P. Vicente Gallo, S.J.
Todos
los Sacramentos cristianos son acciones de la Iglesia en nombre de Cristo. Mediante estos Sacramentos nos incorporamos a
Cristo, en cada uno de una manera especial.
Los “ministros” de la Iglesia para esos Sacramentos son, generalmente,
los Obispos o los Sacerdotes en lugar suyo.
Pero en el Sacramento del Matrimonio, el “ministro” no es el Sacerdote
que lo preside en nombre de la Iglesia, sino que los son el hombre y la mujer
que se casan. Ellos son la Iglesia que
realiza esta acción sacramental que los incorpora a Cristo como pareja y les da
la Gracia de Dios, la Salvación de Jesucristo.
Mediante este Sacramento, se hacen la Iglesia cuya vida es el Amor de
Dios en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que lo infunde en los se
casan para amarse así: “como Cristo ama a su Iglesia” (Ef 5, 25).
Hechos
de la Iglesia como pareja, asumen como propia la Misión que Jesucristo ha dado
a esa Iglesia suya, la misma Misión que el Padre le dio a él al enviarlo al
mundo (Jn 20, 21). Cumplirán esa misión actuando, en primer lugar, con “el
poder de pareja”: ese amor distinto con el que se aman, que se nota, que
irradia como la luz de una luminaria, que contagia a quienes lo ven
invitándolos a amarse como esa pareja se ama con el amor de Cristo, y que reta
a vivirlo como algo que es lo ideal y que es posible.
Comenzando
por el hogar propio, los hijos que tienen la fortuna de tener unos padres que
se aman de ese modo, aprenden lo que es el verdadero amor, que es lo más
importante que deben aprender para la vida en lo que se llama “educación”, cuyo
deber compete, decimos, en primer lugar a los padres. En otros lugares, en la
Escuela o en la calle, también deben aprender a amar, para bien de la humanidad
entera; amar como ama Cristo, deben aprenderlo también en la catequesis a la
que los ministros de la Iglesia no pueden renunciar. Pero es en sus padres en quienes deben
aprenderlo de manera distinta, viendo en ellos cómo se vive ese amor. Lo mismo deben aprenderlo todos los que entran
en esa casa o viven en ella.
También
en el compartir cristiano de bienes, que han de ejercitar desde ese amor como
Cristo ama. No podrán olvidar la ayuda incluso económica a otras parejas
casadas como ellos y que pasan por dificultades en las que necesitan la ayuda
de la caridad cristiana. Pero tampoco
podrán olvidar a las Asociaciones de matrimonios empeñados en salvar a los
matrimonios que lo necesitan, y apoyarlas económicamente para que trabajen sin
los agobios que con frecuencia les impiden llegar a tantas parejas que no
podrían pagarse el costo de un Retiro como lo es un Fin de Semana del Encuentro
Matrimonial.
Hay
casos en los que, el apostolado de salvar los matrimonios, hay que llevarlo
también a quienes participan en otros Movimientos de Apostolado, pero que no
tratan específicamente de cultivar la relación de pareja de quienes así
trabajan al servicio de la Iglesia. Hay
que llegar también a ellos con “el poder de pareja” siendo testimonio de
“pareja según el plan de Dios”, que viven la Unidad en la verdadera Intimidad
del amor, siendo patentemente “una sola carne”, de veras “uno” en lugar de
estar siendo “dos”; siendo portadores de su luz y de su fermento salvador en la
Iglesia y en el mundo.
Esa “misión” suya han de extenderla a toda la
Iglesia como ella está establecida: a las Diócesis y a las Parroquias, y a los
Colegios Católicos. Deben ser acogidos y
apoyados por los Obispos y los Párrocos, o los Directores de los Colegios, que ha
de entender la prioridad que corresponde al apostolado con los matrimonios
unidos por el Sacramento. Quedaría un
tanto vano el trabajo pastoral con los niños y los adolescentes o jóvenes,
Bautizándolos o Confirmándolos, mientras falte
la adecuada pastoral con sus
padres unidos con un Sacramento que no lo viven. Todos los otros Movimientos de Apostolado, si
en ellos no se cultiva la debida
relación de pareja en el Amor de Dios con el que se hicieron matrimonio, quedan
carentes de algo sustancial como cristianos y testigos de la fe que tratan de
llevar a otras gentes.
Buena parte de la esterilidad en que se
pierden tantos esfuerzos pastorales se debe, no cabe duda, al hecho de que en
la evangelización generalmente se descuida este campo fundamental del mundo o
de cualquier Iglesia concreta, el campo de los matrimonios y de las familias
con ellos. Y acaso no es porque sea el campo más difícil para la
evangelización, sino que posiblemente es el más fácil; pero que se le descuida
quizás porque se piensa equivocadamente que es el campo que menos lo necesita. Sea
por la razón que fuere, lo cierto es que en las Diócesis y en las Parroquias es
el campo que se atiende menos, mientras posiblemente sería el más urgente y el
más fecundo para evangelizar los demás campos a los que se atiende con tan poco
fruto y tan efímero casi siempre.
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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