura que no lo has hecho. De lo contrario te tendremos por culpable”.
Juan con calma dice: “El juramento en vano es un pecado y va contra el mandamiento que dice: No jurarás el nombre de Dios en vano. Si yo llamara a Dios como testigo de mi inocencia, sería invocarlo en vano, porque yo sé que de nada me va a servir. Uds. deben probar la acusación con testimonios. Si no lo pueden hacer, ¿para qué atormentar sin razón a un inocente?”.
El arzobispo dice: “¿Rehusas, entonces jurar, en nombre del Rey?”.
“¿Qué tengo que jurar?”, contesta Juan.
“Jura que vas a responder a todas nuestras preguntas sin equívocos y reservas mentales”, dice el arzobispo.
“Como ninguna ley me obliga, juraré contestar lo que me parezca mejor“, concluye San Juan Ogilvie.
Las preguntas y las respuestas van y vienen.
¨¿A qué has venido a Escocia?”.
“A sacarla de la herejía”.
“¿Y quién te ha dado jurisdicción, el Rey o algún Obispo?”.
“La jurisdicción viene de la Sede Apostólica, en todo el mundo, para todo el que quiera apacentar a la grey”.
“En Escocia es traición decir que el Papa tiene jurisdicción espiritual”.
“Y, sin embargo, es de fe que la tiene”.
“¿Tendrías valor de suscribir esta declaración?”.
“Sí, y con mi propia sangre, si es necesario”.
Terminado el interrogatorio Juan Ogilvie es llevado nuevamente a la cárcel. Lo atan con grillos a una pesada barra de hierro.
En la cárcel de Edimburgo
En diciembre es trasladado a Edimburgo. En la cárcel es visitado por muchas personas las cuales ensayan diversos medios con el fin de arrancarle los nombres de los católicos que han tratado con ‚l en la ciudad.
Nada dice. Lo someten a la tortura llamada “perneras”. Una cuña de hierro es introducida entre el anillo y la pierna y con golpes del martillo se produce un horrendo dolor.
Pero no pronuncia palabra que pueda comprometer a los católicos y a su conciencia. Tampoco faltan promesas de libertad y de bienestar, si da las informaciones pedidas. Juan Ogilvie no se quiebra.
Al décimo día, el 22 de diciembre, es sometido a un nuevo interrogatorio. En la víspera le aplican feroz tormento. Lleva nueve noches y ocho días sin dormir un instante.
“Me sentía débil, porque la falta de sueño me tenía abatido. A duras penas sabía lo que decía o hacia. Ni siquiera sabía dónde me encontraba. No recordaba el nombre de la ciudad donde me hallaba”.
En la cárcel de Glasgow
El arzobispo Spottiswood lo hace trasladar a Glasgow, porque ‚l desea estar en su ciudad para Navidad.
En la cárcel lo hace vigilar muy estrechamente por temor a que pueda escapar. No le permite visitas y prohíbe que le den papel y elementos para escribir.
Sin embargo San Juan Ogilvie puede escribir. Uno de sus fieles, también encarcelado, pero más libre, le pasa por debajo de la puerta de la celda, las hojas de papel y el lápiz, y recibe después de vuelta los pliegos escritos. Así es como conservamos la relación de su arresto, las condiciones de las prisiones y las torturas. Todo escrito de su puño y letra.
El interrogatorio real
El Rey Jacobo I se constituye en juez instructor. Manda al presidente del tribunal cinco preguntas para Juan Ogilvie.
El 1 de enero de 1615, el Padre contesta con franqueza. Declara que en los asuntos espirituales el Papa es el juez, aún del mismo Rey. Que el Rey no tiene jurisdicción alguna eclesiástica sobre sus súbditos.
Eso es suficiente para declararlo reo de la pena capital. El arzobispo Spottiswood se encamina a Edimburgo con las respuestas y las entrega al Rey.
La pena de muerte
La ejecución queda fijada para el 10 de marzo de 1615. Juan da las gracias al juez que pronuncia la sentencia. Lo abraza. Agradece a todos los demás, incluso al arzobispo. Les estrecha las manos y les asegura que los perdona a todos de corazón. Les dice que él espera el perdón de Dios.
“Que sea conducido al patíbulo, levantado para él en la plaza del mercado. Allí debe ser ahorcado y decapitado. Su cuerpo será descuartizado y expuesto en cuatro puntos diversos de la ciudad, a la vista del pueblo”.
Una fuga posible
La noche del 9 de marzo es visitado por John Browne de Longhill el cual le da a conocer una posibilidad de fuga preparada por él.
Juan Ogilvie le sonríe con amabilidad, lo abraza y le responde que le agradece muchísimo. Pero le dice que prefiere la muerte por esta causa tan noble y que en realidad teme el verse privado de ella.
John Browne queda conmovido y llorando le promete estar junto a él, en el patíbulo, hasta el último instante.
La muerte
Cuando lo van a buscar, Juan está de rodillas y absorto en oración. Al llegar los guardias, se pone de pie y besa al verdugo, infundiéndole ánimo. A todos les promete perdón y se deja atar las manos.
En silencio se encamina al patíbulo. Sube al cadalso, besa la horca y se arrodilla.
El juez proclama que la ejecución no se debe a cuestiones religiosas, sino a la traición hecha contra el Rey.
Entonces Juan pide al ministro Roberto Scott que se digne repetirle en voz alta los ofrecimientos que le ha hecho en el camino al cadalso.
“Yo he prometido al señor Ogilvie la mano de la hija del Arzobispo y una riquísima prebenda si abjura de su religión”, dice el ministro.
Juan insiste: “¿Querríais repetir esto, de modo que la gente pueda oírlo?”
“Cierto que sí“, le asegura el ministro. Y volviéndose hacia el gentío, grita: “Prometo al Señor Juan Ogilvie la vida, la hija del Arzobispo, y una rica prebenda, con tal de que se pase a nosotros“.
“¿Lo oyen?”, pregunta Juan. ¿Lo atestiguarán cuando se presente la ocasión?”.
“Lo oímos“, grita la gente. “Atestiguaremos. Bajad, señor Ogilvie, bajad“.
John Browne y los católicos quedan consternados, pensando que el P. John Ogilvie está cediendo.
“Los católicos empezamos a temblar y los herejes se regocijaron”.
“¿No habrá peligro que más tarde yo sea considerado como un reo de alta traición?”, grita Ogilvie.
“Ninguno“, clama a su vez, el gentío congregado en la plaza del mercado.
“Entonces, ¿sólo por causa de la religión se me ha traído aquí como a un criminal?, dice nuevamente Juan.
“Sólo por eso“, es el grito de respuesta.
“Muy bien“, dice Juan triunfante. “Queda, pues, claro que se me condena sólo por causa de la religión. Y por ella, estoy dispuesto a dar cien vidas, y a darlas libremente, lleno de alegría. Jamás me arrancarán de mi religión”.
Un grito de alegría se escapa de todos los labios de los católicos, que es casi ahogado por los alaridos de los protestantes.
El juez da la orden de ejecución. Juan sube por la escalera de la horca. Le ponen la cuerda al cuello.
Entonces se vuelve a la multitud y pide a los católicos que rueguen por él. Por último, todavía de pie, dice: “María, madre de la gracia, ruega por mí”. “Todos los ángeles, rueguen por mí”. “Todos los santos y santas de Dios, rueguen por mí”.
De inmediato el verdugo retira la escalera y lo deja pendiente en el vacío. Es el 10 de marzo de 1615.
Algo ocurre en la plaza. La multitud est ahora en silencio. Hace un momento gritaban hasta el cansancio. Pero ahora todos est n avergonzados.
Cuando el verdugo quiere continuar con la sentencia, el griterío de protesta es ahora enorme. No se puede seguir. Las autoridades suspenden todo el resto.
Entero, sin decapitarlo o partirlo en pedazos, el cuerpo es echado a la fosa común.
La glorificación
San John Ogilvie es canonizado el 17 de octubre de 1976. Es el Mártir del Primado Romano.
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Tomado de:
http://www.cpalsj.org/
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