P. Vicente Gallo, S.J.
Los cristianos llamamos “Sacramentos” a ritos visibles que significan y dan la gracia de la Salvación que tenemos en Jesucristo. Uno es el Bautismo, el cuál, mediante el agua que, como en el Diluvio, mata la vida que no merecía vivir y da la vida a los que con Noé, siendo justos, merecían ser la humanidad nueva; así en el incorporado a Cristo por la fe en El y ese rito con agua, mata al hombre primero cuya vida es morir, y le da el vivir nuevo por el que vivirá para siempre con Dios hecho hombre “muerto en la Cruz por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación”. Habría que explicarlo debidamente, pero de momento basta la formulación que hacemos.
Otro Sacramento es el Matrimonio. Un hombre y una mujer bautizados, mediante la entrega que se hacen jurándose ante Dios la decisión de amarse para siempre, dan muerte al amor humano tan frágil y caduco, para entrar en el amor con que Dios nos ama, que es un amor que nunca fallará y que ni la muerte podrá romperlo.
En el mundo se llama “amor” a cualquier cosa, a un simple atractivo caluroso, que puede significar una mera ilusión desde la necesidad sentida de tener pareja, un mero deseo de que ese atractivo perdure para siempre, o un vulgar atractivo sexual para satisfacerse a costa del otro. Puede significar también algo más serio. Pero como simple afecto humano que es, inevitablemente carece de verdadera consistencia; puede desvanecerse por cualquier motivo más fuerte que sobreviniere, y de todas maneras es tan caduco que está amenazado por la muerte. ¿Con qué ilusión luchar por algo tan endeble y engañoso? “En adelante, no serviré a quien se puede morir”, dijo un Santo.
Los cristianos, hombre y mujer, entienden las cosas desde la fe; no sólo desde el puro sentimiento. Entienden que ese afecto sentido de atracción mutua para casarse es una llamada de Dios, por la que les manifiesta que les hizo el uno para el otro. Cuando, conociéndose más, ven que así es en efecto, deciden responderle a Dios que sí, que deciden libre y responsablemente tomarse como esposos y mantenerse fieles el uno al otro amándose, respetándose, y ayudándose mutuamente todos los días de su vida.
Entendemos, pues, que esa decisión la toman desde la fe firme por la que conocen que su amor es cosa de Dios; y que por voluntad de El, y no sólo de ellos, deciden tomarse como esposos. Ese amor que se tienen y se juran mantenerlo para siempre, entienden que es el amor mismo de Dios en nuestros corazones. Nuestro corazón, desde el Bautismo, es de Dios, como lo es el amor de Cristo a quien estamos entregados para ser su cuerpo; el amor con el que se sienten llamados a ser esposos, no sólo es obra de Dios, sino que es el amor con el que Dios los ama, y con el que Dios quiere amar a cada uno desde el corazón del otro. Un amor que no sea solamente de palabras o de besos, sino de entrega fiel al otro, respetándose siempre y ayudándose en todo mutuamente. “Amaos unos a otros como Yo os he amado”; “Como el Padre me ha amado a mí así os he amado yo: permaneced en mi amor”, sed prolongadores de mi mismo amor, dice Jesús. “No hay amor más grande que dar la vida por aquel a quien se ama”, añade: no viviendo en adelante para uno mismo, ni a costa del otro; sino dándole vida al otro, desviviéndose uno mismo para que de ello viva el otro.
Porque “amar es entregarse olvidándose de sí, buscando lo que al otro pueda hacerle feliz; qué lindo es vivir para amar, qué grande es tener para dar, dar alegría y felicidad, darse a uno mismo, que eso es amar. Si amas como a ti mismo y te entregas a los demás, verás que no hay egoísmo que no puedas superar; ¡qué lindo es vivir para amar, qué grande es tener para dar, dar alegría y felicidad, darse uno mismo, eso es amar!”. Tú (se señala a él) le juras a Dios que vas a amarla a ella tu esposa, todos los días de tu vida, tanto como la ama Dios. Y tú (se señala a ella) le juras a Dios, no a los hombres, que le vas a amar a él tu esposo, todos los días de tu vida, tanto como Dios le ama. El corazón de cada uno, que es de Dios, será el corazón con el que Dios quiere amar al otro todos los días de vuestra vida. “En las alegrías y en las penas, en lo próspero y adverso, en la salud y en la enfermedad”, en los días o momentos felices y en los penosos, en todas las situaciones. Pero insistiendo en que se promete hacerlo así “todos los días”, no algún día que otro, ni dejando que se pasen muchos días sin hacerlo así. Desde la fe no se dice “hasta el fin de la vida”; porque ni la muerte los separará, sino que a través de ella pasarán a amarse allá para siempre y de la manera más total, sin limitación posible, de verdad y “sin límites”, igual que como los ama Dios, ya de veras.
Ese amor como Dios nos ama, dice San pablo, es comprensivo (como Dios nos comprende siempre y nos ama); y es servicial (no de meras palabras o gestos amorosos, sino de obras de servicio, como Dios nos ama dándonos todo cada día y también cuando hemos pecado); ese amor no tiene envidia (doliéndose uno de que él ama más y el otro le ama menos); ese amor no es arrogante (pavoneándose de amar así); no se hace engreír (ni tampoco engríe al otro, sino que busca lo auténtico); no actúa con bajeza (ni con disimulos que ofenden); no busca el propio interés (“te muestro amor para ver qué saco de ti”); no se irrita (por hastío o por sospechar no sé qué); no toma cuentas del mal (como anotándolo todo en una libreta para un día poder echarlo en cara); no se alegra de la injusticia (gozándose de “te he pescado en una”); sino que se alegra con la verdad (tomando muy buena nota de todo por lo que el otro merece ser de veras amado). El amor disculpa sin límites (sin hallar cosa que no pueda disculpar, juzgando de inocente al otro mientras no se demuestre que es culpable y, aun así, perdonando); cree sin límites (siempre sigue creyendo en el otro); espera sin límites (esperando en el otro aun a pesar de todo); soporta sin límites (sin tirar nunca la toalla, con un “ya no soporto más”); ese es el amor que nunca pasa (el que hace la indisolubilidad matrimonial).
Cualquier otro amor en el que se haya creído y con el que una pareja se une en lo que se llama matrimonio, será un amor sin consistencia. Por mucho que se juren ante un representante del Estado que se amarán para siempre, se tomará constancia de ello aun por escrito; pero llegado el caso en que ya no se amen, esa misma autoridad que los vio casarse, hará constar que se separan dejando de ser matrimonio. Ahora bien: si es a Dios a quien se le ha dicho, comprometiéndose a amarse no con una amor cualquiera sino como los ama Dios a cada uno y a ambos como casados, la palabra dada a Dios no puede retractarse, ni el amar como Dios ama puede dejar de existir. Si se aman como Dios los ama, y lo hacen todos los días de su vida, como a Dios se lo han prometido, ese amor es indisoluble porque no puede dejar de ser verdadero siempre. Y es el amor que de veras hace felices a los dos.
“Maridos, dice San Pablo: amen a sus esposas como Cristo ama a su Iglesia, que se entregó a sí mismo por ella, la purificó y la santificó con la Palabra y mediante el Bautismo del agua. Porque si es cierto que deseaba una Iglesia espléndida, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada, él mismo debía preparársela y presentársela así para él”. Cristo no encuentra a su Iglesia limpia ni hermosa, ni a vosotros ni a mí; pero nos ama como un esposo a su esposa; la desea a su Iglesia digna de él, “radiante, sin mancha ni arrugas ni cosa parecida, sino hermosa y santa, y él mismo es quien debe preparársela para presentársela así”. Así ha de amar el esposo a su mujer e igual la esposa a su marido: no por hallarse el uno al otro tan perfectos, sino haciéndose siempre perfectos el uno para el otro.
Si es sentencia de Dios “se harán los dos una sola carne”, esposo y esposa deben amarse uno al otro como se ama al propio cuerpo, razona San Pablo: nadie aborrece a su propio cuerpo por lo malo que encuentre en él, sino lo que lo cuida y lo alimenta; como Cristo hace con su Iglesia porque somos parte de su cuerpo. “Este es un misterio grande -concluye San Pablo- que yo lo refiero a Cristo y a su Iglesia; por lo que a vosotros os digo que cada uno ame a su esposa como a sí mismo y la mujer ame así a su marido”. Cada uno de vosotros, desde el Bautismo, sois la Iglesia de Cristo, a la vez que sois Cristo mismo, su Cuerpo, la humanidad que El ha hecho suya. Desde cada uno, Cristo ama a su Iglesia que es el otro; y cada uno es la Iglesia, que corresponde con amor a Cristo que la ama como Esposo enamorado, con verdadero amor de Dios. ¿Se puede dar un enamoramiento mejor? Con ese amor han de vivir en matrimonio los cristianos.
Exactamente esto mismo lo podemos aplicar a nuestra vida los sacerdotes en la relación con nuestra Iglesia, es decir, con aquellos creyentes que Dios nos confía a cada uno para pastorearlos en nombre del único Pastor Cristo. Nuestro celibato, no es efectivamente por la razón de que no tengamos sexualidad definida de hombres o carezcamos de la inclinación normal del sexo. Tampoco es porque consideremos que el casarse para hacer uso del sexo es cosa peor que el renunciar de por vida a ese uso. Sencillamente es porque Cristo nos ha llamado, porque El lo ha querido, para que sirvamos a su causa de la salvación estando en su lugar: “Como el Padre me ha enviado a mí, así os envío yo a vosotros”. Para trabajar en su lugar y en su nombre.
Somos presencia misma de Cristo, “lugar tenientes de Cristo”, dice San Pablo: y así nos han de hallar quienes nos ven. Siendo así “Alter Christus”, “Cristo mismo”, estamos desposados con la Iglesia que El nos confía para amarla y salvarla: esa Iglesia es “nuestra esposa” como lo es de Cristo; Cristo en nosotros será el Esposo fiel de esa Iglesia. Como sacerdote diré a todos en nombre de Dios, vosotros sois esa Iglesia mía, a la que Cristo en mi persona quiere amarla como El vino del Cielo para amarnos. Y los sacerdotes debemos aprender de los esposos cristianos para saber amar a nuestra Iglesia con amor real, como la ama Cristo. Los esposos cristianos, a su vez, deben aprender a amarse como Cristo los ama, viendo a los sacerdotes cómo aman a su Iglesia; con la misma verdad y la misma fidelidad como Cristo ama.
Lamentablemente no suele ocurrir que los esposos aprendan a amarse viendo cómo aman los sacerdotes a su Iglesia, a esos mismos esposos, por ejemplo. Y los sacerdotes tampoco suelen tener mucho interés de aprender a amar a su Iglesia, a quienes se acercan a ellos, viendo cómo se aman los esposos. Les exigen a los esposos que se amen, sí, pero no les enseñan con su ejemplo cómo se ama de la manera como ama Cristo. Aunque así debería ser. Y en el amor que los esposos se tengan, todos quienes los vean deberán poder aprender cómo se ama según su distintivo y su precepto: “Como yo os he amado”. Amándoos de esa manera, los sacerdotes y los esposos seremos presencia de Cristo, que ha de ser hallado en nuestro amor.
Todo lo que hemos reflexionado en esta Charla, seguramente parecerá muy novedoso y desconocido. Pero no dudemos de que es lo fundamental para entender no sólo lo que es el “casarse por la Iglesia”, sino también lo que es el Matrimonio como Sacramento. Más todavía: que el matrimonio es un Sacramento no sólo en el momento en que se casan una pareja de creyentes cristianos, sino que es un Sacramento que ha de vivirse permanentemente, todos los días, y hasta el fin de la vida. Entendiendo también que todas las infidelidades que en el vivir en pareja se puedan tener en esa exigencia de amarse como Dios los ama a cada uno, es pecar contra Dios y es pecar igualmente contra la Iglesia a la que se le da la palabra de amarse siempre y de ese modo. Y que es a la Iglesia, y a Dios mediante ella, a la que hay que pedir perdón, para con ese perdón seguir en la palabra dada de amarse. Es a la Iglesia a la que se deja en mal lugar pecando contra el amor jurado, y la Iglesia a la que se hace Santa con el perdón de Dios.
Cuando en la vida del matrimonio cristiano, en la pareja se ofenden, esos esposos es a Cristo a quien ofenden; al que verdaderamente hieren es a su Amor. Esos esposos, en consecuencia, no sólo tienen que perdonarse siempre, sino sanar la herida que se hicieron el uno al otro. Porque es el Cuerpo de Cristo al que ha sido herido, y es al que se tiene el deber de sanarlo, con la más verdadera sanación. La que consiste, quede bien claro, no solamente en “perdonar” y perdonar de veras, sino en sanar la herida de tal manera que esa herida deje de existir. Como es el perdón de Dios cuando nos perdona. Teniendo siempre en cuenta que el “perdonar de veras” y aun el “sanar de veras”, no es lo mismo que olvidar. Podemos dar por cierto que Jesús no se ha olvidado de que Pedro le negó aquella noche de la Pasión; no lo puede olvidar; pero no sólo le tiene perdonado, sino que desde entonces le ama mucho más. Como tiene que darse en toda sanación.
Somos “cristianos”. No podemos dejar al margen nuestra fe, sino, por el contrario, es en ella en la que debemos basarnos para amarnos de veras tanto como nos ama Dios. Si no se entiende así el Matrimonio, además de que no significaría nada el “casarse por la Iglesia”, no seríamos distintos de los matrimonios no cristianos. No estaríamos haciendo un mundo distinto, un mundo salvado por Cristo, un mundo nuevo y mejor, el que todos deseamos tanto, y el que tanto desea Dios para esta perdida humanidad.
Ser matrimonios cristianos, vivir cada día juntos el Sacramento, es el mejor aporte que se puede dar a la humanidad desde la inquietud social que se tenga como cristianos; porque el mundo será lo que sean los matrimonios, las familias, y se necesita de quién poderlo aprender. Esta es la razón por la que ver al Matrimonio cristiano como SACRAMENTO no es una simple consideración piadosa un tanto marginal; sino lo más importante que se ha de ver al hacerse conscientes del casarse no de cualquier manera firme, sino “casarse por la Iglesia” como suele decirse sin entender lo que eso es. No es “casarse en una Iglesia”, ni creer que es el sacerdote quien los casa; son los novios quienes se casan, ante un sacerdote como testigo, que los recibe en nombre de la Iglesia. Y de veras “se casan por la Iglesia”; siendo Iglesia de Cristo, se casan según su Ley.
Siendo “cristianos”, es decir, “de Cristo”, se da que “Nosotros somos la Iglesia”, la Iglesia de Cristo. Y casarse deberá ser como quienes tienen esa fe de “ser de Cristo”. Pero casarse siendo de Cristo, será para hacer su mismo Cuerpo de Dios, al que nadie puede tener derecho a romperle en sus miembros. Por eso es definitiva la sentencia de Jesús acerca del Matrimonio como lo estableció el Creador desde el principio, cuando “creó al hombre y a la mujer, hombre y mujer los creó”, y consiguientemente “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19, 4-6).
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Escribir una carta a tu pareja diciendo las maneras específicas como prometes amar tú al otro todos los días, para ser felices tanto como Dios lo desea para ambos, en ese matrimonio que El soñó cuando les hizo el uno para el otro, y que los destina a ambos a su misma felicidad de Dios.
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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