P. Adolfo Franco, S.J.
Juan 6, 60-69
En el Evangelio de hoy, Jesús hace una pregunta a los oyentes del discurso sobre la Eucaristía, que también hoy es un cuestionamiento para nosotros: "¿También ustedes quieren marcharse?"
Cuando Jesucristo
termina de proponer el discurso eucarístico, que ocupa una gran parte del
capítulo sexto del Evangelio de San Juan, muchos de los oyentes piensan que
toda esta enseñanza es inaceptable. Jesús ha manifestado a sus oyentes que El
es el pan bajado del cielo, que hay que comer su cuerpo y beber su sangre, y
que el que coma de este pan vivirá para siempre. Frente a estas afirmaciones
tan deslumbrantes, una buena parte de los oyentes se marcha, porque todo les
parece inaudito, inaceptable.
Jesús, que se ha
querido manifestar en la intimidad, que ha anunciado “el gran regalo de la Eucaristía”, como la
participación de los hombres en la salvación que El nos trae, sufre un tremendo
fracaso. Por haber manifestado este misterio maravilloso, ve que los hombres se
sienten defraudados, y se le van yendo uno tras otro. Parece que “la gran
maravilla” no interesa a nadie y muchos la consideran un disparate . Y cuando
todo el grupo ha disminuido hasta la mínima expresión y quedan solos los
apóstoles, con tristeza, la tristeza de un Hombre que da todo y nadie lo
quiere, les hace a los apóstoles una pregunta salida desde su dolor ¿ustedes
también se van a marchar? Esta pregunta revela lo que siente su corazón, es
como si dijera ¿estoy de más en este mundo? ¿a nadie le interesa mi amor?
Y Pedro, en nombre
de los apóstoles, responde con el corazón: Señor ¿a quién iremos? Sólo Tú
tienes palabras de vida eterna. San Pedro ha quedado sobrecogido ante el tono
con que el Maestro les ha preguntado si también ellos le van a dejar. Parecería
que el Maestro los necesita, y Pedro le da la respuesta adecuada: No podemos ni
siquiera pensar en irnos, porque no tendríamos ya ningún lugar, fuera de Ti.
Como quien dice: sin ti no hay para nosotros ni lugar a donde ir, ni vida que
valga la pena. El Señor se ha convertido de verdad en la razón de ser de los
apóstoles.
Es una escena del
Evangelio en que podemos sentirnos retratados. A veces la fe nos plantea
dificultades, y no sólo teóricas; sino a veces dificultades nacidas de los problemas
reales que nos suceden. La fe nos desafía tantas veces en las circunstancias
difíciles de nuestra vida. Y podríamos sentir la tentación de claudicar;
sentiríamos la tentación de decirle a Jesús: si las cosas son así, yo me voy. Y
también con respecto a las exigencias morales del evangelio, podemos sentirnos
cuestionados; podríamos pensar: si hay que comportarse así, para ser
cristianos, yo me marcho. Y de hecho hay personas que por las exigencias morales
del Evangelio, se van y abandonan a Jesús; y Cristo las ve marchar con pena;
también ahora El siente que le dejen.
A todos nosotros,
a cada uno en momentos muy particulares, nos hace Jesús la pregunta ¿también tú
quieres marcharte? Y también nosotros deberíamos responder como San Pedro ¿y a
quién iría? Sólo tú tienes palabras de vida eterna. Sólo Tú le das sentido a mi
vida. Sin Ti no sabría a donde ir.
Así se pone de
relieve una pregunta acuciante, ¿nos decidimos por Dios o no? Es la pregunta
central del ser humano; y todos nos enfrentamos alguna vez con esta pregunta,
que espera una decisión fundamental.
Pero hay que tener
en cuenta lo que encierra la pregunta, y lo que encierra la respuesta:
decidirse por Dios libremente es aceptar su señorío, su bondad, sus planes, su
proyecto sobre nosotros: es ser dócil a Dios, y buscar a Dios como El es (una
búsqueda que en realidad nunca acaba), y no hacernos un Dios a nuestra medida,
creado por nuestra comodidad a nuestra conveniencia. Y esto pasa a algunas personas:
dicen creer en Dios, pero no en el Dios QUE ES, sino en el que ellos se
fabrican: Dios blando, informe, que no exige nada, o por el contrario Dios
déspota, vengativo, o policía, o lejano de nuestra vida.
Creer, aceptar a
Dios es aceptar a Jesucristo. No el Jesucristo recortado, que no tiene
exigencias, un Jesucristo tan dulcificado y tan sin desafíos, que termina
también siendo un mutilado en su figura y en su doctrina. No se puede creer
seriamente, aceptando sólo una parte del Evangelio. Porque, entre otras cosas,
aceptar sólo una parte, es considerarse juez de la doctrina de Dios (dictaminar
lo que es aceptable y lo que no lo es); termina uno considerándose superior a
Dios mismo. Hay algunas doctrinas de Jesucristo que resultan difíciles; pero no
podemos hacer recortes en el Evangelio que terminan deformando la figura de
Cristo mismo.
Aceptar a Dios y a Jesucristo, supone
también aceptar plenamente la
Iglesia que fundó el mismo Jesucristo, y en la que El
depositó su doctrina, su gracia y su salvación. Es verdad que la Iglesia está conformada
por hombres. Es verdad que este hecho hace algunas veces más difícil creer en la Iglesia. Pero la Iglesia es el único
espacio donde de veras podemos encontrar a Jesucristo. No podemos decir que
aceptamos a Dios, si no aceptamos a Jesucristo, y no podemos decir que
aceptamos a Cristo, si no aceptamos a la Iglesia.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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