Lucas 3,1-6
En este segundo domingo del camino del Adviento, se nos exhorta a la
conversión. San Lucas recoge una profecía de Isaías: “Enderezad el camino,
allanad las sendas” (Is. 40, 3-4); el profeta nos enseña su mensaje mediante dos
metáforas: una referente al camino: enderezad los caminos; y la otra referente
al terreno: hay que hacerlo llano. Es una forma gráfica de hablarnos de la
conversión: pues llega el Señor, y hay que prepararle un buen camino para que
llegue a nosotros.
Debemos enderezar las sendas: en nuestro camino hay recovecos, en
nuestro corazón hay muchas cosas que no son rectas, sino sinuosas. Hay muchas
cosas que hay que rectificar, porque no son rectas. Hay muchas cosas en
penumbra, cosas escondidas. Cuando se habla de rectificar, de hacer recto lo
torcido, se está haciendo referencia a las segundas intenciones (torcidas) que
se esconden detrás de acciones aparentemente desinteresadas. En las relaciones
familiares a veces se muestra un aparente intenso afecto a los padres, cuando
se les quiere sacar algo. A veces se busca la amistad por intereses muy
egoístas. En la misma caridad se puede buscar aplauso y alabanza. La oración
inclusive, puede tener detrás un interés de autocomplacencia, de
autojustificación, de consuelo narcisista. Hay que enderezar todo lo que está
torcido.
Cuando busco mis intereses (con egoísmo), más que la entrega, ahí hay
algo torcido que enderezar. Cuando uso mal mi tiempo, lo pierdo, o lo uso
demasiado en cosas que no lo merecen, hay algo que enderezar. Cuando me
encierro en mi propio mundo morboso del dolor vivido casi con complacencia,
entonces hay algo torcido que enderezar. Cuando mis metas no son elevadas, mis
ideales no son los de una persona iluminada y atraída por Dios, sino son simplemente
de la tierra y para la tierra, ahí hay mucho que enderezar.
Hay muchos recovecos, muchos rincones escondidos en nuestro camino, son
muy variadas las torceduras. El Adviento, por boca de Isaías nos dice, que, ya
que viene el Señor, nos dediquemos a rectificar, a hacer recto el camino, para
que el pueda llegar a nosotros por un camino apropiado.
Pero también se nos dice que elevemos lo que está hundido, y rebajemos
lo que está levantado. Aquí está aludiendo también el profeta al terreno por el
cual transcurre el camino: partes elevadas, o partes muy hundidas: hay que
hacer un camino llano. Hay hundimiento en nuestro camino, cuando propendemos al
pesimismo, cuando cultivamos la tristeza, cuando no salimos de nuestro cuarto
oscuro, donde cultivamos tenazmente nuestro fracaso, o nuestra soledad, o
nuestra enfermedad, o nuestra mala suerte. El Señor que viene, no puede llegar
si encuentra una sima hundida, un abismo tan hondo, en nuestro terreno: Dios no
está con la tristeza, así cultivada, como si se hubiese perdido la esperanza.
Pero lo mismo que hay que llenar los abismos, hay que rebajar lo muy
elevado: la cresta del orgullo, es un impedimento para el camino. A veces nos
sentimos en los cielos, elevados, encaramados sobre la cima de nuestro orgullo;
nuestra soberbia nos hace creer superiores, nuestro ego crece, inflándose de
vanidad. Tampoco Dios puede acercarse cuando en el camino encuentra la barrera
de nuestra soberbia. Hay que rebajar esa hinchazón y reducirnos a nuestras
modestas, pero más auténticas dimensiones. Así el camino queda preparado para
que el Señor se nos acerque.
Esta es la voz de esperanza que nos da el Adviento: enderezad los
caminos, allanad el sendero; que el Señor está llegando. Y de ahí nace la
urgencia de preparar el camino: viene a nosotros Aquel que más queremos, y no
desearíamos que no encontrase el camino, y que no se pudiera producir el
encuentro con nosotros.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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