Lecturas: Ex 3,1-8.13-15; S. 102; 1 Cor 10,1-6.10-12; Lc 13,1-9
Ya se habrán dado cuenta con las lecturas de hoy que la Iglesia nos pide
que insistamos en el esfuerzo de conversión.
En esta perícopa todo el texto son palabras de Jesús. Primero comenta dos
hechos, corrigiendo la mentalidad popular del tiempo que los explicaba como un
castigo de Dios por los pecados personales. Tanto la furia de Pilatos como las
piedras de la torre habrían alcanzado a pecadores; a los demás no les habría
pasado nada. No nos debe extrañar pues también hoy hay quienes piensan así, que
las desgracias ocasionales son sólo un castigo para las personas pecadoras. La
providencia de Dios haría que sólo alcancen a los pecadores.
Por lo demás el hecho referente a Pilatos entra dentro de su modo de
comportarse como gobernante, como aparece en el historiador judío Flavio
Josefo. Por abusos semejantes fue denunciado a Roma, depuesto allí y condenado
al destierro, donde murió.
Jesús aprovecha ambas noticias para exhortar a todos a la conversión y
acentúa su necesidad añadiendo la parábola de la higuera estéril.
El sentido de las palabras de Jesús está bien claro. Quienes en ese momento
están presentes representan a gente normal, es decir al conjunto de todos los
hombres en su infinita variedad, sin destacar ninguna clase o grupo particular.
Comprende también a los discípulos (v. Lc 12, 41-48). Todos nosotros estamos,
pues, incluidos y debemos aplicarnos estas exigencias. Así Jesús llama a todos
a un esfuerzo de conversión que no debe interrumpirse nunca.
La higuera como símbolo del pueblo y personas elegidas por Dios, que han
recibido la revelación de Dios y de las que espera la conversión y el fruto de
las buenas obras es frecuente en la escritura. El dueño de la viña es Dios, el
viñador representa a cualquiera de los profetas y enviados, pero más
especialmente a Jesús mismo. Los tres años que el dueño, Dios, llevaba viniendo
a ver la higuera manifiestan la paciencia de Dios que espera mucho tiempo, más
que el estrictamente necesario, pues la higuera debería haber empezado a dar
fruto desde el primer año. El dueño está cansado de ver sus hojas verdes, pero
sin dar fruto alguno. Decide sea arrancada. Pero el viñador, Cristo mismo, le
pide esperar todavía más; redoblará sus esfuerzos. Todavía tiene esperanza.
Pero si una vez más queda frustrada, entonces sí la arrancará. No quiere
hacerlo, pero no habrá más remedio.
La lección es clara: “Si ustedes no se convierten todos perecerán de la
misma manera”.
La primera lectura nos narra cómo Dios llamó y envió a su viña a uno de los
grandes viñadores que ha enviado a lo largo de la historia. Se trata de Moisés.
Dios no es ciego ni sordo. Dios ve la dolorosa situación del pueblo que había
elegido. Ese pueblo es anticipo y signo, y representa a toda la Iglesia. Dios
ve a muchos de sus hijos de ese pueblo predilecto en la esclavitud del pecado,
hambrientos y sin libertad, y se ha fijado en ellos y “baja” para librarlos a
una tierra fértil, que quiere darles para que sean libres en ella. Esa “bajada”
la hace el Señor por medio de Moisés al que le encarga esta misión. El nombre
que da de sí mismo, que es el Dios de sus padres, Abrahán, Isaac y Jacob, es
difícil de interpretar. Pero el “Yo soy el que soy” o simplemente “Yo soy”
parece que significa “el Dios que está cercano de ti”, el que no te abandona.
Dios no deja abandonado ni perdido a nadie. Jesús dirá de sí mismo que ha
venido a salvar lo que estaba perdido, que es el pastor que busca la oveja
perdida, para que se convierta y se salve. El salmo responsorial lo confirma:
“El Señor es compasivo y misericordioso. Perdona todas tus culpas, cura todas
tus enfermedades, te colma de gracia y de ternura”.
En la segunda lectura San Pablo explica cómo las infidelidades de los
israelitas en el desierto son un motivo de escarmiento para nosotros. A pesar
de las muchas intervenciones extraordinarias de Dios muchos de ellos
prevaricaron y no llegaron a la tierra prometida. “El que se cree seguro,
¡cuidado! Que no caiga”. La tentación y el peligro de pecar nos acechan
siempre.
En ningún momento el viñador cesa de vigilar su viña. Corta los sarmientos
secos y la limpia continuamente para que dé más y mejor fruto (Jn 15,2). Esa
acción del viñador, que llamamos “gracia”, continúa estimulando el esfuerzo de
los obreros de la viña, que atendieron la invitación de ir a trabajar. A nadie
es permitido enterrar ningún talento. Hay que seguir quitando vicios y
defectos. El que no se esfuerza, no es porque no los tenga sino porque no
quiere verlos y se conforma con una vida rutinaria. Pueden ser defectos cuyas
raíces permanecen, virtudes que sólo se han alcanzado a medias. No olvidemos el
mandato de Jesús a todos: “Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto”
(Mt 5,48).
Para mantenerse en esa actitud de conversión, de mejora constante de las
virtudes, ayuda la lectura y meditación de la palabra y de las vidas de santos
y otras obras espirituales y desde luego la oración frecuente y aun diaria. El
sacramento de la penitencia es medio magnífico, si se usa debidamente, en este
proceso incesante de conversión. Otro medio es el de la dirección espiritual. Y
sin duda es necesaria una actitud decidida aceptando las cruces más diversas y
el ejercicio constante y vigilante de la caridad.
Resumiendo: para mantenerse en mejora y conversión continua es necesario
que la fe, la esperanza y la caridad estén conscientemente vivas y actuando.
Que la Virgen María nos alcance esta gracia que nos estimule y empuje siempre.
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