La Iglesia - 34º Parte: Estructura Jerárquica de la Iglesia - Sucesión Apostólica

P. Ignacio Garro, S.J.


SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA



29.7.  SUCESIÓN APOSTÓLICA
         

El tema de la sucesión apostólica, desde los Doce Apóstoles con Pedro a la cabeza hasta el día de hoy, es un tema muy discutido  y puesto en duda por la opinión teológica de los protestantes. Ellos niegan que Jesucristo haya querido que hubiera dicha sucesión apostólica como la vivimos hoy día. Para ellos la sucesión apostólica tal y como la presenta la Iglesia Católica es una cuestión meramente cultural e histórica, es decir, es creación de hombres, una forma de gobierno humana y nada más.

Acerca de la sucesión apostólica la Iglesia enseña:
         
"Cristo ha querido que los apóstoles tuvieran sucesores en su tarea jerárquica. Estos sucesores son los Obispos. Los poderes jerárquicos concedidos a los apóstoles se transmitieron a los Obispos". (de fe).  
         
El Concilio de Trento, enseña : "Por ende, declara el Santo Concilio que, sobre los demás grados eclesiásticos, los Obispos que han sucedido en el lugar de los Apóstoles, pertenecen principalmente a este orden je­rárquico y están puestos, como dice el mismo Apóstol, por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios, Hech 20, 28". Denz 960.
         
El Concilio Vaticano I, enseña: "Así pues, como Jesús envió a los apóstoles, que había escogido del mundo, lo mismo que El había sido enviado por el Padre, Jn 20, 21, de la misma manera quiso que en su Iglesia hubiera pastores y maestros hasta la consumación de los siglos", Denz 1821. Y después dice: "Tales pastores y maestros son los Obispos, sucesores de los apóstoles", Denz 1828. La perpetuación de los poderes jerárquicos es consecuencia necesaria de la indefectibilidad de la Iglesia pretendida y garantizada por ­Cristo. La promesa que Cristo hizo a sus apóstoles de que les asisti­ría hasta el final de los tiempos, Mt 28, 20, supone que el ministerio de los apóstoles se perpetuará en los sucesores de los apóstoles.

Estos, con­forme al mandato de Cristo, comunicaron sus poderes a otras personas; por ejemplo: S. Pablo a Timoteo y Tito, 2 Tim 4, 2-5; Tit 2, 1, (poder de enseñar); l Tim 5, 19-21; Tit 2, 15  (poder de regir); l Tim 5, 22; Tit 1, 5 (poder de santificar). En estos dos discípulos del Apóstol aparece por primera vez con toda claridad el episcopado monárquico que desempeña el ministerio apostólico.
         
El Concilio Vat. II en Lumen Gentium Nº 18 dice: “ siguiendo las huellas del Concilio Vaticano I ... enseña con él que Jesucristo ... quiso que los sucesores de los apóstoles, los obispos, fuesen los pastores en su Iglesia hasta la consumación de los siglos”.
         
Y en Lumen  Gentium, Nº 20 enseña: (refiriéndose a los Obispos como sucesores de los Apóstoles). "Esta divina misión, confiada por Cristo a los Apóstoles, ha de durar hasta el fin del mundo", Mt 28, 20, puesto que el evangelio que ellos de­ben propagar es en todo tiempo el principio de toda la vida para la Iglesia. Por esto los Apóstoles se cuidaron de establecer sucesores en esta sociedad jerárquicamente organizada, (la Iglesia). En efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio, sino que, a fin de que la misión a ellos confiada se continuase después de su muer­te, dejaron a modo de testamento a sus colaboradores inmediatos el en­cargo de acabar y consolidar la obra comenzada por ellos, encomendán­doles que atendieran a toda la grey; en medio de la cual el Espíritu Santo los había puesto para apacentar la Iglesia de Dios, Hech 20, 28. Y así establecieron tales colaboradores y les dieron además la orden de que, al morir ellos, otros varones probados se hicieran cargo de su ministerio. Entre los varios ministerios que desde los primeros tiem­pos se vienen ejerciendo en la Iglesia, según el testimonio de la Tra­dición, ocupa el primer lugar el oficio de aquellos que, ordenados Obispos, por una sucesión que se remonta a los mismos orígenes, conser­van la semilla apostólica".
         
Este punto de la sucesión apostólica, como ya dijimos,  es el que ha suscitado gran dificultad para muchos teólogos protestantes. De nuestra parte, a fin de situarlo en una perspectiva histórica correcta, hacemos tres observaciones preliminares:
         
a.- Más que nunca es preciso guardarse aquí de todo anacronismo y no pedir a unos textos escritos en el Siglo I  precisiones y formulaciones que exigieron siglos de trabajo.
         
b.- Lo dicho anteriormente es tanto más importante cuanto que los apóstoles, en estos comienzos de la Iglesia, tenían que cumplir efectivamente con la misión que les había confiado Cristo más que justificar su modo de hacer. Así, pues, los que nos han legado no es tanto una justificación apologética y canónica de sus poderes apostólicos como el relato y el testimonio de esa misión apostólica vivida en la fe.
         
c.- Es necesario, distinguir bien entre el principio mismo de la sucesión (que es el fondo del problema) y las modalidades históricas que ha revestido a través de la historia de la Iglesia y que, preciso es admitirlo, no siempre han sido muy claras.
         
Al amparo de estas observaciones, analizaremos tres series de textos que nos ayuden a comprender la legitimidad de la sucesión apostólica: la intención de Jesucristo, la actitud de los Apóstoles, y los testimonios de la Iglesia Post - Apostólica
         
1.- La intención de Jesucristo: Aun cuando Cristo no nos haya dejado ninguna declaración explícita sobre la sucesión apostólica, no cabe, sin embargo, la posibilidad de engañarse acerca de sus intenciones profundas. Como observa el Conc. Vat. II Cristo ha manifestado claramente su pensamiento:
         - Una Iglesia hecha para durar hasta el final de los tiempos, Mt 28, 20
         -  La actitud de los apóstoles. Confiando a los apóstoles unos poderes tales que su supresión no permitiría a la Iglesia seguir siendo fuente de vida.
         
A.- Una Iglesia que perdura hasta el final. El Conc. Vat. II hace una alusión explícita a Mt 28, 30: “Y he aquí que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. A este texto tan  claro, cabe añadir Mt 16, 17-19; Lc 24, 29; Jn 14, 16-17. También hay que añadir las parábolas del crecimiento Mt 13, 1-50; Mc 4, 1-9; Lc 8, 5-8. A juzgar por estos textos la Iglesia fundada por Cristo es un largo misterio de crecimiento y debe durar  tanto como el mundo.
         
B.- La naturaleza de los poderes jerárquicos confiados a los apóstoles. Es indispensable distinguir aquí dos tipos de poderes confiados a los apóstoles:
         a.- De un lado, aquellos poderes que están unidos a su función de fundadores de la Iglesia, y que, como tales, son evidentemente intransmisibles (el derecho, por ejemplo, de promulgar ciertos sacramentos, unción de los enfermos en Santiago)
         b.- De otro lado, aquellos poderes vinculados a la estructura de la Iglesia que, en la hipótesis de su desaparición, toda esa estructura resultaría modificada y ya no se trataría de la misma Iglesia. Tal es el caso de los tres poderes de predicar la palabra de Dios con autoridad, de administrar los sacramentos, y el poder de gobernar al pueblo de Dios. Si uno de estos tres poderes desapareciera, por ser supuestamente intransmisible, todo el edificio eclesial se vendría abajo.
         

2.- La actitud de los apóstoles: Al principio, los apóstoles dirigen personalmente o mediante emisarios las nuevas comunidades cristianas Hech 8, 14; 9, 22; 15, 22. Luego, poco a poco, se asocian a un cierto  número de “auxiliares varios”, en cuyas manos dejan cada vez más el cuidado de estas Iglesias locales y a los que confieren por medio de un rito preciso, el de la imposición de las manos, 1 Tim 4, 14; 5, 22, los poderes que Cristo les había confiado Hech 220,28; 1 Petr 4,2; 1 Tim 3,5; 4,6; 17, 2; Tit 1,5; 2,15.
                        
Para designar a estos colaboradores, la Escritura recurre a diversos nombres: ancianos o “presbíteros”, (presbiteros)(presbiteros), llamados también “epíscopos”, (episkopos)(episkopos), (vigilantes): Hech 11,30; 14, 23; Filp 1,1; 1 Tim 3, 1-7; Tit 1,5. Por lo demás debe dejarse aquí constancia de lo difícil que resulta forjarse una idea precisa del alcance exacto de estos diversos términos señalados. Lo que sí está claro en los escritos del N. T. Que los apóstoles preparan poco a poco, eligiéndoles e impulsándoles a actuar, a unos colaboradores que serán después sus sucesores, y todo esto en razón de las exigencias mismas de la vida dinámica de la Iglesia. No obstante haremos algunas observaciones:
         
A.- Al principio, parece que los apóstoles procuraron mucho más de rodearse de colaboradores que asegurar su propia sucesión. Al principio dada la gran expectativa escatológica que había, parece que no se preocuparon mucho es buscar sucesores pero conforme pasa el tiempo y el final de los tiempos no llega se plantean el problema de la sucesión apostólica.
         
B.- No se pretende, sin embargo, que el proceso de esta sucesión resulte del todo claro. Hay que admitir que en este proceso subsisten no pocas zonas oscuras, sobre todo:

  • En el sentido y alcance exacto de los términos : presbíteros  = presbiteros ” presbiteros y  epíscopos  = episkopos”  episkopos:        
  • El modo concreto de pasar de la primera organización jerárquica, que sobre el terreno parece haber sido de tipo más comunitario, a la organización actual, que aflora ya a comienzos del Siglo II con S. Ignacio de Antioquía y que se ha dado  a veces en llamar “organización monárquica”, por cuanto cada Iglesia está presidida, efectivamente, pro su propio y único Obispo
  • La evolución, por lo demás, no es uniforme en toda la cristiandad. Algunos teólogos, como Colson, juzgan necesario distinguir dos grandes líneas de acción episcopal. Una más sensible al valor propio de la comunidad local y que desemboca muy pronto en el episcopado “monárquico” y sedentario, como S. Ignacio de Antioquía y que pertenece a la línea de la teología joánica. La otra, más sensible a la unidad del conjunto, línea en la que el vínculo de la unidad se concibe como un apostolado esencialmente itinerante y misionero, y que pertenece a la tradición paulina
  • Importan, finalmente, subrayar el aspecto comunitario de la tarea apostólica: “Apóstoles, delegados de apóstoles, sucesores de apóstoles, los evangelizadores no están primitivamente vinculados a un territorio determinado, ni a un pueblo. Ejercen la evangelización solidariamente. Y las Iglesias fundadas, organizadas, visitadas por éste o aquél, no constituyen propiamente hablando unos feudos, sino que todas  juntas constituyen la Iglesia unida por la colegialidad en la predicación apostólica”. Colson.

3.-  Los testimonios de la Iglesia Post – Apostólica: Sólo presentamos un reducido  número de textos.
a. S. Clemente de Roma: En cara escrita en el año 95 va dirigida a la Iglesia de Corinto, divida y en conflictos por  divisiones internas, cuyo objeto principal es el sentido y función de determinados presbíteros. S. Clemente dice: “Los apóstoles  han sido para nosotros mensajeros de la buena nueva de parte del Señor Jesucristo. El Señor Jesús fue enviado por  Dios, Cristo, pues, de parte de Dios, y los apóstoles de parte de Cristo. Ambas cosas proceden, en buen orden, de la voluntad de Dios”.
         
Pasando luego a comentar la organización de las comunidades cristianas prosigue: “Mientras predicaban por las ciudades y pueblos iban constituyendo a los eran las primicias de ellos, y después de probarlos por el espíritu, como obispos y diáconos de los futuros creyentes”.  
         
Finalmente afirma: “Nuestros apóstoles supieron por nuestro Señor Jesucristo que habría discusión a propósito de la dignidad del episcopado. Por esto, en su presciencia perfecta del futuro, instituyeron a los antes citados y fijaron la regla de que, después de su muerte, otros hombres probados tomaran el relevo de su ministerio: aquellos que fueron comisionados por los apóstoles  o más adelante por otros personajes eminentes, con la  aprobación de la Iglesia”.

b. San Ignacio de Antioquía: El testimonio es doble: Por un lado nos aporta información particularmente preciosa sobre lo que era, en los comienzos del Siglo II, la organización de la Iglesia oriental, con su Obispo, su presbiterio, y sus diáconos; por otro lado esboza ya una primera teología del episcopado, la que era de esperar en un discípulo de S. Juan evangelista.
         
Para S. Ignacio, no reconocer al Obispo equivale a no reconocer la encarnación de Cristo. Sin el Obispo, los presbíteros y los diáconos, escribe, no hay Iglesia. S. Ignacio escribió: “es evidente la necesidad de considerar al Obispo como al Señor mismo”, Carta a Ephesios, 6,2. “Que nadie, sin el Obispo, haga nada relativo a la Iglesia.... Obrar a escondidas del Obispo es servir al diablo” Smyn, 8, 1-2.

c. S. Ireneo de Lyon: hacia los años 180 a 190, habla de la tradición de los apóstoles: “Todos los que quieren ver la verdad pueden contemplar en toda la Iglesia la tradición de los apóstoles, manifiesta en el mundo entero. Y podemos enumerar a quienes los apóstoles instituyeron como obispos de las Iglesias y sus “sucesiones” hasta nosotros. En este orden y en esta sucesión es como la tradición que está en la Iglesia a partir de los apóstoles y la predicación de la verdad han llegado hasta nosotros”.  Adversus Haerexes, III, 3,2; 3,3.

d. Tertuliano: A comienzos del Siglo III de la cristiandad invitaba a los herejes a demostrar  el origen apostólico de sus Iglesias, si es que querían que se les diera crédito, y escribía: “Mostrad los orígenes de vuestras Iglesias, desplegad la lista de sucesión de vuestros obispos, probad, que desde el principio, su sucesión ha sido continua, que el primer obispo tuvo como fiador y predecesor a uno de los apóstoles”. De praescripti, 32.

         

Conclusión. 
Estos testimonios citados, unidos a los textos de las Escrituras, permiten ya sacar alguna conclusión. Precisamente para responder a la misión que Cristo les había confiado, los apóstoles, poco a poco, establecieron la institución jerárquica de la Iglesia, tal como existe desde principios del Siglo II, y que es ya sustancialmente la que hace vivir hoy a la Iglesia de Cristo. Así pues, esta institución no es una invención humana, como pretenden demostrar los teólogos protestantes, sino que responde a la voluntad formal de Cristo, es un don de Dios, es una institución divina.



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Agradecemos al P. Ignacio Garro S.J. por su colaboración.



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