P. Vicente Gallo, S.J.
1. La Familia es comunidad de personas
“La familia, según el designio de Dios, está constituida como una íntima comunidad de vida y de amor...en una tensión que, al igual que toda realidad creada y redimida, hallará su cabal cumplimiento en el Reino de Dios”, dice la Familiaris Consortio (citando al Vaticano II en la Gaudium et Spes 48). Y añade: “La esencia y el cometido de la familia son definidos en última instancia por el amor. Por esto la familia tiene la misión de custodiar, revelar, y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del Amor de Dios a la humanidad y del amor de Cristo a su esposa la Iglesia” (FC 17).
La Familia es una comunidad de personas: esposo, esposa, hijos, parientes. La Familia está fundada por el amor de sus integrantes, y ha de vivir en ese amor. Viviendo en el amor, han de salvarse la dignidad de cada persona que forma esa comunidad, a la vez que la real “comunión de personas” que haga la felicidad de cada uno fundada en el amar y en el ser amado, dos de las necesidades de toda persona humana por las que no se vive en la soledad sino en relación, para en ella satisfacerlas.
Esa comunidad así formada exige ser indisoluble guardándose total fidelidad, desde un amor como el de esposos que ya “no son dos, sino una sola carne” (Mt 19, 6). Sobre todo entre los “cristianos”, que han de amarse con el amor de Dios, que el Espíritu Santo infunde en sus corazones y hace con ellos “Familia de Dios”: con la unidad y la indisolubilidad del Cuerpo de Cristo. Lo que puede ser discutible entre los no cristianos, entre los cristianos no lo es. También en esto somos los cristianos “sal de la tierra” y “luz para el mundo”. Y como Cristo, no somos del mundo, sino de arriba (Jn 8, 23)
En la familia cristiana, entendida con esa exigencia de ser “sal y luz del mundo”, hay que enfatizar que la mujer tiene la misma dignidad e idéntica responsabilidad que el hombre: en el ejercicio de compartir la vida donándose el uno al otro, así como en toda referencia a los hijos, que no son del uno o del otro, sino de ambos a la par. Un ejemplo preclaro de familia para la humanidad entera es la santa Familia de Nazaret. Y lo debe ser la Iglesia: “Todos sois hijos de Dios por Cristo; ...varón o mujer, todos sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 26ss).
La mujer no es, como sucede en tradiciones humanas, sólo para ser esposa y madre. En cualquier sociedad progresista y buena, son también para la mujer las profesiones y funciones que antes se reservaban solamente para los varones; los trabajos de la casa, si los realiza la esposa, será porque ella los asume libremente, pero han de valorarse, igual que los trabajos del hombre fuera del hogar, como propios, necesarios, en realidad insustituibles; cada uno estando en lo suyo para servir con ello.
El varón y la mujer son igualmente necesarios en el matrimonio y en la familia, aportando cada uno sus valores peculiares. Será en la propiedad y el manejo del dinero, tan necesario para la vida conyugal y de la familia. En la sumisión y la obediencia del uno al otro. En la autoridad que les compete dentro de la sociedad familiar. En todos los derechos y en todos los deberes del matrimonio. Con San Ambrosio, obispo de la antigüedad, la Iglesia enseña a los hombres respecto de sus mujeres: “No eres su amo, sino su marido” (Hexameron, V, 7, 19).
Pero en la familia no solamente están el esposo y la esposa con igual dignidad de personas, con iguales derechos e iguales deberes. También están los hijos, desde muy niños hasta que, siendo adultos, se emancipan como les corresponde. Lo mismo que, sea en la casa, o en casa distinta, están los abuelos, cuando todavía se valen por sí mismos o cuando están necesitados por ser ancianos. La Iglesia defiende la igualdad de todos en su dignidad de personas y en sus correspondientes derechos. Especialmente los niños y los ancianos son más débiles y más necesitados de ayuda en el amor de la familia, y se les ha de tener esa consideración.
Los niños son el futuro de los padres, de la familia y de la sociedad; los ancianos, son el pasado que, los ahora padres o hijos, han heredado, pero que fueron ellos quienes lo labraron. No son un peso, una carga; sino que, desde la esperanza o la gratitud, son un valioso motivo que estimula el vivir conyugal, el trabajo que hagan como pareja y el amor del que viven. Los muy sagrados “derechos humanos”, son -si cabe- más inviolables en ellos.
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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