P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas Dn 7,13-14; S 92,1-2.5; Ap 1,5-8; Jn 18,33-37
Hoy concluimos el año litúrgico. Durante él la Iglesia ha ido poniendo la mirada a diversos aspectos del mensaje de Cristo. Todos nos conducen a Él, se encuentran en Él y se alcanzan en Él. Hoy la Iglesia quiere que concentremos nuestra atención en el todo, en la persona de Jesús.
Porque lo que quiere de nosotros y para ello nos ha enviado a su Hijo y nos ha dado su Espíritu es divinizarnos y transformarnos en hijos suyos a imagen y por la inserción en su Hijo, por el cual nos comunica el Espíritu Santo. De esta manera los hijos de Dios forman por la fe un mismo cuerpo vivo con Cristo y lo hacemos presente y actuante de modo que todos los hombres se salven. Este es el fin de la Iglesia y de toda su obra: que Cristo llegue a todos los hombres, para que todos se salven. Es la verdad que hoy nos hacen ver las lecturas. En los estrechos límites de tiempo que nos permite nuestra reunión semanal, la liturgia nos ofrece algunos entre los muchos textos que en la Biblia lo repiten.
Las dos primeras lecturas están tomadas de dos textos apocalípticos. Ya les indiqué algunos rasgos de este género literario: simbolismos difíciles y misteriosos, imágenes audaces, sucesos portentosos y terribles, imposibles y nunca sucedidos, personajes y animales extraños o monstruosos, exageración, fantasía, admiración y terror, violencia y misterio. El autor sagrado escribe para un pueblo duramente perseguido en su fe en Dios y en Cristo. Trata de animar a los fieles, fortalecerlos y comunicarles su esperanza, pero lo debe hacer de modo que sólo los iniciados entiendan, sin despertar sospechas en los perseguidores. Para entender hay que hacerlo a la luz del resto de la revelación.
La primera lectura sucede durante una durísima persecución a mediados del siglo II a.C. El profeta tiene un sueño. Es una figura misteriosa, que parece humana, pero no es muy clara y viene del cielo entre nubes. Se acerca misteriosamente al Anciano venerable y el Anciano le da el “poder, honor y reino”. “Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es eterno, no cesará. Su reino no acabará”. El Anciano venerable representa a Dios Padre. La figura misteriosa como un hombre es el Mesías, que viene de los cielos, y a quien da el Padre todo el poder para salvar a todos los que crean en Él. Cuando Jesús responde a la preguntas de Caifás sobre su mesianidad, cita este texto. Él es el salvador prometido, el que abre el camino de salvación a todos los hombres, no sólo a los judíos, y mantiene su poder hasta el fin de los tiempos. Frente al pecado y la negación de Dios, Jesús es prometido como el salvador y la esperanza, que Dios va a enviar; su “venir de los cielos” sugiere su divinidad; y se asegura el ejercicio de su poder y su misión hasta el final de los tiempos.
La segunda lectura forma parte del comienzo del Apocalipsis. Recoge los apelativos que Juan da a Jesús en el saludo trinitario que dedica a los lectores. Les desea la gracia y la paz de parte de Dios Padre, de la plenitud del Espíritu (“los siete espíritus”) y de Jesucristo. Y a Jesucristo lo designa como “el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos y el príncipe de los reyes de la tierra; el cual amó y nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre”. Es una fórmula que incluye a Jesús formando la Trinidad junto al Padre y el Espíritu. Es decir que confiesa la divinidad de Cristo, al igual que el Padre y el Espíritu Santo. Confiesa también que Él es quien nos ha librado de nuestros pecados muriendo en la cruz y que esto se lo debemos y lo hizo por amor a nosotros. “Nos ha convertido en un reino”, uniéndonos a El por la fe y haciéndonos un nuevo pueblo, que lo tiene por cabeza y fuente de vida. “Y nos ha hecho sacerdotes de Dios , su Padre”, porque por el bautismo nos ha hecho partícipes de su vida y dignidad de Hijo de Dios y así también nosotros lo somos, consagrados para ofrecer a Dios el culto y reconocimiento de toda la creación.
Se trata de gracias tan maravillosas que Juan –y con él la Iglesia en la liturgia– no pueden menos de exclamar agradecidos: “A Él la gloria y el poder por los siglos. Amén”. Hagámoslo también nosotros. Porque: “Miren. Todo ojo lo verá; también los que lo atravesaron –después de morir–. Todos los pueblos de la tierra se lamentarán por su causa”. Es decir reconocerán que murió por nuestros pecados y se arrepentirán. “Sí. Amén”. Sí, nosotros también lo hemos experimentado muchas veces. Sea bendito por siempre.
Y el saludo concluye con estas palabras en boca de Dios Padre: “Dice el Señor Dios: Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era, el que viene, el Todopoderoso”. Habla aquí el Padre. El tiene el supremo dominio de todo. Lo dicho anteriormente es cierto, porque en su mano está toda la creación y la historia, nada se escapa de su mano.
El evangelio nos lleva a Cristo testigo y revelación de la verdad. Es un tema predilecto de Juan. Ante Pilatos, que investiga la solidez de las acusaciones para condenar a Cristo, se manifiesta como rey de la verdad. Su poder y su autoridad están en la verdad. Todo hombre que busca la verdad, que busca de la verdad hacer norma de su vida, al abrir su corazón a Él, se dará cuenta de ha encontrado la verdad y le va a seguirle.
No se trata de una verdad, que solamente está en el conocimiento del mundo. Se trata de la verdad que transforma el corazón, que pone al hombre en su justo lugar y lo transforma desde su interior más profundo para acoger a Dios infinito como Señor de toda su existencia y plenitud de su destino. Él es testigo y “ha venido al mundo para ser testigo de esa verdad”. Una vez más repite su origen con la fórmula de “he venido”, que indica su origen como Hijo de Dios y su misión como efecto y expresión del amor infinito y redentor de Dios a los hombres. Porque la verdad no reside solamente en el entendimiento. “Todo el que es de la verdad”, el que la ha puesto sinceramente como fin de su existencia, el que se somete a ella, “escucha su voz” y reconoce en ella todo lo que en el fondo de su ser anhela. Someterse a ella es encontrar el perdón, la felicidad, el amor infinito de Dios. Y todos los hombres están creados para ella y siguen invitados.
Pilatos fue invitado. Cada uno de nosotros seguimos invitados. Y cada uno podemos renovar en esta eucaristía, en este Año de la fe, la respuesta a esta Verdad.
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