P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas Hch 2,1-11; 1Cor 12,3-7.12-13; Jn 20, 19-23
Lecturas Hch 2,1-11; 1Cor 12,3-7.12-13; Jn 20, 19-23
El Catecismo
de la Iglesia Católica, al pasar a exponer cómo ha de ser la conducta del
cristiano, la titula “La vida en Cristo”. Y dice así: “En la catequesis es
importante destacar con toda claridad el gozo y las exigencias del camino de
Cristo. La catequesis de la vida nueva
en Él será: una catequesis del Espíritu Santo”; y luego sigue la enumeración de
los demás elementos (1697).
Esto es lo
que hoy celebramos: El don del Espíritu Santo que Dios otorgó a su Iglesia para
que realizase la misión que quería de ella. Es la misma misión de Cristo. La
debe realizar la Iglesia en su conjunto y también todos y cada uno de nosotros,
los que formamos esa Iglesia. Para eso vino el Espíritu Santo no sólo a los
Apóstoles sino sobre todos los reunidos en el Cenáculo.
Pero
además tengamos presente que Dios da el Espíritu Santo no una sino más e
incluso muchas veces. Se lo dio ya el día de resurrección (v. Jn 20,23); y en
el libro de los Hechos se señalan otras numerosas venidas del Espíritu Santo:
cuando Pedro recibe en la Iglesia a los primeros paganos, cuando Felipe se
acerca a la carroza del ministro de la reina de Candaces, cuando Pablo y
Bernabé son seleccionados para ir a evangelizar Chipre y otras regiones.
Ya se lo he
explicado en otras ocasiones. En el sacramento del bautismo se da al neófito
(el que es bautizado) el don del Espíritu Santo, que se le comunica por haber
sido injertado en la vid, que es Cristo. En el sacramento de la Confirmación se
otorga también al bautizado el don del Espíritu Santo para que le comunique
fuerza y eficacia para ser testigo de Cristo resucitado. A la escucha de la
Palabra, la oración, el ejercicio de las virtudes y la recepción de los
sacramentos también el Señor responde con la acción del Espíritu Santo. Cristo
mismo dijo a todo el mundo y levantando la voz: “Si alguno tiene sed, venga a
mí y beba el que crea en mí. De su seno correrán ríos de agua viva. Y lo decía
refiriéndose –aclara el evangelio– al Espíritu que iban a recibir los que
creyeran en él” (Jn 7,37s). Este Espíritu era el agua viva de la que habló
Cristo a la mujer samaritana y que quería darle para que la elevase hasta la
vida eterna. Este Espíritu, que no sólo vino en Pentecostés sino que siguió
derramándose una y otra vez sobre apóstoles y fieles sigue actuando hoy en
todos, también en los laicos, en ustedes.
Enseña así
el concilio Vaticano II: “Consumada, pues, la obra que el Padre confió al Hijo
en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés para que
indeficientemente (es decir sin descanso, constantemente) santificara a la
Iglesia, y de esta forma los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en
un mismo Espíritu. Él es el Espíritu de la vida o la fuente del agua que salta
hasta la vida eterna, por quien vivifica el Padre a todos los muertos por el
pecado hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales. El Espíritu habita en
la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo y en ellos ora y
da testimonio de la adopción de hijos. Con diversos dones jerárquicos y
carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia, a la que
guía hacia toda verdad y unifica en comunión y ministerio”.
Estos
dones jerárquicos, de que habla el concilio, los da el Espíritu al Papa para
que sea un buen Papa, a los Obispos para ser buenos obispos, a los sacerdotes,
religiosos, laicos para cumplir cada uno con su misión específica. La de
ustedes los laicos es la ofrecer a Dios y santificarse en todas esas cosas y
actividades temporales en las que su vida está como entretejida: su vida de
matrimonio y familia, su trabajo o su estudio, sus decisiones en la vida social
en general. Así –prosigue el Concilio– el Espíritu “hace rejuvenecer a la
Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su
Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven!. Así se
manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Tengamos
esto siempre bien presente. “Hacia el Espíritu Santo –dice San Basilio– dirigen
su mirada todos los que sienten necesidad de santificación; hacia Él tiende el
deseo de los que llevan una vida virtuosa, y su soplo es para ellos a manera de
riego que los ayuda en la consecución de su fin propio y natural. Él es fuente
de santidad, luz para la inteligencia;
Él da a todo ser racional como una luz para entender la verdad. Por Él los
corazones se elevan a lo alto, por su mano son conducidos los débiles, por él
los que caminan tras la virtud llegan a la perfección. Es Él quien ilumina a
los que se han purificado de sus culpas y al comunicarse a ellos los vuelve
espirituales. Como los cuerpos limpios y transparentes se vuelven brillantes
cuando reciben un rayo de sol y despiden de ellos mismos como una nueva luz,
del mismo modo las almas portadoras del Espíritu Santo se vuelven plenamente
espirituales y transmiten la gracia a los demás. De aquí proviene aquel gozo
que nunca terminará, de aquí la permanencia en la vida divina, de aquí el ser
semejantes a Dios, de aquí finalmente lo más sublime que se pude desear: que el
hombre llegue a ser como Dios” (“Liturgia de las Horas”, tiempo pascual, martes
7ª semana).
Por eso
debemos activarlo siempre. Oremos, actuemos, vivamos bajo la acción del
Espíritu. La misa dominical es una gran
oportunidad. “Anden según el Espíritu y no realicen los deseos de la carne” (Ga
5,16). María obtuvo con su oración que la gracia de Pentecostés fuera
especialmente grande. Pidámosle a ella que por la glorificación de Jesús y la
venida del Espíritu Santo nos conceda el Padre que dones tan grandes, como los
recibidos en el bautismo y la confirmación, nos muevan a vivir con mayor
plenitud, alegría y eficacia las riquezas de nuestra fe.
...
Domingo 27 de Mayo del 2012
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