Sé que quieres la paz. No sólo para tu país o para el mundo. Sé que quieres y necesitas esa paz que nace, como flor inesperada, bajo un alero del alma. Quisieras despertarte un día y encontrar que la noche te regaló esa flor, y que ella ha llegado para ya no abandonarte nunca. Pero así como a tu mundo y a tu país, a tu corazón le falta esa paz.
Y cuando descubres que no tienes paz, o que la pierdes tan fácilmente, junto con ella pronto te abandona la paciencia. El humo de la ofuscación asoma pronto en tu casa y el entendimiento a duras penas puede discernir camino tras los vapores espesos de la confusión. Sé que no te gusta ser así; sé que detestas ser así; sé que darías mucho por no ser así; pero eres así. Y así de frágiles en su custodia de la paz son tus hermanos los hombres, y por eso lo extraño no es que falte la paz, sino que no haya más contiendas.
Hoy quiero mostrarte un paso, un humilde pero precioso paso, hacia la verdadera y ansiada paz. No añadas a la falta de paz la protesta por que no hay paz. Piensa en un hombre que no tiene pan, aunque trabaja para conseguirlo. ¿Ayuda en algo disgustarse porque no hay lo que luego vendrá? ¿Acaso el estómago come disgustos, o no será más bien que los disgustos hacen peor al hambre misma?
Es preciso que aproveches para Dios todo, no sólo lo que a ti te gusta. A ti te gusta sentir paz; te encanta descubrir que tu querer y el querer de Dios van exactamente en la misma dirección; te fascina percibir esa deliciosa armonía que a veces se da entre tus esfuerzos y tus frutos, entre tus expectativas y tus resultados, entre tus posibilidades y tus oportunidades. Cuando algo de esto sucede, quisieras congelar el tiempo, detenerlo todo y caer eternos esos instantes en que de repente todo va como tú crees que debiera ir.
Esos momentos tú los sabes aprovechar, y sabes también volverlos gratitud y alabanza. Lo que no sabes, y ahora es preciso que empieces a aprender, es aprovechar las horas de contradicción exterior y de desasosiego interior en ofrenda que Dios también espera y también acepta, quizá incluso con mayor gusto que las loas que le tributas en las horas buenas.
Nota que no te digo que no sientas ese disgusto o esa inconformidad contigo, con las circunstancias, o con las personas. O que te digo es que no hagas de ese disgusto un círculo de protesta, ira, ofuscación, división interior, autoculpabilidad, y casi siempre, pecado. El mismo Dios que te da los tiempos buenos te da los tiempos malos. ¿Y es que tú te crees que Dios no sabe que tú sientes y que vas a sentir ese disgusto o esa ansiedad o ese desasosiego? ¡Bien lo sabe Dios! Y con el mismo amor que te da lo uno te da lo otro. ¿Por qué, pues, vas a recibirle lo uno con grandes sonrisas y lo otro con infantiles protestas y reclamos interiores? De los tiempos buenos puedes disfrutar mucho, pero la realidad es que sueles aprender poco, así como es poco lo que cambia en ti en tales circunstancias.
Lo más importante de lo que te quiero decir es esto: no intentes cambiar directamente el sentimiento interior, por ejemplo, de desaprobación, irritación o fastidio. Más bien aprende de él. Aun en medio de la tormenta hay luces y faros encendidos. Hazte preguntas, incluso cuando todavía braman los vientos del coraje y tu ánimo es una pobre barquichuela al azar de olas espantosas. Reconoce allí qué parte de tu yo ha sido herida y qué renglón de tus intereses ha sido lastimado. Descubrirás que la tormenta disminuye y que la realidad es que tus pretensiones y malas costumbres son la causa principal de toda esa bulla y enfadoso estrépito.
Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.
Fr. Nelson M.
Agradecemos a Zoila por compartir esta reflexión.
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