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Especial: Nuestra Señora de Fátima

Celebrando la Fiesta de Nuestra Señora de Fátima y con ocasión del mes dedicado a la Virgen, seleccionamos los enlaces a las publicaciones dedicadas a la devoción de la Virgen de Fátima. Acceda AQUÍ.

Homilía de la Solemnidad de Pentecostés: Envíanos, Señor, tu Espíritu




P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas Hch 2,1-11; 1Cor 12,3-7.12-13; Jn 20, 19-23

El Catecismo de la Iglesia Católica, al pasar a exponer cómo ha de ser la conducta del cristiano, la titula “La vida en Cristo”. Y dice así: “En la catequesis es importante destacar con toda claridad el gozo y las exigencias del camino de Cristo. La catequesis de la vida nueva en Él será: una catequesis del Espíritu Santo”; y luego sigue la enumeración de los demás elementos (1697).

Esto es lo que hoy celebramos: El don del Espíritu Santo que Dios otorgó a su Iglesia para que realizase la misión que quería de ella. Es la misma misión de Cristo. La debe realizar la Iglesia en su conjunto y también todos y cada uno de nosotros, los que formamos esa Iglesia. Para eso vino el Espíritu Santo no sólo a los Apóstoles sino sobre todos los reunidos en el Cenáculo.
Pero además tengamos presente que Dios da el Espíritu Santo no una sino más e incluso muchas veces. Se lo dio ya el día de resurrección (v. Jn 20,23); y en el libro de los Hechos se señalan otras numerosas venidas del Espíritu Santo: cuando Pedro recibe en la Iglesia a los primeros paganos, cuando Felipe se acerca a la carroza del ministro de la reina de Candaces, cuando Pablo y Bernabé son seleccionados para ir a evangelizar Chipre y otras regiones.
Ya se lo he explicado en otras ocasiones. En el sacramento del bautismo se da al neófito (el que es bautizado) el don del Espíritu Santo, que se le comunica por haber sido injertado en la vid, que es Cristo. En el sacramento de la Confirmación se otorga también al bautizado el don del Espíritu Santo para que le comunique fuerza y eficacia para ser testigo de Cristo resucitado. A la escucha de la Palabra, la oración, el ejercicio de las virtudes y la recepción de los sacramentos también el Señor responde con la acción del Espíritu Santo. Cristo mismo dijo a todo el mundo y levantando la voz: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que crea en mí. De su seno correrán ríos de agua viva. Y lo decía refiriéndose –aclara el evangelio– al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él” (Jn 7,37s). Este Espíritu era el agua viva de la que habló Cristo a la mujer samaritana y que quería darle para que la elevase hasta la vida eterna. Este Espíritu, que no sólo vino en Pentecostés sino que siguió derramándose una y otra vez sobre apóstoles y fieles sigue actuando hoy en todos, también en los laicos, en ustedes.
Enseña así el concilio Vaticano II: “Consumada, pues, la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés para que indeficientemente (es decir sin descanso, constantemente) santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu. Él es el Espíritu de la vida o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna, por quien vivifica el Padre a todos los muertos por el pecado hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales. El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos. Con diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia, a la que guía hacia toda verdad y unifica en comunión y ministerio”.
Estos dones jerárquicos, de que habla el concilio, los da el Espíritu al Papa para que sea un buen Papa, a los Obispos para ser buenos obispos, a los sacerdotes, religiosos, laicos para cumplir cada uno con su misión específica. La de ustedes los laicos es la ofrecer a Dios y santificarse en todas esas cosas y actividades temporales en las que su vida está como entretejida: su vida de matrimonio y familia, su trabajo o su estudio, sus decisiones en la vida social en general. Así –prosigue el Concilio– el Espíritu “hace rejuvenecer a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven!. Así se manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Tengamos esto siempre bien presente. “Hacia el Espíritu Santo –dice San Basilio– dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación; hacia Él tiende el deseo de los que llevan una vida virtuosa, y su soplo es para ellos a manera de riego que los ayuda en la consecución de su fin propio y natural. Él es fuente de santidad, luz para  la inteligencia; Él da a todo ser racional como una luz para entender la verdad. Por Él los corazones se elevan a lo alto, por su mano son conducidos los débiles, por él los que caminan tras la virtud llegan a la perfección. Es Él quien ilumina a los que se han purificado de sus culpas y al comunicarse a ellos los vuelve espirituales. Como los cuerpos limpios y transparentes se vuelven brillantes cuando reciben un rayo de sol y despiden de ellos mismos como una nueva luz, del mismo modo las almas portadoras del Espíritu Santo se vuelven plenamente espirituales y transmiten la gracia a los demás. De aquí proviene aquel gozo que nunca terminará, de aquí la permanencia en la vida divina, de aquí el ser semejantes a Dios, de aquí finalmente lo más sublime que se pude desear: que el hombre llegue a ser como Dios” (“Liturgia de las Horas”, tiempo pascual, martes 7ª semana).
Por eso debemos activarlo siempre. Oremos, actuemos, vivamos bajo la acción del Espíritu. La misa dominical es  una gran oportunidad. “Anden según el Espíritu y no realicen los deseos de la carne” (Ga 5,16). María obtuvo con su oración que la gracia de Pentecostés fuera especialmente grande. Pidámosle a ella que por la glorificación de Jesús y la venida del Espíritu Santo nos conceda el Padre que dones tan grandes, como los recibidos en el bautismo y la confirmación, nos muevan a vivir con mayor plenitud, alegría y eficacia las riquezas de nuestra fe.



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Domingo 27 de Mayo del 2012




Pentecostés: Fiesta del Espíritu Santo

P. Adolfo Franco, S.J.


Juan 15, 26-27; 16, 12-15
o Juan 20, 19-23


Celebramos a nuestro "Consolador","Abogado", "El Paráclito", "El Espíritu de la Verdad"... y tantos otros nombres y hermosas características del Espíritu Santo.


El día de Pentecostés (al final de las siete semanas de pascua) la misma Pascua de Cristo llega a su culminación con la efusión del Espíritu Santo, que se manifiesta, se da y se comunica. Por eso es conveniente meditar en la íntima relación que hay entre la vida y la obra de Jesús y el Espíritu Santo. Es claro que esto brota de la misma relación esencial que hay entre Jesús y el Espíritu Santo, como dos personas de la misma Santísima Trinidad.

La relación entre la vida de Jesús y el Espíritu Santo está muy marcada en la revelación. El Espíritu se hace presente en los momentos centrales de la vida de Jesús. Y empezando por la concepción: es el Espíritu Santo el que vendrá sobre María, para que comience la Encarnación del Hijo de Dios. La existencia de Jesús en su origen humano es obra del Espíritu. En otro momento importante, en los cuarenta días en que Jesús está en el desierto, es el Espíritu el que lo lleva al desierto. En el Bautismo del Señor, el Espíritu en forma de paloma se posa sobre El. Empieza a predicar por la acción del Espíritu Santo. En algún momento se dice que Jesús oró lleno de gozo por la acción del Espíritu Santo. Y en la Ultima Cena Jesús continuamente les habla a sus apóstoles que les enviará el Espíritu Santo, y de la acción importante del Espíritu en ellos cuando empiecen a actuar. Parecería entonces que el Espíritu Santo es como una sombra que acompaña continuamente al Señor en todo lo que vive y en todo lo que hace. Esta es, en resumen, la participación del Espíritu Santo en la vida y en la obra de Jesús.

También es fundamental la actuación del Espíritu Santo en la obra de Jesus, la Iglesia. Con razón se ha dicho que si Cristo es Cabeza de la Iglesia, el Espíritu es el Alma de esa Iglesia. Desde el mismo comienzo el Espíritu Santo actúa cuando los apóstoles se reúnen para elegir al sucesor de Judas Iscariote, para completar el número de los doce. El Espíritu Santo es el que guiará la elección. Cuando Jesús se va al cielo, el Espíritu se hace presente más y más en la tarea de la Iglesia naciente. Y especialmente el día de Pentecostés (que hoy conmemoramos), en que ocurre esta invasión poderosa del Espíritu sobre los apóstoles; y no será ésta la única ocasión de su irrupción. Se cuenta en los Hechos de los Apóstoles varias de estas manifestaciones del Espíritu en los momentos de evangelización de Pedro y Pablo. En alguna ocasión se narra que el Espíritu Santo bajó sobre un grupo de paganos y naturalmente enseguida fueron bautizados. Cuando haya que dirimir el asunto tan delicado en la primitiva Iglesia, de si hay que circuncidar a los paganos para que se hagan cristianos, es el Espíritu Santo el que iluminará a los apóstoles para que tomen la decisión correcta. Y no solamente actúa el Espíritu Santo en la Iglesia en vida de los apóstoles.

En toda la historia posterior de la Iglesia está presente el Espíritu; por ejemplo, cuando en los Concilios la Iglesia tenga que definir más y más su doctrina. Es el Espíritu el que guía a la Iglesia en tantas bifurcaciones doctrinales como se le presentaron, para que escogiera siempre el camino correcto; precisamente ése, dejando los otros. Y esto ocurrió tantas veces. Así el Espíritu Santo fue el garante de la verdadera fe. Y más todavía: la Iglesia institución divina, y humana a la vez, tendrá momentos en que necesite una revitalización, y a veces una reforma. Y será el Espíritu el que en esos momentos haga surgir en la Iglesia tantos ejemplos de cristianos, para revivir el ideal de Cristo en su entera pureza: así nacerá la Vida Religiosa en la Iglesia, las diversas Congregaciones: los monjes, los franciscanos, dominicos, jesuitas. Etc. etc. Y cada uno en su momento, en el momento necesario; todos son manifestaciones del Espíritu Santo, especialmente en sus fundadores y para el bien de la Iglesia.

Todo esto es manifestación de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia. Pero también vive el Espíritu Santo en cada uno de nosotros, inspirando toda obra buena. Cuando oramos es el Espíritu quien ora desde nuestro interior, cuando anhelamos servir, cuando sentimos el deseo de ayudar. Todos esos movimientos interiores que producen obras buenas, son movimientos del Espíritu Santo en nosotros. El nos guía y nos conduce para que vivamos el Evangelio, para que vivamos como hijos de Dios, hermanos de Cristo y templos del Espíritu Santo.

Así hoy celebramos al Espíritu Santo que estuvo presente en cada uno de los momentos de la vida de Jesús, que está presente en la vida de la Iglesia y está presente en lo íntimo de nuestros corazones. Por eso oramos: “VEN, ESPIRITU SANTO”.


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Agradecemos al P. Adolfo Franco por su colaboración.

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Matrimonios comprometidos con la Iglesia - 2º Parte

2. Nuestro compromiso es con la Iglesia


P. Vicente Gallo, S.J.



Todos los Sacramentos cristianos son acciones de la Iglesia en nombre de Cristo.  Mediante estos Sacramentos nos incorporamos a Cristo, en cada uno de una manera especial.  Los “ministros” de la Iglesia para esos Sacramentos son, generalmente, los Obispos o los Sacerdotes en lugar suyo.  Pero en el Sacramento del Matrimonio, el “ministro” no es el Sacerdote que lo preside en nombre de la Iglesia, sino que los son el hombre y la mujer que se casan.  Ellos son la Iglesia que realiza esta acción sacramental que los incorpora a Cristo como pareja y les da la Gracia de Dios, la Salvación de Jesucristo.  Mediante este Sacramento, se hacen la Iglesia cuya vida es el Amor de Dios en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que lo infunde en los se casan para amarse así: “como Cristo ama a su Iglesia” (Ef 5, 25).

Hechos de la Iglesia como pareja, asumen como propia la Misión que Jesucristo ha dado a esa Iglesia suya, la misma Misión que el Padre le dio a él al enviarlo al mundo (Jn 20, 21). Cumplirán esa misión actuando, en primer lugar, con “el poder de pareja”: ese amor distinto con el que se aman, que se nota, que irradia como la luz de una luminaria, que contagia a quienes lo ven invitándolos a amarse como esa pareja se ama con el amor de Cristo, y que reta a vivirlo como algo que es lo ideal y que es posible.

Comenzando por el hogar propio, los hijos que tienen la fortuna de tener unos padres que se aman de ese modo, aprenden lo que es el verdadero amor, que es lo más importante que deben aprender para la vida en lo que se llama “educación”, cuyo deber compete, decimos, en primer lugar a los padres. En otros lugares, en la Escuela o en la calle, también deben aprender a amar, para bien de la humanidad entera; amar como ama Cristo, deben aprenderlo también en la catequesis a la que los ministros de la Iglesia no pueden renunciar.  Pero es en sus padres en quienes deben aprenderlo de manera distinta, viendo en ellos cómo se vive ese amor.  Lo mismo deben aprenderlo todos los que entran en esa casa o viven en ella.
    
También en el compartir cristiano de bienes, que han de ejercitar desde ese amor como Cristo ama. No podrán olvidar la ayuda incluso económica a otras parejas casadas como ellos y que pasan por dificultades en las que necesitan la ayuda de la caridad cristiana.  Pero tampoco podrán olvidar a las Asociaciones de matrimonios empeñados en salvar a los matrimonios que lo necesitan, y apoyarlas económicamente para que trabajen sin los agobios que con frecuencia les impiden llegar a tantas parejas que no podrían pagarse el costo de un Retiro como lo es un Fin de Semana del Encuentro Matrimonial.

Hay casos en los que, el apostolado de salvar los matrimonios, hay que llevarlo también a quienes participan en otros Movimientos de Apostolado, pero que no tratan específicamente de cultivar la relación de pareja de quienes así trabajan al servicio de la Iglesia.  Hay que llegar también a ellos con “el poder de pareja” siendo testimonio de “pareja según el plan de Dios”, que viven la Unidad en la verdadera Intimidad del amor, siendo patentemente “una sola carne”, de veras “uno” en lugar de estar siendo “dos”; siendo portadores de su luz y de su fermento salvador en la Iglesia y en el mundo.

Esa “misión” suya han de extenderla a toda la Iglesia como ella está establecida: a las Diócesis y a las Parroquias, y a los Colegios Católicos.  Deben ser acogidos y apoyados por los Obispos y los Párrocos, o los Directores de los Colegios, que ha de entender la prioridad que corresponde al apostolado con los matrimonios unidos por el Sacramento.  Quedaría un tanto vano el trabajo pastoral con los niños y los adolescentes o jóvenes, Bautizándolos o Confirmándolos, mientras falte  la  adecuada pastoral con sus padres unidos con un Sacramento que no lo viven.  Todos los otros Movimientos de Apostolado, si en ellos no se  cultiva la debida relación de pareja en el Amor de Dios con el que se hicieron matrimonio, quedan carentes de algo sustancial como cristianos y testigos de la fe que tratan de llevar a otras gentes.

Buena parte de la esterilidad en que se pierden tantos esfuerzos pastorales se debe, no cabe duda, al hecho de que en la evangelización generalmente se descuida este campo fundamental del mundo o de cualquier Iglesia concreta, el campo de los matrimonios y de las familias con ellos. Y acaso no es porque sea el campo más difícil para la evangelización, sino que posiblemente es el más fácil; pero que se le descuida quizás porque se piensa equivocadamente que es el campo que menos lo necesita. Sea por la razón que fuere, lo cierto es que en las Diócesis y en las Parroquias es el campo que se atiende menos, mientras posiblemente sería el más urgente y el más fecundo para evangelizar los demás campos a los que se atiende con tan poco fruto y tan efímero casi siempre.


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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.

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Evangelio de San Marcos

P. Fernando Martínez Galdeano, S.J.

Lo que sabemos de San Marcos


Nos conviene siempre saber acerca del autor y de su ambiente, para así acertar de forma más precisa en la interpretación del texto escrito de un evangelio.

¿Quién era este Marcos autor del evangelio que lleva su nombre? El Nuevo Testamento apunta algunos datos y referencias. Procedía de una familia con recursos económicos, y cuya casa fue lugar de reunión y encuentro de la primera comunidad cristiana formada en Jerusalén (Hch 12,12). Era sobrino de Bernabé, y cuando éste y Pablo organizaron su primer viaje misionero le invitaron para que les acompañara (Hch 12,25) Pero Marcos les abandonó cuando se disponían a cruzar las montañas camino de Antioquía de Pisidia en el corazón del Asia Menor (Hch 13,13)

Ya de vuelta de este primer viaje, ambos Pablo y Bernabé empezaron a planear su segundo viaje misionero. Bernabé deseaba que Marcos les volviera a acompañar, pero Pablo no quiso aceptarle, argumentando con el reproche de “que Marcos les había abandonado en la difícil región de la Panfilia” (Hch 15,37s). Y fue tanta la diferencia y la discusión tan disputada entre ellos que ambos de mutuo acuerdo se separaron en paz pero ya no volvieron a ser compañeros en el trabajo. Sin embargo, en la carta privada que Pablo escribe a su amigo Filemón estando prisionero el apóstol en la prisión de Efesio (a 56-58), envía saludos para sus colaboradores, entre los cuales aparece el nombre propio de Marcos (v. 24). Y en su escrito a los cristianos colosenses aparece el afectuoso dato siguiente: “Os saluda Aristarco, mi compañero de prisión, y Marcos, el primo de Bernabé. Si Marcos va a visitaros, acogedle con cariño según las instrucciones que recibisteis” (Col 4,10). Y en su carta, la segunda a Timoteo, su discípulo predilecto, aconseja el apóstol: “Toma a Marcos y tráelo contigo, pues me es muy útil en el ministerio” (2 Tim 4,11). Lo cierto es que Pablo y Marcos no sólo se habían olvidado de raíz de su mutua desconfianza sino que la habían superado llegando a trabajar muy unidos en el anuncio del evangelio.

Como sabemos que a partir del año 63, Pablo deja Roma, y la tradición cristiana que recoge el testimonio del obispo Papías vincula a Marcos con el servicio del apóstol Pedro, es en esos años cuando Marcos redacta éste su evangelio. Por otra parte, la crítica del texto corrobora la hipótesis de que la fuente de Marcos fue la predicación de Pedro. Como en su discurso apocalíptico del capítulo 13 se habla con bastante imprecisión de la destrucción de Jerusalén, se data el escrito entre los años 64 y 70.


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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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¡Abba, Padre!


BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 23 de mayo de 2012

Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles pasado mostré cómo san Pablo dice que el Espíritu Santo es el gran maestro de la oración y nos enseña a dirigirnos a Dios con los términos afectuosos de los hijos, llamándolo «Abba, Padre». Eso hizo Jesús. Incluso en el momento más dramático de su vida terrena, nunca perdió la confianza en el Padre y siempre lo invocó con la intimidad del Hijo amado. En Getsemaní, cuando siente la angustia de la muerte, su oración es: «¡Abba, Padre! Tú lo puedes todo; aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres» (Mc 14,36).

Ya desde los primeros pasos de su camino, la Iglesia acogió esta invocación y la hizo suya, sobre todo en la oración del Padre nuestro, en la que decimos cada día: «Padre..., hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6, 9-10). En las cartas de san Pablo la encontramos dos veces. El Apóstol, como acabamos de escuchar, se dirige a los Gálatas con estas palabras: «Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama en nosotros: “¡Abba, Padre!”» (Ga 4, 6). Y en el centro del canto al Espíritu Santo, que es el capítulo octavo de la Carta a los Romanos, afirma: «No habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abba, Padre!» (Rm 8, 15). El cristianismo no es una religión del miedo, sino de la confianza y del amor al Padre que nos ama. Estas dos densas afirmaciones nos hablan del envío y de la acogida del Espíritu Santo, el don del Resucitado, que nos hace hijos en Cristo, el Hijo unigénito, y nos sitúa en una relación filial con Dios, relación de profunda confianza, como la de los niños; una relación filial análoga a la de Jesús, aunque sea distinto su origen y su alcance: Jesús es el Hijo eterno de Dios que se hizo carne, y nosotros, en cambio, nos convertimos en hijos en él, en el tiempo, mediante la fe y los sacramentos del Bautismo y la Confirmación; gracias a estos dos sacramentos estamos inmersos en el Misterio pascual de Cristo. El Espíritu Santo es el don precioso y necesario que nos hace hijos de Dios, que realiza la adopción filial a la que estamos llamados todos los seres humanos, porque, como precisa la bendición divina de la Carta a los Efesios, Dios «nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo (...) a ser sus hijos» (Ef 1, 4-5).

Tal vez el hombre de hoy no percibe la belleza, la grandeza y el consuelo profundo que se contienen en la palabra «padre» con la que podemos dirigirnos a Dios en la oración, porque hoy a menudo no está suficientemente presente la figura paterna, y con frecuencia incluso no es suficientemente positiva en la vida diaria. La ausencia del padre, el problema de un padre que no está presente en la vida del niño, es un gran problema de nuestro tiempo, porque resulta difícil comprender en su profundidad qué quiere decir que Dios es Padre para nosotros, De Jesús mismo, de su relación filial con Dios podemos aprender qué significa propiamente «padre», cuál es la verdadera naturaleza del Padre que está en los cielos. Algunos críticos de la religión han dicho que hablar del «Padre», de Dios, sería una proyección de nuestros padres al cielo. Pero es verdad lo contrario: en el Evangelio, Cristo nos muestra quién es padre y cómo es un verdadero padre; así podemos intuir la verdadera paternidad, aprender también la verdadera paternidad. Pensemos en las palabras de Jesús en el Sermón de la montaña, donde dice: «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial» (Mt 5, 44-45). Es precisamente el amor de Jesús, el Hijo unigénito —que llega hasta el don de sí mismo en la cruz— el que revela la verdadera naturaleza del Padre: Él es el Amor, y también nosotros, en nuestra oración de hijos, entramos en este circuito de amor, amor de Dios que purifica nuestros deseos, nuestras actitudes marcadas por la cerrazón, por la autosuficiencia, por el egoísmo típicos del hombre viejo.

Así pues, podríamos decir que en Dios el ser Padre tiene dos dimensiones. Ante todo, Dios es nuestro Padre, porque es nuestro Creador. Cada uno de nosotros, cada hombre y cada mujer, es un milagro de Dios, es querido por él y es conocido personalmente por él. Cuando en el Libro del Génesis se dice que el ser humano es creado a imagen de Dios (cf. 1, 27), se quiere expresar precisamente esta realidad: Dios es nuestro padre, para él no somos seres anónimos, impersonales, sino que tenemos un nombre. Hay unas palabras en los Salmos que me conmueven siempre cuando las rezo: «Tus manos me hicieron y me formaron» (Sal 119, 73), dice el salmista. Cada uno de nosotros puede decir, en esta hermosa imagen, la relación personal con Dios: «Tus manos me hicieron y me formaron. Tú me pensaste, me creaste, me quisiste». Pero esto todavía no basta. El Espíritu de Cristo nos abre a una segunda dimensión de la paternidad de Dios, más allá de la creación, pues Jesús es el «Hijo» en sentido pleno, «de la misma naturaleza del Padre», como profesamos en el Credo. Al hacerse un ser humano como nosotros, con la encarnación, la muerte y la resurrección, Jesús a su vez nos acoge en su humanidad y en su mismo ser Hijo, de modo que también nosotros podemos entrar en su pertenencia específica a Dios. Ciertamente, nuestro ser hijos de Dios no tiene la plenitud de Jesús: nosotros debemos llegar a serlo cada vez más, a lo largo del camino de toda nuestra existencia cristiana, creciendo en el seguimiento de Cristo, en la comunión con él para entrar cada vez más íntimamente en la relación de amor con Dios Padre, que sostiene la nuestra. Esta realidad fundamental se nos revela cuando nos abrimos al Espíritu Santo y él nos hace dirigirnos a Dios diciéndole «¡Abba, Padre!». Realmente, más allá de la creación, hemos entrado en la adopción con Jesús; unidos, estamos realmente en Dios, somos hijos de un modo nuevo, en una nueva dimensión.

Ahora deseo volver a los dos pasajes de san Pablo, que estamos considerando, sobre esta acción del Espíritu Santo en nuestra oración; también aquí son dos pasajes que se corresponden, pero que contienen un matiz diverso. En la Carta a los Gálatas, de hecho, el Apóstol afirma que el Espíritu clama en nosotros «¡Abba, Padre!»; en la Carta a los Romanos dice que somos nosotros quienes clamamos «¡Abba, Padre!». Y san Pablo quiere darnos a entender que la oración cristiana nunca es, nunca se realiza en sentido único desde nosotros a Dios, no es sólo una «acción nuestra», sino que es expresión de una relación recíproca en la que Dios actúa primero: es el Espíritu Santo quien clama en nosotros, y nosotros podemos clamar porque el impulso viene del Espíritu Santo. Nosotros no podríamos orar si no estuviera inscrito en la profundidad de nuestro corazón el deseo de Dios, el ser hijos de Dios. Desde que existe, el homo sapiens siempre está en busca de Dios, trata de hablar con Dios, porque Dios se ha inscrito a sí mismo en nuestro corazón. Así pues, la primera iniciativa viene de Dios y, con el Bautismo, Dios actúa de nuevo en nosotros, el Espíritu Santo actúa en nosotros; es el primer iniciador de la oración, para que nosotros podamos realmente hablar con Dios y decir «Abba» a Dios. Por consiguiente, su presencia abre nuestra oración y nuestra vida, abre a los horizontes de la Trinidad y de la Iglesia.

Además —este es el segundo punto—, comprendemos que la oración del Espíritu de Cristo en nosotros y la nuestra en él, no es sólo un acto individual, sino un acto de toda la Iglesia. Al orar, se abre nuestro corazón, entramos en comunión no sólo con Dios, sino también propiamente con todos los hijos de Dios, porque somos uno. Cuando nos dirigimos al Padre en nuestra morada interior, en el silencio y en el recogimiento, nunca estamos solos. Quien habla con Dios no está solo. Estamos inmersos en la gran oración de la Iglesia, somos parte de una gran sinfonía que la comunidad cristiana esparcida por todos los rincones de la tierra y en todos los tiempos eleva a Dios; ciertamente los músicos y los instrumentos son distintos —y este es un elemento de riqueza—, pero la melodía de alabanza es única y en armonía. Así pues, cada vez que clamamos y decimos: «¡Abba, Padre!» es la Iglesia, toda la comunión de los hombres en oración, la que sostiene nuestra invocación, y nuestra invocación es invocación de la Iglesia. Esto se refleja también en la riqueza de los carismas, de los ministerios, de las tareas que realizamos en la comunidad. San Pablo escribe a los cristianos de Corinto: «Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos» (1 Co 12, 4-6). La oración guiada por el Espíritu Santo, que nos hace decir «¡Abba, Padre!» con Cristo y en Cristo, nos inserta en el único gran mosaico de la familia de Dios, en el que cada uno tiene un puesto y un papel importante, en profunda unidad con el todo.

Una última anotación: también aprendemos a clamar «¡Abba, Padre!» con María, la Madre del Hijo de Dios. La plenitud de los tiempos, de la que habla san Pablo en la Carta a los Gálatas (cf. 4, 4), se realizó en el momento del «sí» de María, de su adhesión plena a la voluntad de Dios: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1, 38).

Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a gustar en nuestra oración la belleza de ser amigos, más aún, hijos de Dios, de poderlo invocar con la intimidad y la confianza que tiene un niño con sus padres, que lo aman. Abramos nuestra oración a la acción del Espíritu Santo para que clame en nosotros a Dios «¡Abba, Padre!» y para que nuestra oración cambie, para que convierta constantemente nuestro pensar, nuestro actuar, de modo que sea cada vez más conforme al del Hijo unigénito, Jesucristo. Gracias.


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Tomado de:
http://www.vatican.va

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Autobiografía de San Ignacio - Capítulo XI


 Texto recogido por el P. Luis Gonçalves da Camara entre 1553 y 1555

Capítulo XI

98. Desde Roma fue el peregrino a Montecasino para dar los ejercicios al doctor Ortiz, y permaneció allí cuarenta días, en los cuales vió una vez al bachiller Hoces que entraba en el cielo, y en esto tuvo grandes lágrimas y gran consolación espiritual; y esto lo vio tan claramente, que si dijese lo contrario le parecería que decía mentira. Y Montecasino trajo consigo a Francisco Estrada. Volviendo a Roma, se ejercitaba en ayuda de las almas, y estaban todavía en la viña, y daba los ejercicios espirituales a un mismo tiempo a varios; de los cuales uno estaba en Santa María la Mayor y el otrojunto al Puente Sixto. Comenzaron después las persecuciones, y comenzó Miguel a molestar y hablar mal del peregrino, el cual le hizo llamar en presencia del gobernador, mostrando antes a este una carta de Miguel en la que alababa mucho al peregrino. El gobernador examinó a Miguel y la  conclusión fue expulsarlo de Roma. Despues empezaron a perseguir Mudarra y Barreda, diciendo que el peregrino y los compañeros eran fugitivos de España, de París y Venecia- Al fin, en
presencia del gobernador y del que entonces era legado de Roma, los dos confesaron que no tenían nada malo que decir contra ellos ni en las costumbres ni en la doctrina. El legado mandó que se impusiese silencia en toda aquella causa, pero el peregrino no lo aceptó, diciendo que quería la sentencia final. No gusto esto al legado ni al gobernador, ni siquiera a aquellos que favorecían antes al peregrino; pero al fin, después de algunos meses, vino el Papa a Roma. El peregrino fue a Frascati para hablar con él, y le representó algunas
razones, y el papa se hizo cargo y mandó se diese sentencia, la cual se dio a su favor, etc.
Hiciéronse en Roma con ayuda del peregrino y de los compañeros algunas obras pías, como son los catecúmenos, Santa Marta, los Huérfanos, etc. Las otras cosas podrá contarlas el Mro. Nadal.

99. Yo, después de contadas estas cosas, a 20 de octubre pregunté al peregrino sobre los Ejercicios y las Constituciones, deceando saber cómo las había hecho. El me dijo que los Ejercicios no los había hecho todos de una sola vez, sino que algunas cosas que observaba en su alma y las encontraba útiles, le parecía que podrían ser útiles también a otros, y así las ponía por escrito, verbi gratia, del examinar la conciencia con aquel modo de las lineas, etc.
Las elecciones especialmente me dijo que las había sacado de aquella variedad de espíritu y pensamientos que tenía cuando estaba en Loyola, estando todavia enfermo de una pierna. Y me dijo que de las Constituciones me hablaría por la tarde. El mismo día, antes de cenar, me llamó con un aspecto de persona que estaba mas recogida de lo ordinario, y me hizo una especie de protestación, la cual en substancia consistía en mostrar la intención y simplicidad con que había narrado estas cosas, diciendo que estaba bien cierto que no contaba nada de más; y que habia cometido muchas ofensas contra Nuestro Senor después
que había empezado a servirle, pero que nunca había tenido consentimiento de pecado mortal, más aún, siempre creciendo en devoción, esto es, en facilidad de encontrar a Dios, y ahora más que en toda su vida. Y siempre y a cualquier hora que quería encontrar a Dios, lo encontraba. Y que aún ahora tenía muchas veces visiones, máximeaquellas, de las que arriba se dijo, der a Cristo como sol, etc. Y esto le sucedía frecuentemente cuando estaba tratando de cosas de importancia, y aquello le hacía venir en confirmación, etc.

100. Cuando decía misa tenía también muchas visiones, y cuando hacía las Constituciones las tenía también con mucha frecuencia; y que ahora lo puede afirmar más fácilmente, porque cada día escribía lo que pasaba por su alma y lo encontraha ahora escrito. Y así me mostró un fajo muy grande de escritos de los cuales me leyó una parte. Lo más cran visiones que él veía en confirmación de alguna de las Constituciones y viendo unas veces a Dios Padre, otras las tres personas de la Trinidad, otras a la Virgen que intercedía, otras que
confirmaba. En particular me habló sobre las determinaciones, en las cuales estuvo cuarenta días diciendo misa cada día, y cada día con muchas lágrimas y lo que se trataba era si la iglesia tendría alguna renta, y si la Compañía se podría ayudar de ella.

101. El modo que el Padre guardaba cuando hacía las Constituciones era decir misa cada día y representar el punto que trataba a Dios y hacer oración sobre aquello y siempre hacía la oración y decía misa con lágrimas. Yo deseaba ver todos aquellos papeles de las Constituciones y le rogué me los dejase un poco; pero él no quiso.


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Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III


Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo IX
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Sacramento del Bautismo - 4º Parte



VII. La gracia del Bautismo
 
Los distintos efectos del Bautismo son significados por los elementos sensibles del rito sacramental. La inmersión en el agua evoca los simbolismos de la muerte y de la purificación, pero también los de la regeneración y de la renovación. Los dos efectos principales, por tanto, son la purificación de los pecados y el nuevo nacimiento en el Espíritu Santo (cf Hch 2,38; Jn 3,5). (CIC 1262)

Para la remisión de los pecados...

Por el Bautismo, todos los pecados son perdonados, el pecado original y todos los pecados personales así como todas las penas del pecado (cf DS 1316). En efecto, en los que han sido regenerados no permanece nada que les impida entrar en el Reino de Dios, ni el pecado de Adán, ni el pecado personal, ni las consecuencias del pecado, la más grave de las cuales es la separación de Dios. (CIC 1263)

 “Una criatura nueva”

El Bautismo no solamente purifica de todos los pecados, hace también del neófito "una nueva creatura" (2 Co 5,17), un hijo adoptivo de Dios (cf Ga 4,5-7) que ha sido hecho "partícipe de la naturaleza divina" (2 P 1,4), miembro de Cristo (cf 1 Co 6,15; 12,27), coheredero con Él (Rm 8,17) y templo del Espíritu Santo (cf 1 Co 6,19). (CIC 1265)

La Santísima Trinidad da al bautizado la gracia santificante, la gracia de la justificación que:
— le hace capaz de creer en Dios, de esperar en Él y de amarlo mediante las virtudes teologales;
— le concede poder vivir y obrar bajo la moción del Espíritu Santo mediante los dones del Espíritu Santo;
— le permite crecer en el bien mediante las virtudes morales.
Así todo el organismo de la vida sobrenatural del cristiano tiene su raíz en el santo Bautismo. (CIC 1266)

Incorporados a la Iglesia, Cuerpo de Cristo

El Bautismo hace de nosotros miembros del Cuerpo de Cristo. "Por tanto [...] somos miembros los unos de los otros" (Ef 4,25). El Bautismo incorpora a la Iglesia. De las fuentes bautismales nace el único pueblo de Dios de la Nueva Alianza que trasciende todos los límites naturales o humanos de las naciones, las culturas, las razas y los sexos: "Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo" (1 Co 12,13). (CIC 1267)

Los bautizados vienen a ser "piedras vivas" para "edificación de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo" (1 P 2,5). Por el Bautismo participan del sacerdocio de Cristo, de su misión profética y real, son "linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz" (1 P 2,9). El Bautismo hace participar en el sacerdocio común de los fieles. (CIC 1268)

Hecho miembro de la Iglesia, el bautizado ya no se pertenece a sí mismo (1 Co 6,19), sino al que murió y resucitó por nosotros (cf 2 Co 5,15). Por tanto, está llamado a someterse a los demás (Ef 5,21; 1 Co 16,15-16), a servirles (cf Jn 13,12-15) en la comunión de la Iglesia, y a ser "obediente y dócil" a los pastores de la Iglesia (Hb 13,17) y a considerarlos con respeto y afecto (cf 1 Ts 5,12-13). Del mismo modo que el Bautismo es la fuente de responsabilidades y deberes, el bautizado goza también de derechos en el seno de la Iglesia: recibir los sacramentos, ser alimentado con la palabra de Dios y ser sostenido por los otros auxilios espirituales de la Iglesia (cf LG 37; CIC can. 208-223; CCEO, can. 675,2). (CIC 1269)
Los bautizados "renacidos [por el bautismo] como hijos de Dios están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia" (LG 11) y de participar en la actividad apostólica y misionera del Pueblo de Dios (cf LG 17; AG 7,23). (CIC 1270)

Vínculo sacramental de la unidad de los cristianos

El Bautismo constituye el fundamento de la comunión entre todos los cristianos, e incluso con los que todavía no están en plena comunión con la Iglesia católica: "Los que creen en Cristo y han recibido válidamente el Bautismo están en una cierta comunión, aunque no perfecta, con la Iglesia católica [...]. Justificados por la fe en el Bautismo, se han incorporado a Cristo; por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de cristianos y son reconocidos con razón por los hijos de la Iglesia católica como hermanos del Señor" (UR 3). "Por consiguiente, el bautismo constituye un vínculo sacramental de unidad, vigente entre los que han sido regenerados por él" (UR 22). (CIC 1271)

Sello espiritual indeleble...

Incorporado a Cristo por el Bautismo, el bautizado es configurado con Cristo (cf Rm 8,29). El Bautismo imprime en el cristiano un sello espiritual indeleble (character) de su pertenencia a Cristo. Este sello no es borrado por ningún pecado, aunque el pecado impida al Bautismo dar frutos de salvación (cf DS 1609-1619). Dado una vez por todas, el Bautismo no puede ser reiterado. (CIC 1272)

Incorporados a la Iglesia por el Bautismo, los fieles han recibido el carácter sacramental que los consagra para el culto religioso cristiano (cf LG 11). El sello bautismal capacita y compromete a los cristianos a servir a Dios mediante una participación viva en la santa Liturgia de la Iglesia y a ejercer su sacerdocio bautismal por el testimonio de una vida santa y de una caridad eficaz (cf LG 10). (CIC 1273)

El "sello del Señor" (San Agustín, Epistula 98, 5), es el sello con que el Espíritu Santo nos ha marcado "para el día de la redención" (Ef 4,30; cf Ef 1,13-14; 2 Co 1,21-22). "El Bautismo, en efecto, es el sello de la vida eterna" (San Ireneo de Lyon, Demonstratio praedicationis apostolicae, 3). (CIC 1274)


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Extractos del Catecismo de la Iglesia Católica.

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Matrimonios comprometidos con la Iglesia



1. Nuestra entrega es al Señor

P. Vicente Gallo, S.J.



“Jesús recorría ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia (sanaciones que eran anuncio de ese Reino). Al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas sin pastor. Dijo entonces a sus Discípulos: La mies es mucha y los obreros son pocos; rogad, pues, al Dueño de la mies que envío obreros a su mies” (Mt 9, 35-38).

Jesucristo el Salvador era Dios.  Aun como hombre, después de resucitado y antes de subir al Cielo, dijo a esos mismos “Discípulos”: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra.  Id, pues, y haced discípulos míos a todos las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todas las cosas que yo os he mandado; y sabed que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 18-20).

Siendo Dios, con todo su poder, no necesitaba ayuda de los hombres, y menos de aquello “pobres hombres” a los que llamó.  Pero Dios quiso salvar a los hombres tomando como suya una humanidad  de pobre, en la que nació, con la que realizó la misión encomendada por el Padre, y con la cuál murió.  Por la fe nuestra en él y por el Bautismo con esa fe, nos hacemos tan de Dios (Padre, Hijo, Espíritu Santo) como lo es esa humanidad que tomó haciéndola suya. Por el Bautismo nos incorporamos a Cristo (Rm 6), nos hacemos Cuerpo de Cristo, somos sus miembros (1Co 6, 15) de los que Cristo, hecho hombre,  tiene que servirse para su obra como nosotros nos servimos de nuestros miembros para el trabajo.

Por eso pide ayuda a sus Discípulos, y les manda pedir a Dios que envíe más obreros para tanta mies.  Siendo Dios hecho hombre, limitado como los hombres, nos necesita.  Nadie puede decir “puesto que yo no soy ojo no soy el cuerpo” (1Co 12, 16). Cristo nos dice: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto “ (Jn 15, 16), el fruto de la Vid que es el mismo Cristo, y que lo dará a través de nosotros sus sarmientos, para dar gloria al Padre con ese fruto que dé por medio de nosotros (Jn 15, 8).

Aunque veamos al mundo tan deteriorado y perdido, sabemos que “nosotros podemos cambiar el mundo”, a pesar de todas las barreras y obstáculos que encontraremos y que ya el Señor nos lo enunció. “Si vosotros fuerais del mundo el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso el mundo os odiará” (Jn 15, 19). Y también les dijo: “Yo os envío como ovejas entre lobos” (Lc 10, 3).  Les dijo también : “Seréis odiados de todos por causa de mi nombre” (Lc 21, 17); “e incluso llegará la hora en la que todo el que os mate piense que con ello da culto a Dios “(Jn 16, 2). “Pero si el grano de trigo cae en tierra y muere, ese da mucho fruto” (Jn 12, 24).

Como canta Don Quijote en la obra teatral “El Señor de la Mancha”:  “Con fe lo imposible soñar, al mal combatir sin temor, triunfar sobre el miedo invencible, en pie soportar el dolor; amar la pureza sin par, buscar la verdad del error, vivir con los brazos abiertos, creer en un mundo mejor.  Ese es mi ideal, la estrella alcanzar, no importa cuán lejos se pueda encontrar; luchar por el bien sin dudar ni temer y dispuesto el infierno a arrostrar si lo ordena el deber. Y yo sé que, si logro ser fiel a mi sueño ideal, estará mi alma en paz al llegar de mi vida el final. Y será este mundo mejor si hubo quien, despreciando el dolor, luchó hasta el último aliento por ser siempre fiel a su ideal”.

Vivir “apasionadamente” esta misión de Cristo a quienes nos hemos hecho suyos siguiendo su llamada (Mt 4, 19), no sólo como bautizados, sino también, llamados al amor juntos, unidos en pareja por el Sacramento del Matrimonio y hechos así de su cuerpo, es ello un elemento indiscutiblemente importante de lo que venimos llamando “Espiritualidad Matrimonial”.  Como el Beato Carlos, último emperador de Austria y rey de Hungría, en el día de su boda en 1.911 dijo a su esposa Zita de Borbón: “ahora tenemos que llevarnos el uno al otro al cielo”. Han de ser testimonio evangelizador para otros matrimonios que los vean, invitarlos a algún Movimiento salvador de matrimonios, o bien ser ellos protagonistas de uno de esos Movimientos y así salvar el mundo comenzando por los propios hijos. Es la verdadera “Espiritualidad Matrimonial”; de la que no pueden prescindir los matrimonios cristianos.
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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Homilía del 7º Domingo de Pascua (B) Solemnidad de la Ascensión del Señor



En espera del Espíritu

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Hch 1,1-11; S.46; Ef 4,1-13; Mc 16,15-20

Era un sacerdote y religioso profundamente piadoso, profesor de teología y buen poeta, a quien el misterio, que hoy celebramos, el de la Ascensión del Señor, inspiró el canto, preñado de tristeza porque Jesús se va: “Y dejas, Pastor santo, tu grey en este valle hondo, oscuro, en soledad y llanto. ¿Qué mirarán los ojos, que vieron de tu rostro la hermosura, que no les sea enojos? Quien gustó tu dulzura ¿qué no tendrá por llanto y amargura? Ay, nube envidiosa, ¿Dónde vas presurosa? ¡Cuán rica tú te alejas! ¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!” (Himno de primeras vísperas de la Ascensión del Señor).
Sospecho que a más de uno tales sentimientos de nostalgia y tristeza les parezcan oportunos cuando Jesús se aleja para siempre de la vista de los que han creído y le aman con todo el corazón. Sin embargo no son los que la Iglesia quiere que vivamos en esta festividad.
Durante estos domingos de pascua hemos puesto nuestra atención en la Iglesia, como el lugar en donde seguimos junto a Cristo, en el que Cristo resucitado está hoy con nosotros presente y actuando en nosotros y por nosotros en la tierra. Cristo no ha terminado su obra en este mundo. La continúa por medio de la Iglesia, por medio de nosotros. Sigue junto a nosotros, sigue obrando maravillas, sigue curándonos, alimentándonos, enseñándonos.
Hoy reflexionaremos sobre el don del Espíritu Santo que nos ha prometido. Ya les dijo Jesús a los once en su despedida tras la última cena, que era para ellos mejor que les dejara, pues así les enviaría el Espíritu Santo (Jn 16,7). El relato evangélico de hoy y la primera lectura lo constatan. Jesús, antes de ascender, manda seguir con su obra de proclamar el Evangelio a todos los hombres y para ello les da su propio poder contra los demonios, la inmunidad contra los traidores, la facilidad de llegar a hablar lenguas nuevas y poder curar enfermos. Eso es lo que Jesús había hecho en su vida, lo seguiría haciendo y ellos mismos lo harían. El evangelista, que escribe pasados ya unos años, observa que así fue, que la experiencia había confirmado y confirmaba sus palabras.
La primera lectura de hoy, que es justo el comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles, narra la última aparición de Jesús en Jerusalén este día de la Ascensión. Jesús, que se lo ha prometido muchas veces, vuelve a repetirles que van a recibir el Espíritu Santo. Se lo ha dado ya el día mismo de la resurrección cuando les concedió el poder de perdonar los pecados; pero ha insistido y lo repite ahora otra vez, pues se lo quiere conceder con mayor abundancia: “No se alejen de Jerusalén; aguarden que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo les he hablado”. Alude a la última cena. Entonces les prometió que les daría el Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad, que sólo ellos podían recibir, que les recordaría todo lo que Él les había enseñado y les aclararía su sentido, guiándoles hasta la verdad completa (v. Jn 14,17.26; 16,13).
Como en el bautismo de Juan Jesús fue lleno del Espíritu Santo, ahora a todos ellos (con los discípulos todos los creyentes rodean en este momento a Jesús) les promete una infusión especialmente fuerte del Espíritu Santo. Será la que les otorgue la fuerza necesaria “para ser sus testigos…hasta los confines del mundo”. Luego asciende al Cielo ante sus ojos.
Se va, pero no los deja. En su carta a los Efesios, escrita en la cárcel de Roma, Pablo explica cuán cerca y dentro de nosotros está Cristo. En su vida mortal Jesús realizó algunos milagros que simbolizaban los bienes sobrenaturales que traía para todos. Pero ahora se une a cada uno de nosotros, los creyentes, y nos comunica en abundancia los bienes sobrenaturales más maravillosos. El viene a ser la cabeza de la Iglesia con la que está unido y forma un solo viviente. Cada uno de los fieles es como un miembro vivo, que está unido a Cristo, incluso vive de su vida, realizando su función, distinta una de otra en cada uno de sus fieles, pero siendo siempre necesaria para la vida de la Iglesia. Todos los actos de humildad, amabilidad, comprensión, paciencia y amor, todo esfuerzo por la unidad y por la paz, todo acto de virtud es acción del Espíritu de Cristo en cada uno de nosotros. Así estamos de cercanos y de unidos a Cristo. Y esto es posible porque “Dios, Padre de todo, que lo transciende todo, lo penetra todo y lo invade todo”, está en cada uno de nosotros. Así en esta Iglesia, que todos formamos, está y encontramos a nuestro Dios más presente a nuestro espíritu que nuestro mismo espíritu.
Pidamos al Espíritu, a Cristo, a María la gracia de que nos recuerden constantemente estas realidades. Que nos ayuden a actuar según esas inspiraciones y posibilidades, “hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud”. Grande es y hermosa la vida del cristiano.


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20 de Mayo del 2012


La Ascensión del Señor

P. Adolfo Franco, S.J.


Hch 1,9

Celebramos el día de la Ascensión del Señor. Este hecho de la Ascensión del Señor nos marca una ruta, nos adelanta nuestro destino.




La narración más detallada de este misterio la encontramos en los Hechos de los Apóstoles (Hch 1, 9): "Y dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube lo ocultó a su vista". Palabras muy sobrias, que nos trasmiten, más que un "fenómeno espacial", un misterio del plan salvador de Dios. Aunque hay indicaciones de espacio, de movimiento y dirección, pero lo central es el mensaje. Y además es el final de una etapa, la nube que lo oculta pone como un punto final a esta etapa de la vida de Cristo entre nosotros.

Puede no ser fácil acceder al significado de este momento de la vida de Cristo. No se trata del espectáculo, del que sube sin parar, sin motores, ¿y hacia qué lugar? ¿Hacia qué galaxia?. Sin embargo hay referencias en varios libros del Nuevo Testamento, y especialmente en el Evangelio de San Juan, que expresan lo que este misterio significa.

Cristo en su ascensión culmina un ciclo (un círculo): había bajado de junto al Padre, y ahora vuelve a El ("Pasar de este mundo al Padre" Jn, 13, 1): Había habido una separación, Jesús había bajado en su encarnación para estar entre los hombres, incrustarse en su realidad, encarnarse y ahora llega el momento del retorno. Y en este retorno recibirá la GLORIA, que es manifestación de la plenitud brillante del ser ("Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo... con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese" Jn. 17, 1 y 5). La Ascensión no es la subida a un lugar del cosmos, sino a la entrada incomprensible en la nueva dimensión, la del cielo ("Pues no penetró Cristo en un santuario hecho por mano de hombre... sino en el mismo cielo" Heb 9, 24).

La Gloria es una realidad que quizá alguna vez soñamos, la imaginamos en forma indefinida, pero es la existencia más plena: el final de la transformación. Cristo no sufrió nuestra transformación de la misma manera, porque El era Dios siempre y en pleno sentido, pero en cuanto hombre pasó de la situación terrena, a la plenitud del Ser que Dios ha preparado para los que le aman. El cuerpo, la vida humana entera es frágil, tiene sombras, dificultades. La Gloria es la vida en la Luz, cuando todo lo terreno se convierte en Luz, y esa luz es brillo y amor, todo sin cambio. El ser siente que vive plenamente, se puede dar en totalidad a su Dios y lo recibe a El en plenitud.

Así puede ver ahora, de forma instantánea, todo lo que antes se le explicaba con palabras y por partes; la ciencia sobre Dios y sobre el mundo tenía capítulos, y poco a poco se obtenía un conocimiento laborioso. El conocimiento en una camino tan fatigoso a veces se extraviaba en los errores. Ahora que todo el ser ya es luz (por haber sido introducido en la Gloria), todo se conoce en un acto simple de luz total: se recibe el conocimiento de Dios y de todos sus planes, al recibir al mismo Dios, como una luz ardiente, hermosa y llena de amor. Se ama cuando se conoce y se conoce cuando se ama. A esa Gloria he llegado Cristo en esta Ascensión.

Esto es lo que recogemos de la Revelación respecto al misterio de la ascensión, en lo que toca a Cristo. Pero este misterio tiene también una referencia a nosotros. La Ascensión de Jesús es su paso a la gloria. Y también es para nosotros un adelanto de lo que nosotros mismos tendremos algún día. No de la misma forma, pero también nosotros tendremos nuestra ascensión. También nosotros salimos de Dios y volveremos a El, y El nos hará participar de su Gloria.

También para la Historia de la Salvación de Dios la Ascensión de Cristo tiene un nuevo mensaje. El ya desaparece de la vista de los apóstoles y de todos los hombres. La nube nos lo ha tapado para siempre, mientras estemos en este mundo. Y ahora nos toca “verlo” sólo con la fe. Pasamos necesariamente de la presencia física de Cristo en nuestro mundo, a la certeza de la fe. Ya no somos testigos oculares de su realidad corpórea, pero sabemos ciertamente de su realidad por la fe. Y la Ascensión es así el misterio que nos obliga a la fe ("Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis" Jn 14, 19). Sabemos además que su presencia en el mundo continúa, aunque sea otro tipo de presencia, pero presencia real ("Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" Mt 28, 20)


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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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La oración en las Cartas de San Pablo


BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 16 de mayo de 2012

Queridos hermanos y hermanas:
En las últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración en los Hechos de los Apóstoles, hoy quiero comenzar a hablar de la oración en las Cartas de san Pablo, el Apóstol de los gentiles. Ante todo, quiero notar cómo no es casualidad que sus Cartas comiencen y concluyan con expresiones de oración: al inicio, acción de gracias y alabanza; y, al final, deseo de que la gracia de Dios guíe el camino de la comunidad a la que está dirigida la carta. Entre la fórmula de apertura: «Doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo» (Rm 1, 8), y el deseo final: «La gracia del Señor Jesús esté con vosotros» (1 Co 16, 23), se desarrollan los contenidos de las Cartas del Apóstol. La oración de san Pablo se manifiesta en una gran riqueza de formas que van de la acción de gracias a la bendición, de la alabanza a la petición y a la intercesión, del himno a la súplica: una variedad de expresiones que demuestra cómo la oración implica y penetra todas las situaciones de la vida, tanto las personales como las de las comunidades a las que se dirige.

Un primer elemento que el Apóstol quiere hacernos comprender es que la oración no se debe ver como una simple obra buena realizada por nosotros con respecto de Dios, una acción nuestra. Es ante todo un don, fruto de la presencia viva, vivificante del Padre y de Jesucristo en nosotros. En la Carta a los Romanos escribe: «Del mismo modo el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos orar como conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (8, 26). Y sabemos que es verdad lo que dice el Apóstol: «No sabemos orar como conviene». Queremos orar, pero Dios está lejos, no tenemos las palabras, el lenguaje, para hablar con Dios, ni siquiera el pensamiento. Sólo podemos abrirnos, poner nuestro tiempo a disposición de Dios, esperar que él nos ayude a entrar en el verdadero diálogo. El Apóstol dice: precisamente esta falta de palabras, esta ausencia de palabras, incluso este deseo de entrar en contacto con Dios, es oración que el Espíritu Santo no sólo comprende, sino que lleva, interpreta ante Dios. Precisamente esta debilidad nuestra se transforma, a través del Espíritu Santo, en verdadera oración, en verdadero contacto con Dios. El Espíritu Santo es, en cierto modo, intérprete que nos hace comprender a nosotros mismos y a Dios lo que queremos decir.

En la oración, más que en otras dimensiones de la existencia, experimentamos nuestra debilidad, nuestra pobreza, nuestro ser criaturas, pues nos encontramos ante la omnipotencia y la trascendencia de Dios. Y cuanto más progresamos en la escucha y en el diálogo con Dios, para que la oración se convierta en la respiración diaria de nuestra alma, tanto más percibimos incluso el sentido de nuestra limitación, no sólo ante las situaciones concretas de cada día, sino también en la misma relación con el Señor. Entonces aumenta en nosotros la necesidad de fiarnos, de abandonarnos cada vez más a él; comprendemos que «no sabemos orar como conviene» (Rm 8, 26). Y el Espíritu Santo nos ayuda en nuestra incapacidad, ilumina nuestra mente y calienta nuestro corazón, guiando nuestra oración a Dios. Para san Pablo la oración es sobre todo obra del Espíritu en nuestra humanidad, para hacerse cargo de nuestra debilidad y transformarnos de hombres vinculados a las realidades materiales en hombres espirituales. En la Primera Carta a los Corintios dice: «Nosotros hemos recibido un Espíritu que no es del mundo; es el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que de Dios recibimos. Cuando explicamos verdades espirituales a hombres de espíritu, no las exponemos en el lenguaje que enseña el saber humano, sino en el que enseña el Espíritu» (2, 12-13). Al habitar en nuestra fragilidad humana, el Espíritu Santo nos cambia, intercede por nosotros y nos conduce hacia las alturas de Dios (cf. Rm 8, 26).

Con esta presencia del Espíritu Santo se realiza nuestra unión con Cristo, pues se trata del Espíritu del Hijo de Dios, en el que hemos sido hecho hijos. San Pablo habla del Espíritu de Cristo (cf. Rm 8, 9) y no sólo del Espíritu de Dios. Es obvio: si Cristo es el Hijo de Dios, su Espíritu es también Espíritu de Dios, y así si el Espíritu de Dios, el Espíritu de Cristo, se hizo ya muy cercano a nosotros en el Hijo de Dios e Hijo del hombre, el Espíritu de Dios también se hace espíritu humano y nos toca; podemos entrar en la comunión del Espíritu. Es como si dijera que no solamente Dios Padre se hizo visible en la encarnación del Hijo, sino también el Espíritu de Dios se manifiesta en la vida y en la acción de Jesús, de Jesucristo, que vivió, fue crucificado, murió y resucitó. El Apóstol recuerda que «nadie puede decir “Jesús es Señor”, sino por el Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). Así pues, el Espíritu orienta nuestro corazón hacia Jesucristo, de manera que «ya no somos nosotros quienes vivimos, sino que es Cristo quien vive en nosotros» (cf. Ga 2, 20). En sus Catequesis sobre los sacramentos, san Ambrosio, reflexionando sobre la Eucaristía, afirma: «Quien se embriaga del Espíritu está arraigado en Cristo» (5, 3, 17: pl 16, 450).

Y ahora quiero poner de relieve tres consecuencias en nuestra vida cristiana cuando dejamos actuar en nosotros, no el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Cristo como principio interior de todo nuestro obrar.
Ante todo, con la oración animada por el Espíritu somos capaces de abandonar y superar cualquier forma de miedo o de esclavitud, viviendo la auténtica libertad de los hijos de Dios. Sin la oración que alimenta cada día nuestro ser en Cristo, en una intimidad que crece progresivamente, nos encontramos en la situación descrita por san Pablo en la Carta a los Romanos: no hacemos el bien que queremos, sino el mal que no queremos (cf. Rm 7, 19). Y esta es la expresión de la alienación del ser humano, de la destrucción de nuestra libertad, por las circunstancias de nuestro ser a causa del pecado original: queremos el bien que no hacemos y hacemos lo que no queremos, el mal. El Apóstol quiere darnos a entender que no es en primer lugar nuestra voluntad lo que nos libra de estas condiciones, y tampoco la Ley, sino el Espíritu Santo. Y dado que «donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2 Co 3, 17), con la oración experimentamos la libertad que nos ha dado el Espíritu: una libertad auténtica, que es libertad del mal y del pecado para el bien y para la vida, para Dios. La libertad del Espíritu, prosigue san Pablo, no se identifica nunca ni con el libertinaje ni con la posibilidad de optar por el mal, sino con el «fruto del Espíritu que es: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5, 22). Esta es la verdadera libertad: poder seguir realmente el deseo del bien, de la verdadera alegría, de la comunión con Dios, y no ser oprimido por las circunstancias que nos llevan a otras direcciones.

Una segunda consecuencia que se verifica en nuestra vida cuando dejamos actuar en nosotros al Espíritu de Cristo es que la relación misma con Dios se hace tan profunda que no la altera ninguna realidad o situación. Entonces comprendemos que con la oración no somos liberados de las pruebas o de los sufrimientos, sino que podemos vivirlos en unión con Cristo, con sus sufrimientos, en la perspectiva de participar también de su gloria (cf. Rm 8, 17). Muchas veces, en nuestra oración, pedimos a Dios que nos libre del mal físico y espiritual, y lo hacemos con gran confianza. Sin embargo, a menudo tenemos la impresión de que no nos escucha y entonces corremos el peligro de desalentarnos y de no perseverar. En realidad, no hay grito humano que Dios no escuche, y precisamente en la oración constante y fiel comprendemos con san Pablo que «los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará» (Rm 8, 18). La oración no nos libra de la prueba y de los sufrimientos; más aún —dice san Pablo— nosotros «gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo» (Rm 8, 23); él dice que la oración no nos libra del sufrimiento, pero la oración nos permite vivirlo y afrontarlo con una fuerza nueva, con la misma confianza de Jesús, el cual —según la Carta a los Hebreos— «en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial» (5, 7). La respuesta de Dios Padre al Hijo, a sus fuertes gritos y lágrimas, no fue la liberación de los sufrimientos, de la cruz, de la muerte, sino que fue una escucha mucho más grande, una respuesta mucho más profunda; a través de la cruz y la muerte, Dios respondió con la resurrección del Hijo, con la nueva vida. La oración animada por el Espíritu Santo nos lleva también a nosotros a vivir cada día el camino de la vida con sus pruebas y sufrimientos, en la plena esperanza, en la confianza en Dios que responde como respondió al Hijo.

Y, en tercer lugar, la oración del creyente se abre también a las dimensiones de la humanidad y de toda la creación, que, «expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8, 19). Esto significa que la oración, sostenida por el Espíritu de Cristo que habla en lo más íntimo de nosotros mismos, no permanece nunca cerrada en sí misma, nunca es sólo oración por mí, sino que se abre a compartir los sufrimientos de nuestro tiempo, de los demás. Se transforma en intercesión por los demás, y así en mi liberación, en canal de esperanza para toda la creación, en expresión de aquel amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu que se nos ha dado (cf. Rm 5, 5). Y precisamente este es un signo de una verdadera oración, que no acaba en nosotros mismos, sino que se abre a los demás, y así me libera, así ayuda a la redención del mundo.

Queridos hermanos y hermanas, san Pablo nos enseña que en nuestra oración debemos abrirnos a la presencia del Espíritu Santo, el cual ruega en nosotros con gemidos inefables, para llevarnos a adherirnos a Dios con todo nuestro corazón y con todo nuestro ser. El Espíritu de Cristo se convierte en la fuerza de nuestra oración «débil», en la luz de nuestra oración «apagada», en el fuego de nuestra oración «árida», dándonos la verdadera libertad interior, enseñándonos a vivir afrontando las pruebas de la existencia, con la certeza de que no estamos solos, abriéndonos a los horizontes de la humanidad y de la creación «que gime y sufre dolores de parto» (Rm 8, 22). Gracias.


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Tomado de:
http://www.vatican.va

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Formación de los Evangelios Sinópticos

P. Fernando Martínez Galdeano, S.J.

De la tradición a los escritos


Tal como se ha indicado en la publicación anterior, se fue así formando “una rica tradición” sobre Jesús, trasmitida por testigos autorizados en la Iglesia naciente, durante los primeros veinte a treinta años. Y al mismo tiempo fueron surgiendo unos detallados escritos como los relatos de la pasión y algunas colecciones de dichos y milagros (signos) del Señor Jesús.
Al parecer una de las primeras series de “dichos” fue redactada en arameo y su datación corresponde a los años 45-55. La redacción del evangelio según san Marcos ocurre, conforme a la hipótesis más probable, entre los años 60-65. Y los evangelios según san Mateo y según san Lucas son fecha posterior (a. 70-85) y su redacción última se hace teniendo en cuenta la citada colección de “dichos”, el evangelio según san Marcos y otras fuentes propias y personales de sus respectivos autores.

En esta elaboración de los evangelios tal como hoy los conocemos, el más antiguo, el que se dice “según san Marcos” parece ser obra escrita por Marcos, discípulo muy cercano al apóstol Pedro. Papías, que fue obispo de Hierápolis en Asia Menor y vivió entre los años 70-160, afirma en un fragmento de sus escritos: “Marcos, que fue el intérprete de Pedro, puso cuidadosamente por escrito, aunque no con orden, cuanto recordaba de lo que el Señor había dicho y hecho. Aunque él no había oído al Señor ni le había acompañado, fue compañero de Pedro, como acabo de decir, y éste impartía sus enseñanzas según las necesidades de la gente y no como alguien que cuida de un orden en lo que ha de ser escrito. Por ello, Marcos en nada se equivocó al redactar algunas cosas tal como las recordaba, pues se había preocupado en transcribir cuanto había escuchado, tratado de evitar el engaño en lo más mínimo, evitando el ser negligente ni descuidado.”

Es también evidente que los evangelios tanto el de Mateo como el de Lucas, tienen relaciones innegables con el de Marcos. Y si los ponemos los tres en columnas paralelas y comparamos sus pasajes similares y sus diferencias obtendremos una visión de conjunto (sinopsis) que puede ayudar a su mejor interpretación. Así estos tres evangelios reciben el calificativo de “sinópticos”.

En resumen: los evangelistas escribieron los evangelios en lugares, tiempos y situaciones diversas; ellos eligieron, ordenaron y adaptaron el material que conocían de la “tradición” apostólica desde su origen ocular hasta su aceptación como alimento nutritivo de vida cristiana en las diversas comunidades. En todo este proceso, y en la redacción definitiva, la experiencia atestiguada y recibida con fe en el resultado reconoce en tales escritos la indudable inspiración del Espíritu Santo. Esta alienta, consuela y se prolonga hoy hasta nosotros en el sentido de poder darnos vida plena y permanente si la recibimos y le damos una acogida en nuestro corazón con sencillez y con la humildad de aceptar algo que nos es dado y comunicado como un don. Es un vital alimento para nuestro espíritu.


Historicidad de los Evangelios

“La Iglesia ha defendido siempre y en todas partes, con firmeza y máxima constancia, que los cuatro Evangelio mencionados, cuya historicidad afirma sin dudar, narran fielmente lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la eterna salvación de los hombres hasta el día de la ascensión” (Vaticano II, DV 19). Con el término “historicidad” no se está diciendo que los evangelios cuentan los hechos tal como sucedieron en forma de crónica científica en todos sus detalles. Sus autores se centraron más bien en el sentido profundo de la verdad de las cosas que narraban; y ello desde la fe en la resurrección gloriosa de Jesús y bajo la iluminación del Espíritu de esa verdad. Ese significado de “las cosas” lo comunicaron manteniendo el carácter de predicación de acuerdo a las necesidades diversas de las comunidades cristianas; y lo hicieron habiendo recogido los testimonios de testigos oculares, las referencias comprobadas e incluso avivando sus propios e inmediatos recuerdos. No pretendieron escribir “una historia” tal cual, sino anunciar a Jesucristo como nuestro salvador y Señor. Este anuncio se basa fielmente en hechos y dichos reales y no inventados.


La cuestión sinóptica

El evangelio de Marcos tiene 678 versículos (16 capítulos). El evangelio de Mateo suma 1015 versículos (28 capítulos). Y el evangelio de Lucas se extiende hasta los 1112 versículos (24 capítulos). En los tres libros se cuentan hasta 330 versículos similares en lo esencial. Y cerca de otros 200 versículos de Marcos resuenan en Mateo, y un centenar en Lucas. Por otro lado más de 200 extraños a Marcos, son comunes a Mateo y Lucas. Los estudiosos, no todos, tratan de explicar esta situación mediante la “teoría de las dos fuentes”: Mateo y Lucas tendrían en cuenta el evangelio de Marcos y también conocieron una segunda fuente común, la calificada como fuente “Q”. Al mismo tiempo, cada uno de ellos tuvo y manejó sus propias fuentes. Esta verosímil y probable hipótesis podría explicar tanto sus coincidencias como sus variantes y diferencias. Estos tres primeros evangelios reciben así el calificativo de “sinópticos” porque pueden presentarse en una visión comparativa de conjunto (“sinopsis”). Es una clave para su interpretación y captación de lo característico de cada evangelio.


La fuente "Q"

Los evangelios de Mateo y de Lucas coinciden en bastantes dichos que no aparecen en Marcos, el más antiguo de los evangelios sinópticos. Se supone así, que ambos escritores tienen a su vez en cuenta otra fuente de inspiración pero común, que se suele identificar con la letra “Q” (inicial de Quelle que en alemán significa “fuente”). Provendría ésta, de una supuesta tradición oral que recogería palabras y dichos de Jesús. Hay interés por investigar esta fuente “Q”, pues su mayor conocimiento podría acercarnos a los planteamientos teológicos más antiguos de los primeros cristianos seguidores de Jesús.




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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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