Páginas

Domingo XIII Tiempo Ordinario. Ciclo B – La mujer con flujo de sangre y la hija de Jairo



 

Padre Adolfo Franco, jesuita.

Lectura del santo Evangelio según San Marcos (5, 21-43)

En aquel tiempo Jesús atravesó de nuevo a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al lago.

Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y al verlo se echó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva.»

Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba. Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos y se había gastado en eso toda, su fortuna; pero en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido, curaría. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado.

Jesús, notando que, había salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio le la gente, preguntando: «¿Quién me ha tocado el manto?»

Los discípulos le contestaron: «Ves como te apretuja la gente y preguntas: "¿quién me ha tocado?"»

Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se le echó a los pies y le confesó todo.

Él le dijo: «Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud.»

Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: «Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?»

Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: «No temas; basta que tengas fe.»

No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos.

Entró y les dijo: «¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida.»

Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos, y con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: «Talitha qumi (que significa: contigo hablo, niña, levántate).»

La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar –tenía doce años–. Y se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.

Palabra del Señor


A través de la enfermedad corporal Jesús se introduce en nuestra vida interior.

En este pasaje el Evangelista San Marcos nos narra dos milagros de Jesús: La resurrección de la hija de Jairo, y la curación de una mujer que padecía de flujos de sangre.

Ambos milagros se relacionan, tienen en común la manifestación del poder de Jesús sobre la salud física y señalan la curación espiritual que El nos da con su poder redentor. Naturalmente que el signo que nos llama más poderosamente la atención es la resurrección de la hija de Jairo, una niña muerta prematuramente a los doce años. Pero para el poder de Dios todo es igualmente posible, y es igualmente manifestación de su amor.

Con respecto al milagro de la resurrección de la hija de Jairo, podríamos tener una actitud de espectadores desinteresados, simplemente curiosos, para estar simplemente informados. Y pensar qué suerte la de este padre a quien Jesús le devolvió viva a su hija. Pero a la vez, podemos estar pensando, cuántas niños y niñas, cuántos jóvenes que han muerto prematuramente, y sobre los que no ha ocurrido ningún milagro semejante. Simplemente las personas han quedado arrolladas por el poder destructivo de la muerte.

Por otra parte, si sólo pretendemos criticar, podemos añadir alguna otra consideración: al fin la niña, ahora resucitada, murió igualmente unos años más tarde. Al fin ese milagro no terminó con el "problema de la muerte", simplemente lo aplazó por unos cuantos años. 

Todo esto sería no entender nada del milagro y no permitir que el milagro fuera simplemente una llave que nos abra la puerta de la fe en Jesús.

Por eso como cristianos necesitamos ante este milagro una actitud contemplativa, verlo también con el corazón:  intentar entrar en profundidad en el milagro. Y así percibimos que la lección fundamental de este milagro es el poder de Jesús sobre la muerte. Jesús, el dueño absoluto de la Vida tiene un absoluto poder sobre la muerte.

Y el poder más fuerte que tiene Jesús sobre la muerte, es despojarla de su fuerza destructora. Hacer que la muerte no sea muerte, sino aurora de vida. Cristo con su muerte destruyó la muerte. Nos dice San Pablo: "Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: la muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?" (1 Cor 15, 54-55).

El triunfo de Cristo sobre la muerte, el gran milagro, que brota del poder salvador de Jesucristo, está en penetrar en la realidad última de la vida y de la muerte y hacernos encontrar una bella flor: el sentido que tienen tanto la vida, como la muerte. El sentido que por la fe en Cristo descubrimos, nos hace ver a la muerte transformada en el despertar a la vida eterna, la que con más razón merece el nombre de VIDA. La boca del sepulcro la vemos oscura desde este lado de la vida efímera, pero en realidad es la puerta de la luz, vista desde el lado de las realidades definitivas. Jesús, al morir nos ha abierto esa luminosa puerta.

Para subrayar todo esto que venimos diciendo, nos dice el mismo Jesús, en el evangelio de San Juan: "Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre" (Jn 6, 51). 

Estas verdades de nuestra fe, nos desafían para que superemos la tristeza con que solemos mirar la muerte, y exclamemos en voz alta: por la fe afirmo con todas mis fuerzas que esta persona que veo muerta, está más llena de vida que nunca; esta persona que veo muerta en realidad ha entrado en la vida, en la vida de verdad, una vida que ya no tiene amenazas. Ha entrado al reino de la Luz y de la Paz; una vida al lado de la cual ésta de ahora no es más que una imperfecta imitación. 

Y más aún, esta absoluta certeza sobre el sentido de la muerte nos hace entender la vida temporal; nos hace darle su auténtico sentido. La vida en el mundo pasajero es un proceso, día a día, por el cual vamos acumulando, y construyendo nuestra futura resurrección, que se operará por la fuerza de Cristo Salvador, con esta vida estamos construyendo nuestra vida futura, con la gracia de Dios.

El sentido de la vida es algo tan importante, que sin él nos resulta muy difícil vivir esta vida; el que no encuentra sentido a su vida, la soporta, hasta que no puede más. Y la vida es tan hermosa: Dios nos permite construir, con su ayuda, nuestra verdadera vida futura. Cuando Dios nos mandó al mundo a vivir esta primera parte del tramo de nuestra vida, cuando nos hizo nacer, no nos tuvo como colaboradores para empezar a ser. No nos preguntó ¿qué ojos te gustaría tener? No nos preguntó por nuestra estatura, ni por el coeficiente de inteligencia. Pero para construir la vida definitiva, durante esta vida temporal, Dios sí nos viene a decir ¿cómo te gustaría tu otra vida? Y Dios nos dice que podemos construirla con su ayuda.

Por todo esto estamos seguros de que, como a la niña de que habla el Evangelio, también a los que hayamos muerto en Cristo, Jesús nos dirá: "contigo hablo, levántate". Y también nuestro sepulcro, como el del Resucitado, quedará para siempre vacío.



Voz de audio: José Alberto Torres Jiménez.
Ministerio de Liturgia de la Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a José Alberto por su colaboración.
...



Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

Para otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.



Catequesis del Papa sobre la Carta a los Gálatas: 1, «Introducción a la Carta a los Gálatas»


 

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Patio de San Dámaso
Miércoles, 23 de junio de 2021

[Multimedia]

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Después de un largo itinerario dedicado a la oración, hoy comenzamos un nuevo ciclo de catequesis. Espero que con este itinerario de la oración, hayamos conseguido rezar un poco mejor, rezar un poco más. Hoy deseo reflexionar sobre algunos temas que el apóstol Pablo propone en su Carta a los Gálatas. Es una Carta muy importante, diría incluso decisiva, no solo para conocer mejor al Apóstol, sino sobre todo para considerar algunos argumentos que él afronta en profundidad, mostrando la belleza del Evangelio. En esta Carta, Pablo cita varias referencias biográficas, que nos permiten conocer su conversión y la decisión de poner su vida al servicio de Jesucristo. Él afronta, además, algunas temáticas muy importantes para la fe, como las de la libertad, de la gracia y de la forma de vivir cristiana, que son extremadamente actuales porque tocan muchos aspectos de la vida de la Iglesia de nuestros días. Esta es una Carta muy actual. Parece escrita para nuestra época.

El primer rasgo que se desprende de esta Carta es la gran obra de evangelización realizada por el Apóstol, que al menos dos veces había visitado las comunidades de la Galacia durante sus viajes misioneros. Pablo se dirige a los cristianos de ese territorio. No sabemos exactamente a qué zona geográfica se refiere, ni podemos afirmar con certeza la fecha en la que escribe esta Carta. Sabemos que los Gálatas eran una antigua población celta que, a través de muchas peripecias, se habían asentado en esa extensa región de Anatolia que tenía su capital en la ciudad de Ancyra, hoy Ankara, la capital de Turquía. Pablo dice solo que, a causa de una enfermedad, se vio obligado a pararse en esa región (cfr. Gal 4,13). San Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, encuentra sin embargo una motivación más espiritual. Dice que «atravesaron Frigia y la región de Galacia, pues el Espíritu Santo les había impedido predicar la Palabra en Asia» (16,6). Los dos hechos no son contradictorios: indican más bien que el camino de la evangelización no depende siempre de nuestra voluntad y de nuestros proyectos, sino que requiere la disponibilidad para dejarse moldear y seguir otros recorridos que no estaban previstos. Entre vosotros hay una familia que me ha saludado: dicen que tienen que aprender el letón, y no sé qué otra lengua, porque irán de misioneros a esas tierras. El Espíritu lleva también hoy muchos misioneros que dejan la patria y van a otra tierra a hacer la misión. Lo que verificamos, sin embargo, es que en su incansable obra evangelizadora el Apóstol había conseguido fundar varias pequeñas comunidades, dispersas en la región de la Galacia. Pablo, cuando llegaba a una ciudad, a una región, no hacía enseguida una catedral, no. Hacía las pequeñas comunidades que son la levadura de nuestra cultura cristiana de hoy. Empezaba haciendo pequeñas comunidades. Y estas pequeñas comunidades crecían, crecían e iban adelante. También hoy este método pastoral se hace en cada región misionera. La semana pasada recibí una carta de un misionero de Papúa Nueva Guinea, me decía que está predicando el Evangelio en la selva, a la gente que no sabe ni siquiera quién era Jesucristo. ¡Es bonito! Se empiezan a hacer pequeñas comunidades. También hoy este método es el método evangelizador de la primera evangelización.

Lo que nosotros debemos notar es la preocupación pastoral de Pablo que es todo fuego. Él, después de haber fundado estas Iglesias, se da cuenta de un gran peligro —el pastor es como el padre o la madre que en seguida se dan cuenta de los peligros para sus hijos— que corren para su crecimiento en la fe. Crecen y vienen los peligros. Como decía uno: “Vienen los buitres a masacrar la comunidad”. De hecho, se habían infiltrado algunos cristianos venidos del judaísmo, los cuales con astucia empezaron a sembrar teorías contrarias a la enseñanza del Apóstol, llegando incluso a denigrar su persona. Empiezan con la doctrina “esta no, esta sí”, después denigran al Apóstol. Es el camino de siempre: quitar la autoridad al Apóstol. Como se ve, esta es una práctica antigua, presentarse en algunas ocasiones como los únicos poseedores de la verdad —los puros— y pretender rebajar también con la calumnia el trabajo realizado por los otros. Esos adversarios de Pablo sostenían que también los paganos debían ser sometidos a la circuncisión y vivir según las reglas de la ley mosaica. Vuelven atrás a las observancias de antes, las cosas que han quedado traspasadas por el Evangelio. Por tanto, los Gálatas, habrían tenido que renunciar a su identidad cultural para someterse a normas, a prescripciones y costumbres típicas de los judíos. Y no solo eso. Esos adversarios sostenían que Pablo no era un verdadero apóstol y por tanto no tenía ninguna autoridad para predicar el Evangelio. Y muchas veces nosotros vemos esto. Pensemos en alguna comunidad cristiana o en alguna diócesis: empiezan las historias y después se termina por desacreditar al párroco, al obispo. Es precisamente el camino del maligno, de esta gente que divide, que no sabe construir. Y en esta Carta a los Gálatas vemos este procedimiento.

Los Gálatas se encontraban en una situación de crisis. ¿Qué tenían que hacer? ¿Escuchar y seguir lo que Pablo les había predicado, o escuchar a los nuevos predicadores que le acusaban? Es fácil imaginar el estado de incertidumbre que animaba sus corazones. Para ellos, haber conocido a Jesús y creído en la obra de salvación realizada con su muerte y resurrección, era realmente el inicio de una vida nueva, de una vida de libertad. Habían emprendido un recorrido que les permitía ser finalmente libres, no obstante su historia fuera tejida por muchas formas de violenta esclavitud, no menos importante la que les sometía al emperador de Roma. Por tanto, delante de las críticas de nuevos predicadores, se sentían perdidos y se sentían inciertos sobre cómo comportarse: “¿Pero quién tiene razón? ¿Este Pablo, o esta gente que viene ahora enseñando otras cosas? ¿A quién debo hacer caso? En resumen, ¡había mucho en juego!

Esta condición no está lejos de la experiencia que diversos cristianos viven en nuestros días. No faltan tampoco hoy, de hecho, predicadores que, sobre todo a través de los nuevos medios de comunicación, pueden enturbiar las comunidades. No se presentan en primer lugar para anunciar el Evangelio de Dios que ama al hombre en Jesús Crucificado y Resucitado, sino para reiterar con insistencia, como auténticos “custodios de la verdad” —así se llaman ellos— cuál es la mejor manera de ser cristianos. Y con fuerza afirman que el cristiano verdadero es al que ellos están vinculados, a menudo identificado con ciertas formas del pasado, y que la solución a las crisis actuales es volver atrás para no perder la genuinidad de la fe. También hoy, como entonces, está la tentación de encerrarse en algunas certezas adquiridas en tradiciones pasadas. ¿Pero cómo podemos reconocer a esta gente? Por ejemplo, uno de los rasgos de la forma de proceder es la rigidez. Ante la predicación del Evangelio que nos hace libres, nos hace alegres, estos son los rígidos. Siempre con la rigidez: se debe hacer esto, se debe hacer esto otro… La rigidez es propia de esta gente. Seguir la enseñanza del Apóstol Pablo en la Carta a los Gálatas nos hará bien para comprender qué camino seguir. El indicado por el Apóstol es el camino liberador y siempre nuevo de Jesús Crucificado y Resucitado; es el camino del anuncio, que se realiza a través de la humildad y la fraternidad; los nuevos predicadores no conocen qué es la humildad, qué es la fraternidad; es el camino de la confianza mansa y obediente, los nuevos predicadores no conocen la mansedumbre ni la obediencia. Y este camino manso y obediente va adelante en la certeza de que el Espíritu Santo obra en todos los tiempos de la Iglesia. En definitiva, la fe en el Espíritu Santo presente en la Iglesia, nos lleva adelante y nos salvará.


Tomado de:

https://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2021/documents/papa-francesco_20210623_udienza-generale.html

Para anteriores catequesis del Papa AQUÍ
Accede a la Etiqueta Catequesis del Papa AQUÍ


Teología fundamental. 41. El Credo. La Jerarquía de la Iglesia



P. Ignacio Garro, jesuita †

5. EL CREDO

Continuación

 

5.21. LA JERARQUIA DE LA IGLESIA, LA COMUNION DE LOS SANTOS Y EL PERDON DE LOS PECADOS

5.21.1. NATURALEZA JERARQUICA DE LA IGLESIA 

5.21.1.1. La Iglesia verdadera sociedad 

La Iglesia es verdadera sociedad porque tiene los tres elementos indispensables en ella: a) multiplicidad de individuos que la integran; b) fin y medios de acción que los unen, c) autoridad que los dirige. 

Todas las sociedades: 

a) Constan de varios individuos

b) Tienen un fin que las distingue: unas son literarias, otras científicas, comerciales, etc.; y buscan los medios apropiados para alcanzar su fin, 

c) Reconocen una autoridad directiva.


En la Iglesia: 

a) Los individuos son los bautizados. 

b) El fin, es la salvación eterna; y los medios para alcanzarla, la fe, mandamientos, sacramentos, etc. 

c) La autoridad, es el Papa y los Obispos. 


"La Iglesia como Pueblo de Dios, reconoce una sola autoridad: Cristo. El es el único Pastor que la guía. Sin embargo, los lazos que a El la atan, son mucho más profundos que los de la simple labor de conducción. Cristo es autoridad de la Iglesia en el sentido más profundo de la palabra: porque es su autor. Porque es la fuente de su vida y unidad, su Cabeza. Esta capitalidad es la misteriosa relación vital que lo vincula a todos sus miembros, Por eso, la participación de su autoridad a los pastores, a lo largo de la historia, arranca de esta misma realidad. Es mucho más que una potestad jurídica. Es participación en el misterio de su capitalidad. Y, por lo mismo, una realidad de orden sacramental" (Puebla, núm.. 257).


A) El Pueblo de Dios. Los fieles cristianos 

Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el Pueblo de Dios, y cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo (Puede verse el Código de Derecho Canónico, el Libro II "Te Populo Dei"). 

Queda claro que todos los bautizados forman la Iglesia que es el nuevo Pueblo de Dios, del que fue preparación y figura el antiguo Pueblo de Israel, pueblo escogido.

El Concilio Vaticano II dice que a la Iglesia, Pueblo de Dios " se incorporan plenamente los que, poseyendo el Espíritu de Cristo, reciben íntegramente sus disposiciones y todos los medios de salvación depositados en ella, y se unen por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del régimen eclesiástico y de la comunión, a su organización visible con Cristo, que la dirige por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos" (Const. Apost. Lumen Gentium, n. 14). 

Hay dos principios básicos en la constitución del Pueblo de Dios: 

1°. Principio de igualdad: todos los bautizados están igualmente llamados a la plenitud de la santidad, que es la misma para todos, y todos están igualmente llamados al apostolado común (Lumen Gentium. 32, 4l). 

2°- Principio de variedad: aunque la santidad y el apostolado son, en cuanto a su sustancia y fin, iguales para todos, sin embargo, hay diversidad en los modos y formas de alcanzarlos, dependiendo de las condiciones de vida y de las vocaciones particulares específicas (cfr. ibid., n. 32). 

Por eso la variedad y multiformidad de espiritualidades, condiciones de vida y formas de apostolado, obedecen a la voluntad fundacional de Cristo y a la acción del Espíritu Santo: "El Espíritu sopla donde quiere" (Jn. 3, 8). 

En virtud del principio de igualdad, todos los que pertenecen al pueblo de Dios reciben el mismo nombre; el de fieles, y todos gozan igualmente de una condición común, que se llama estatuto jurídico del fiel es decir, conjunto de derechos y deberes que nacen de la condición de fiel. 

De acuerdo con el principio de variedad, podemos distinguir en el Pueblo de Dios (cfr. Lumen Gentium, n. 3 1): 

a) Ministros sagrados o clérigos: son los fieles destinados mediante el sacramento del Orden, al ejercicio ministerial del sacerdocio. 

b) Fieles comprometidos por medio de votos u otros vínculos sagrados, a seguir la vida consagrada, y que pueden recibir o no el sacramento del orden. 

c) Laicos o fieles no cualificados ni por el sacramento del Orden ni por una consagración de vida, y cuyo deber peculiar es el impregnar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu del Evangelio, y dar testimonio de Cristo en la realización de las tareas seculares. 


B) La Iglesia, sociedad jerárquica 

Se entiende por jerarquía los diversos grados que hay en la autoridad eclesiástica, para poder cumplir el fin que tiene la Iglesia, de acuerdo a esos encargos (munera: servicios ofrecidos) que Cristo le dejó: santificar, gobernar y enseñar. 

"Este Santo Concilio, siguiendo las huellas del Concilio Vaticano I, enseña y declara con él que Jesucristo, Pastor eterno, edificó la Iglesia Santa enviando a sus Apóstoles como El mismo había sido enviado por el Padre (cfr. Jn. 20, 21); quiso que los sucesores de los Apóstoles, o sea, los Obispos, fueran los pastores en su Iglesia hasta el fin de los siglos. Para que el Episcopado fuese uno e indiviso colocó a San Pedro a la cabeza de los demás Apóstoles, y en su persona instituyó el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de fe y comunión" (Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen Gentium, núm. 18) (cfr. Puebla, nn. 374, 257-259, 647, 656, 689 y 919).

En la estructura jerárquica de la Iglesia podemos distinguir dos poderes y potestades: la de orden y la de régimen. 


1°- Potestad de orden se refiere al poder de santificar, es decir, de administrar los sacramentos, y encierra tres grados: el episcopado, el presbiterado y el diaconado. 

El sacerdocio jerárquico es participación de un poder div"-:), que sólo por un acto divino puede otorgarse: su causa es el sacramento del Orden, el cual produce el carácter sacramental, que contiene en su raíz esos munera jerárquicos,


2°- Potestad de régimen se refiere al poder de gobernar y enseñar. 

a. Por derecho divino la potestad de régimen recae sobre: 

  • El Romano Pontífice (cfr. CIC, cc., 331-335). 
  • El Colegio Episcopal (cfr. CIC, cc., 336-341). 


b. En cambio, por derecho eclesiástico la potestad de régimen, se ha organizado de diversos modos, buscando la mejor manera de alcanzar el fin de la Iglesia: la salvación de las almas. Actualmente se ejercita por diversos cauces: Sínodo de Obispos; Colegio de Cardenales; Curia Romana; Legados Pontificios; Las Iglesias Particulares y Prelaturas personales. 

  • El Sínodo de Obispos (cfr. CIC, cc., 342-246) es una asamblea de Obispos escogidos de las distintas regiones del mundo, que se reúnen en ocasiones determinadas para fomentar la unión estrecha entre el Romano Pontífice y los Obispos, y ayudar al Papa con sus consejos para la integridad y mejora de la fe y costumbres y la conservación y fortalecimiento de la disciplina eclesiástica, y estudiar las cuestiones que se refieren a la acción de la Iglesia en el mundo. 
  • Colegio de Cardenales (cfr. CIC, cc., 349, 353 y 358) al que compete proveer a la elección del Romano Pontífice y asistirlo colegialmente cuando son convocados para tratar juntos cuestiones de más importancia, o prestarle al Papa una asistencia personal, mediante los distintos oficios que desempeñan, en el gobierno cotidiano de la Iglesia universal. 
  • Curia Romana (cfr. CIC, cc., 360-361) Mediante la que el Papa suele tramitar los asuntos de la Iglesia universal (Secretaría de Estado, Consejos para asuntos públicos de la Iglesia Sagradas Congregaciones, Tribunales, etc.). 
  • Legados Pontificios (cfr. CIC, cc. 362-364) son aquellos que envía el Papa en su nombre tanto a las Iglesias particulares como ante los Estados y Autoridades públicas. 
  • Iglesias Particulares (cfr. CIC, cc. 368-369). Es importantísimo hacer notar el siguiente principio: "en las cuales y desde la cuales existe la Iglesia Católica una y única". Dentro de las Iglesias particulares están comprendidas: a) la diócesis y b) otras estructuras jurisdiccionales que se asimilan si concurren dos elementos: circunscripción o delimitación territorial, y estar constituidas para el ejercicio de la cura de almas con carácter pleno respecto a sus propios fieles. Entran aquí: la prelatura territorial, el vicariato apostólico y la diócesis personal. 
  • Prelaturas personales (cfr. CIC, cc., 294-297) que es una de esas formas de organización jerárquica de la Iglesia, de carácter netamente personal (quiere decir que de ordinario, no se rigen por el criterio de la territorialidad) y secular, erigidas por la Santa Sede, para la realización de actividades pastorales peculiares en el ámbito de una región, de una nación o del mundo entero. Las Prelaturas personales no tienen parecido alguno con las Instituciones -asociativas, entre otras cosas porque éstas no son parte de la organización jerárquica de la Iglesia. Con la Constitución Apostólica Ut sit, fechada el 28-XI-1982, el Papa Juan Pablo 11, erige a el Opus Dei en Prelatura personal. 


5.21.1.2. El Romano Pontífice 

"El Obispo de la Iglesia Romana, en quien permanece la función que el Señor encomendó singularmente a Pedro, primero entre los Apóstoles, y que habla de transmitirse a sus sucesores, es Cabeza del Colegio de los Obispos, Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia Universal en la tierra; el cual, por tanto, tiene en virtud de su función, potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente" (CIC, cc. 331). 


a) Vicario de Cristo 

El Papa es el Vicario de Cristo en la tierra, y el sucesor de San Pedro en el obispado de Roma y en el gobierno supremo de la Iglesia. 

1°. El Papa se llama Vicario de Cristo porque hace sus veces en el gobierno de la Iglesia. 

Vicario viene de las palabras latinas: vices agere, hacer las veces.

El Papa se llama también: 

  • Sumo Pontífice, esto es, sumo sacerdote porque tienen en su poder todos los poderes espirituales con que Cristo enriqueció a su Iglesia. 
  • Cabeza visible de la Iglesia, porque la rige con la misma autoridad de Cristo, que es la cabeza invisible. 

El jefe supremo de la Iglesia es Jesucristo, que la asiste y dirige desde el cielo. Pero al partir de este mundo era necesario que dejara quien hiciera sus veces sobre la tierra; y con ese fin designó a San Pedro (cfr. Mt. 16, 18). 


b) Sucesor de San Pedro 

El Papa es el legitimo sucesor de San Pedro, porque Cristo nombró a San Pedro jefe de su Iglesia. Pedro, por voluntad divina estableció su residencia en Roma. Y así, por disposición divina, quien le sucede como Obispo de Roma, le sucede también en el supremo gobierno de la Iglesia. 

Era necesario a su vez, que Pedro tuviera sucesores, porque los poderes que Jesucristo le confió no fueron para el bien personal del Apóstol, sino para el bien de la Iglesia, que según la promesa de Cristo, ha de durar hasta el fin de los siglos. 

El Papa puede, si así fuere necesario, retirarse de la ciudad de Roma; mas no puede dejar su título de Obispo de Roma, ni las prerrogativas inherentes a él. 


c) El primado del Papa en la Sagrada Escritura 

Los protestantes y los cismáticos ortodoxos, niegan que Jesucristo designara a Pedro y sus sucesores como cabeza de su Iglesia, y pretenden que Cristo no le señaló a éste ninguna autoridad o jefatura suprema. Este es un gravísimo error, que va, no sólo contra toda la Tradición cristiana, sino también contra la misma Escritura. 

En varios lugares de la Escritura consta que Cristo nombró a San Pedro Jefe de la Iglesia. Veamos los más importantes: 


1°. Cristo declaró a San Pedro piedra fundamental de su Iglesia: "Bienaventurado eres, Pedro... Y yo te digo que sobre tí, Pedro, edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella" (Mt. 16, 18). Pues bien, la piedra fundamental de un edificio es absolutamente indispensable en él; de esa misma suerte, Pedro jamás podrá faltar en la Iglesia. 

Este texto tiene especial valor en arameo, la lengua que hablaba Jesucristo; porque Pedro y piedra se designan en ella con una misma palabra: Cefas (Como Pierre, en el francés). 


2°. Cristo le prometió a San Pedro las llaves del reino de los cielos: "Te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que atares en la tierra atado será en el cielo; y lo que desatares en la tierra, desatado será en el cielo" (Mt. 16, 19). 

La expresión dar las llaves equivale a darle el poder supremo sobre su Iglesia, a la que muchas veces llama "reino de los cielos". Y le promete confirmar desde el cielo lo que Pedro haga sobre la tierra en virtud de ese poder supremo. 

Las ciudades antiguas estaban rodeadas de murallas. Y entregar las llaves que daban acceso a las murallas equivalía a dar poder sobre la ciudad. 


3°. Cristo antes de su pasión le dirigió a Pedro estas palabras: "Simón, Simón, he aquí que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo. Pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos" (Lc. 22, 32). 

Confirmarlo en la fe, y encargarlo de confirmar en ella a sus hermanos, es constituirlo guardián y maestro supremo de ella. 


4°. En fin, antes de subir al cielo, Cristo preguntó tres veces a Pedro: "Simón, ¿me amas más que éstos?- Y después de su triple confesión le dijo: "Apacienta mis corderos; apacienta mis ovejas" (Jn. 21, 25). 

Lo nombró, pues, pastor, no de un rebaño material, que no tenía; sino de su Iglesia a la que muchas veces designa con tal nombre.

Es pues, imposible negar, sin negar también la Escritura, que Cristo confirió a San Pedro el mando supremo de su Iglesia. 


5.21.1.3. Poderes y prerrogativas 

a) Primado Supremo 

El Papa tiene en la Iglesia poder máximo y supremo. Esto lo definió el Concilio Vaticano I diciendo que el Papa tiene el primado, esto es, primacía o primer puesto en toda la jerarquía eclesiástica; y que este primado no es solamente de honor, sino de autoridad y mando. 

Este primado no le viene al Papa ni de los Obispos, ni del poder civil, sino directamente del mismo Cristo, que, como ya hemos visto, lo constituyó jefe de su Iglesia. 

Si el primado de Pedro no hubiera sido de origen divino, ciertamente que los demás Obispos hubieran rehusado someterse como inferiores al Obispo de Roma, puesto que ellos también habían sido establecidos por los Apóstoles. Pues bien, la historia de la Iglesia demuestra que desde la antigüedad más remota todos los Obispos reconocieron la autoridad del Romano Pontífice, al cual consultaban en sus dudas, apelaban en sus discusiones, y obedecían en sus mandatos. 


b) La autoridad del Papa 

La autoridad del Papa tiene las siguientes propiedades: 

  • Ordinaria, esto es, en razón de su cargo, y no por delegación especial para ser ejercitada. 
  • Plena: abarca la plenitud de los poderes confiados por Cristo a su Iglesia. 
  • Universal: se extiende a la totalidad de la Iglesia. 
  • Suprema: no hay por encima del Papa autoridad alguna en la tierra; de modo que una decisión suya no puede apelarse, ni siquiera ante un Concilio universal. 

Podemos considerar la autoridad del Papa desde tres puntos de vista. 

  • Desde el punto de vista doctrinal, como supremo Maestro
  • Desde el punto de vista sacerdotal, como Sumo Pontífice
  • Desde el punto de vista pastoral, como Supremo Pastor y jefe de la Iglesia. 


c) Infalibilidad del Papa 

Cuando, en virtud de su autoridad suprema, el Romano Pontífice propone a los fieles una verdad de fe o declara una regla de moral, no puede equivocarse, esto es, cuando les enseña lo que deben creer o hacer para salvarse. 

Este dogma tiene su fundamento en la Escritura. En efecto: 

  • Si el Papa enseñara el error, el infierno, esto es, el demonio, espíritu de error y de mentira, prevalecería sobre la Iglesia; lo que va contra la promesa de Cristo. 
  • Cristo le ofreció a Pedro que su fe no desfallecería, y le encargó de confirmar en ella a sus hermanos. Pero ¿cómo podrá confirmarle en la fe, si él mismo los induce al error? 
  • Cristo impuso a todos los hombres, bajo pena de condenación, la obligación de creer: "Quien no creyere se condenará" (Mc. 16, 16). Pero repugna que Cristo nos obligue a creer el error. 

Resulta, pues, claramente de estos textos que Jesucristo hizo infalible al Pastor Supremo de su Iglesia. Y el Concilio Vaticano I al proclamar como dogma de fe la infalibilidad del Papa, no hizo otra cosa que confirmar solemnemente lo que afirma la Sagrada Escritura. El Papa es infalible cuando habla ex cathedra, y eso sucede cuando: 

  • enseña una cosa referente al dogma o moral cristianos; 
  • se dirige a la Iglesia universal;
  • habla en su calidad de Maestro supremo de la cristiandad. 

Si falta una de estas condiciones, el Papa no es infalible. Así, no es infalible: 

  • Cuando trata de ciencias, o cosas que no se refieren a la fe.
  • Cuando se dirige a personas o iglesias particulares a menos que por su medio se dirija a toda la Iglesia.
  • Cuando habla como doctor privado, o jefe de alguna congregación Romana. 

Aun en estos casos en que no es infalible, su autoridad en lo espiritual es la más grande y digna de respeto. 


5.21.1.4. Los Obispos 

En el sentido más restringido vigente hoy, la jerarquía es el conjunto de los pastores y doctores (cfr. Ef. 4, 11) escogidos por Cristo y encargados por El de vigilar, instruir y santificar su rebaño. Concretamente, la jerarquía son los obispos, agrupados en un solo cuerpo episcopal con el Papa a 1,a cabeza, y ayudados en el cumplimiento de su tarea por los presbíteros y los diáconos. 

Cristo comunicó a los Apóstoles sus propias funciones de doctor, rey y sacerdote (cfr. Mt. 28, 1820; Jn. 20, ; Ef 21-22. 5, 20); 

Cristo ha querido que los Apóstoles tuvieran sucesores en su tarea apostólica en la persona de los Obispos (cfr. Dz. 960, 966, 1821, 1828; S. Tomás, C.G. IV, 74).

A efectos jurídicos los Obispos se llaman: 

  • Diocesanos: a los que se les ha encomendado el cuidado de una Diócesis. 
  • Titulares: nombre que reciben los demás. 

A los Obispos titulares se les solía asignar una diócesis actualmente desaparecida, o un lugar ocupado por los infieles, según la terminología en uso hasta finales del siglo XIX. 

Ahora, por lo que atañe el título con el que se les designa, no a todos los Obispos que son titulares se les atribuye una diócesis titular, puesto que se dan muy variadas circunstancias: al Obispo diocesano que presenta su renuncia (por edad -75 años- o por enfermedad) se le llama Obispo dimisionario de ... ; el coadjutor se llama "Obispo coadjutor de..."; y el Prelado si ha recibido la consagración episcopal se le designa como "Obispo Prelado de..." (cfr. S.C. para los Obispos, Cartas del 31-VII-76 y 17-X-77). 

Al Obispo diocesano compete en la diócesis que se le ha confiado toda la potestad ordinaria propia e inmediata que se requiere para el ejercicio de su función pastoral. 

a) El Colegio Episcopal 

Al igual que San Pedro y los demás Apóstoles formaban un solo colegio apostólico, así el Papa y los obispos forman un solo colegio episcopal (cfr. Lumen Gentium, n. 22). 

Hay una unidad en el cuerpo episcopal, y para expresar esa unidad el Concilio Vaticano II habla, a la vez, de cuerpo, de colegio y de orden de los obispos. Todo el cuerpo episcopal tiene en la tierra la misión de dirigir la Iglesia y de asumir las responsabilidades pertinentes. 

Tocante al término "colegio", se advierte que no debe interpretarse en un sentido estrictamente jurídico; es decir, "como una asamblea de iguales que delegan su potestad en su propio presidente, sino como una asamblea estable, cuya estructura y autoridad deben deducirse de la Revelación (Lumen Gentium. Nota explicativa previa, n. l). 

Jamás ha habido duda que cuando el cuerpo episcopal se compro. mete unánimemente a propósito de un punto de fe o costumbres, es infalible (cfr. Lumen Gentium, n. 25). 

Entre los Padres que lo enseñan de una manera casi explícita, está San Atanasio: "La Palabra del Señor que ha sido pronunciada por el Concilio general de Nicea, permanecerá para siempre" (Epis. PG 2, 26, 1032). 0 También San Gregorio Magno, cuando dice que él venera los cuatro primeros concilios generales como venera los cuatro evangelios (Epis. 1, 25: PI 77, 478). 

Su ejercicio tiene dos cauces:

- Solemne y extraordinario, que es el propio de los concilios Ecuménicos, para cuya existencias se requiere: 

  • que todos los obispos con jurisdicción hayan sido convocados; 
  • que un cierto número esté efectivamente presente; 
  • que el Papa esté de acuerdo con la convocatoria, la presida (personalmente o por delegados) y confirme sus decisiones. 

- Ordinario, que es el de los obispos cuando promulgan, unánimemente y en comunión con el Papa, las mismas verdades relativas a la fe y a las costumbres (cfr. Dz. 1792). 

Lo anterior quiere decir que, tomados individualmente, los obispos no son infalibles, aunque cada uno en su diócesis e s doctor auténtico de la fe y decide con autoridad, en la medida en que permanece en comunión con el conjunto y, especialmente con su cabeza, el Papa (cfr. (cfr. Lumen Gentium, n. 22). 


b) Los Concilios 

La potestad suprema sobre la Iglesia Universal, que compete al Colegio de los Obispos, se ejerce de manera solemne en el Concilio Ecuménico. 

Debe quedar claro que el Orden o Colegio de los Obispos, que sucede al Colegio Apostólico en el magisterio y régimen pastoral, junto a su cabeza -que es el Papa- y nunca sin ella, es también sujeto de la potestad suprema y plena, sobre toda la Iglesia; dicha potestad puede ejercerse únicamente con el consentimiento del Romano Pontífice. 

La lista cronológica de los Concilios Ecuménicos, con los rasgos mínimos, diferenciales, es la siguiente: 

  1. - Nicea (325). Convocado por Constantino para condenar y deponer a Arrio; proclama que el Verbo es consubstancial al Padre y redacta una fórmula de Fe o Símbolo de Nicea. 
  2. - Constantinopla I (38l). Convocado por Teodosio I; condena a Macedonio, que negaba la divinidad y consubstancialidad del Espíritu Santo. Sólo asistieron obispos de Oriente. Según la tradición, en él se aprueba el símbolo llamado niceno-constantinopolitano. El Papa Dámaso, en los concilios romanos del 380 y del 383, define la misma doctrina. Por ello, desde el concilio de Calcedonia, se le considera ecuménico. 
  3. - Efeso (431). Convocado por Teodosio II, condena y depone a Nestorio, que negaba la maternidad divina de María (Teotokós). Lo presidió San Cirilo de Alejandría como delegado del Papa Celestino I. No redacta nueva fórmula dogmática, pero aprueba la II Carta de Cirilo a Nestorio como auténtica interpretación del Símbolo de Nicea. 
  4. - Calcedonia (451). Convocado por el emperador Marciano, con la aprobación de S. León Magno, define la existencia en Cristo de dos naturalezas aceptando así la Epistola dogmatica ad Flavianum del papa S. León I, que condenaba el monofisismo. 
  5. - Constantinopla II (553). Convocado por Justiniano I, condena los "Tres capítulos doctrina de Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciros e Ibas de Edesa, que era sospechosa de nestorianisimo. 
  6. - Constantinopla III (681). Convocado por Constantino Pogonato de acuerdo con el Papa Agatón, condena el monotelismo, afirmando la existencia de dos voluntades en Cristo. 
  7. - Nicea II (787). Convocado por la emperatriz Irene, condena a los iconoclastas, definiendo la legitimidad del culto a las imágenes. 
  8. - Constantinopla IV (869-870). Convocado por Basilio el Macedonio, depone a Focio. Tiene caracter disciplinar. 
  9. - Letrán I (1123). Convocado por el papa Calixto II, consagra la solución dada al problema de las ínvestiduras en el concordato de Worms (1122). Es el primer concilio celebrado en Occidente. 
  10. - Letrán II (1139). Convocado por el Papa Inocencio II, se refiere a cuestiones disciplinares: simonía, usura y nicolaísmo. 
  11. - Letrán III (1179). Convocado por Alejandro III, condena a los cátaros. Trata cuestiones disciplinares de gran trascendencia, como las referentes a la elección pontificia. 
  12. - Letrán IV (1215). Convocado por Inocencio III, es el más importante de los concilios medievales. Condena a cátaros y albigenses y trata importantes cuestiones de disciplina (sacramentos, matrimonio, predicación, inquisición ... ). 
  13. - Lyon I (1245). Convocado por el Papa Inocencio IV, condena al emperador Federico II. 
  14. - Lyon II (1274). Convocado por Gregorio X, tuvo como finalidad la reducción del cisma de Oriente. Contó con la colaboración del emperador Miguel Paleólogo. No alcanzó éxito. 
  15. - Vienne (1311-12). Convocado por Clemente V, tuvo como principal finalidad el enjuiciamiento de los templarios, junto a temas doctrinales. 
  16. - Constanza (1414-18). Convocado por Gregorio XII está íntimamente unido al cisma de Occidente. En él se elige a Martín V como Papa. Condena las doctrinas de Wicleff y Huss, sus decretos "in materiis fidei conciliariter" fueron aprobados por Martín V, pero no "aliter nec alio modo". 
  17. - Florencia (1439-45). Convocado por Eugenio IV, fue un nuevo intento de terminar con el cisma griego, que también fracasó. 
  18. - Letrán V (1512-17). Convocado por Julio II, fue terminado por León X. Su finalidad primordial fue la reforma del clero. 
  19. - Trento (1545-63). Convocado por Paulo III, fue proseguido por sus sucesores Julio III y Pío IV; durante los pontificados de Marcelo II y Paulo IV no hubo actividad conciliar. Significa la reacción de la Iglesia frente a la reforma protestante, tanto en el plano dogmático, como en el disciplinar. 
  20. - Vaticano I (1869-70). Convocado por Pío IX, fue suspendido el 20 de octubre de 1870. Elaboró dos importantes definiciones dogmáticas, la Const. Dei Filius, acerca de la Fe y el racionalismo, y la Const. Pastor Aeternus, sobre la infalibilidad del Papa. 
  21. - Vaticano II (1962-65). Convocado por Juan XXIII, continuó con sus trabajos bajo Paulo VI, quien aprobó y promulgó sus decisiones. 


Debe tenerse en cuenta que los decretos del Concilio Ecuménico, sólo tienen fuerza obligatoria si, habiendo sido aprobados por el Romano Pontífice juntamente con los Padres conciliares, son confirmados por el Papa y promulgados por el mandato suyo. 

Transcribimos la fórmula de aprobación que se empleó en los documentos del Concilio Vaticano II:

"-Todas y cada una de las cosas que se prescriben en esta Constitución Dogmática (Decreto, etc.) han obtenido el PLACET de los Padres. Y por la potestad Apostólica que nos ha sido entregada por Cristo, junto con los Padres Venerables, las aprobamos en el Espíritu Santo, las prescribimos y las establecemos, y mandamos que lo así establecido sinodalmente se promulgue para la gloria de Dios". 




Damos gracias a Dios por la vida del P. Ignacio Garro, S.J. quien nos brindó toda su colaboración. Seguiremos publicando los materiales que nos compartió para dicho fin.

Para acceder a las publicaciones anteriores acceder AQUÍ.



Textos claves del Nuevo Testamento - 12. "No me elegisteis..."


P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita 

Jesús eligió a sus doce discípulos, símbolo de las doce tribus de Israel, como fundamento de un “pueblo” de Dios renovado: “No me elegisteis vosotros a mí; fui yo el que os elegí a vosotros. Y os he destinado para que vayáis y déis fruto abundante y duradero. Así, el Padre os dará todo lo que le pidáis en mi nombre. Lo que os mando es ésto: que os améis los unos a los otros” (Jn 15,16-17); “Vosotros, en cambio, sois linaje escogido, sacerdocio regio y nación santa, pueblo adquirido en posesión, para anunciar las grandezas del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable. Los que en otro tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que no habíais conseguido misericordia, ahora habéis alcanzado misericordia” (IPe 2,9-10).



Agradecemos al P. Fernando Martínez SJ por su colaboración.

Para acceder a los otros temas AQUÍ.


Domingo XII Tiempo Ordinario. Ciclo B – La tempestad

 


Escuchar AUDIO o descargar en MP3

P. Adolfo Franco, jesuita.

Lectura del santo evangelio según san Marcos (4, 35-40):

Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: «Vamos a la otra orilla.»

Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón.

Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?»

Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: «¡Silencio, cállate!»

El viento cesó y vino una gran calma.

Él les dijo: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?»

Se quedaron espantados y se decían unos a otros: «¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!»

Palabra del Señor


Jesús viaja en nuestra barca y tiene potestad para calmar todas las tempestades

Esta escena que nos narra San Marcos, ocurre en el lago, en medio de una amenazante tempestad. Jesús duerme en la barca, mientras el terror se apodera de los discípulos. Cristo calma la tempestad del mar, y lo que es más, calma la agitación del ánimo de sus discípulos trémulos y cobardes.

La tempestad, un fenómeno amenazante en la vida. La tempestad ocurre cuando la superficie tranquila del mar (o de nuestra rutina diaria) se rompe en pedazos, y las aguas se convierten en abismos que parecen que se tragarán todo. El cielo estalla en alaridos, y se rasga en estruendos. Uno queda indefenso, mudo de espanto. Y hay otros fenómenos similares: a veces lo que se rompe es la tierra, y la ola estremecedora de la sacudida del terremoto parece interminable. A veces es otra la tempestad, o es otra la rotura, igualmente amenazante: la tempestad de nuestro propio cuerpo, que se ha roto (que lleva dentro un cáncer devorador incontrolable, o los síntomas de una degradación cerebral irreversible) y nos deja ante un abismo que nos va a devorar sin compasión. La tempestad parece el tremendo poder de un planeta que se sacude y parece encabritado, o de la materia de que estamos hechos y que parece que querría tragarse a nuestro espíritu.

Nuestra barca es muy pequeña, parece una cáscara de nuez, frente al poder inconmensurable de los elementos desatados. A no ser que esté Jesús en ella. A todos nosotros nos ha amenazado la tempestad. Y en esos trágicos momentos Jesús parece dormido. Eso es lo peor: nuestro defensor, está callado, no se da prisa por hacerse presente. Sin embargo, está. Eso quiere destacar este párrafo del Evangelio: que es importante que Jesús esté en nuestra barca. ¿Quién podría enfrentarse a una tempestad sin la fuerza de la fe?

Cuando una persona sufre de alguna de esas “tempestades”, su barca sube y baja, llevada por las olas, pierde el sentido de la orientación: la vida le parece negra, se pierde el rumbo y la ubicación. Hace falta mucha fuerza (Dios la da) para hacerse dueño de la barca, y darse cuenta de que Jesús está en la barca.

Jesús en el momento adecuado da su orden a la ominosa y soberbia tempestad, y ella se calma, y su furia se desvanece, como se desvanece un poco de humo. El mar vuelve a ser un espejo pacífico, la vida recupera la tranquilidad. Y el corazón recobra la serenidad. Es cuestión de hacer consciente la presencia de Jesús, que nunca está lejos. La fe es la certeza de su presencia, y de su compañía. A veces la tempestad se calma, no por un milagro espectacular, sino por encontrarle un sentido a la misma tempestad, al descubrir que nada, ni nadie nos podrá tragar. Es el acto de fe el que hace que la fuerza de Jesús actúe, y que la tempestad pierda la fuerza que tiene para producirnos miedo, pierda las garras con que nos amenaza.

Vale la pena también reflexionar sobre el contraste: Jesús está dormido, relajado, tranquilo, a pesar de la tempestad, y los apóstoles están aterrorizados ante la misma tempestad: dos formas diversas de estar ente la tempestad; hay quienes no permiten que la tempestad les entre en el alma, hacen que la tempestad quede fuera y así su alma mantiene la superficie tersa de un lago tranquilo a pesar de todo.

San Pablo reflexionando sobre la tempestad dice: "¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? ...Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó". (Rom 8, 35-37). San Pablo, que pasó tantas tempestades personales, está seguro y tranquilo sabiendo que nadie le apartará de Cristo Jesús.



Voz de audio: José Alberto Torres Jiménez.
Ministerio de Liturgia de la Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a José Alberto por su colaboración.
...



Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

Para otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.






Teología fundamental. 40. El Credo. La necesidad de pertenecer a la Iglesia

 


P. Ignacio Garro, jesuita †

5. EL CREDO

Continuación


5.20. NECESIDAD DE PERTENECER A LA IGLESIA 

La necesidad de pertenecer a la Iglesia para salvarse es una verdad de fe: "Fuera de la Iglesia Católica, Apostólica, Romana, nadie puede salvarse, como nadie pudo salvarse del diluvio fuera del Arca de Noé, que era figura de esta Iglesia" (Catecismo de San Pío X, n. 170). "Enseña (el Concilio), fundado en la Escritura y en la tradición, que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación" (Conc. Vaticano II, Const. Dogm. Lumen Gentium, núm. 14).

Hay necesidad, para salvarse, de pertenecer a la Iglesia Católica, porque fuera de ella no hay salvación. 

En efecto, ella es la sola verdadera Iglesia de Cristo, y ella sola tiene el poder y los medios necesarios para salvar a los hombres. 

El Concilio Vaticano II recuerda a los católicos que no se salva quien, "No se salva, sin embargo, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia «en cuerpo», mas no «en corazón» [26]." (Const. dogm. Lumen Gentium, núm. 14).

Para salvarse hay necesidad, pues, de ser miembro de la Iglesia y, además, miembro vivo, esto es, unido a Cristo por la caridad. 


5.20.1 NECESIDAD DE SER MIEMBRO DE LA IGLESIA 

Para salvarse hay absoluta necesidad de pertenecer al cuerpo de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo. 

De otra manera, si hubiera posibilidad de salvarse sin Cristo, hubiera sido ociosa su Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección.

Al cuerpo de la Iglesia se pertenece gracias al bautismo, de acuerdo al mandato del Señor: "El que creyere y fuere bautizado se salvará; el que no creyere se condenará" (Mc. 16, 16). 

¿Qué decir, entonces, de los que sin culpa ignoran la doctrina cristiana y la existencia del bautismo? ¿Tienen acaso imposible la salvación? La respuesta es no: sí se pueden salvar, a través del llamado "bautismo de deseo", es decir, con la respuesta afirmativa a las nociones interiores que Dios suscita en su alma para que tengan ese deseo del bautismo, que los purifica y les hace pertenecer al Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia. 

La misma Iglesia aclara que "la divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir una vida recta" (Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen Gentium, núm. 16).


5.20.2 NECESIDAD DE SER MIEMBRO VIVO 

Hay necesidad absoluta de pertenecer al alma de la Iglesia y esta ley no tiene excepción. 

a) Hay necesidad, porque la fe y la gracia, frutos de los méritos de Cristo, es lo único que puede salvarnos después del pecado. 

b) Esta ley es absoluta, esto es, no tiene excepción, porque los que están en pecado, aunque hayan sido bautizados, se encuentran voluntariamente corno "enemigos de Dios", lo han rechazado con un acto libre y consciente. Para los paganos que han recibido el bautismo de deseo, la gracia se mantiene gracias al fiel cumplimiento de la ley natural, impresa en la conciencia de todo hombre. 

En efecto, el que cumple la ley natural, da a entender que cumple la voluntad de Dios lo mejor que puede; y en consecuencia que recibiría el bautismo, si Dios le manifestara tal obligación. 

Pues bien, Dios no puede permitir que un alma se pierda en tales condiciones, sino que en el momento oportuno infundirá la fe y la gracia, para que pertenezca al alma de la Iglesia y se salve. 

Dios puede infundirle la fe y la gracia por medio de una persona que lo instruya, por ejemplo un amigo; o por una inspiración interior, o aun, si fuere necesario, por medio de un ángel, como enseña Santo Tomás.

El Magisterio de la Iglesia reprueba "tanto a aquellos que excluyen de la salvación eterna a todos los que se adhieren a la Iglesia únicamente con un deseo implícito, como a aquéllos que falsamente aseguran, que los hombres en toda religión pueden salvarse igualmente" y precisa que "tampoco ha de considerarse, que basta cualquier deseo de ingresar en la Iglesia, para que el hombre se salve. Se requiere, pues, que el deseo, por el cual se ordena alguien a la Iglesia, esté informado por la perfecta caridad; y el deseo implícito no pueda tener efecto, a no ser que el hombre tenga fe sobrenatural" (Ep. S. Officii ad archiep. Bostoniensem, 8-VIII- 1949). 




Damos gracias a Dios por la vida del P. Ignacio Garro, S.J. quien nos brindó toda su colaboración. Seguiremos publicando los materiales que nos compartió para dicho fin.

Para acceder a las publicaciones anteriores acceder AQUÍ.




Catequesis del Papa sobre la Oración: 38, «La oración pascual de Jesús por nosotros»


 

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Patio de San Dámaso
Miércoles, 16 de junio de 2021

[Multimedia]


 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En esta serie de catequesis hemos recordado en varias ocasiones cómo la oración es una de las características más evidentes de la vida de Jesús: Jesús rezaba, y rezaba mucho. Durante su misión, Jesús se sumerge en ella, porque el diálogo con el Padre es el núcleo incandescente de toda su existencia.

Los Evangelios testimonian cómo la oración de Jesús se hizo todavía más intensa y frecuente en la hora de su pasión y muerte. Estos sucesos culminantes de su vida constituyen el núcleo central de la predicación cristiana: esas últimas horas vividas por Jesús en Jerusalén son el corazón del Evangelio no solo porque a esta narración los evangelistas reservan, en proporción, un espacio mayor, sino también porque el evento de la muerte y resurrección —como un rayo— arroja luz sobre todo el resto de la historia de Jesús. Él no fue un filántropo que se hizo cargo de los sufrimientos y de las enfermedades humanas: fue y es mucho más. En Él no hay solamente bondad: hay algo más, está la salvación, y no una salvación episódica – la que me salva de una enfermedad o de un momento de desánimo – sino la salvación total, la mesiánica, la que hace esperar en la victoria definitiva de la vida sobre la muerte.

En los días de su última Pascua, encontramos por tanto a Jesús, plenamente inmerso en la oración.

Él reza de forma dramática en el huerto del Getsemaní —lo hemos escuchado—, asaltado por una angustia mortal. Sin embargo, Jesús, precisamente en ese momento, se dirige a Dios llamándolo “Abbà”, Papá (cfr. Mc 14,36). Esta palabra aramea —que era la lengua de Jesús— expresa intimidad, expresa confianza. Precisamente cuando siente la oscuridad que lo rodea, Jesús la atraviesa con esa pequeña palabra: Abbà, Papá.

Jesús reza también en la cruz, envuelto en tinieblas por el silencio de Dios. Y sin embargo en sus labios surge una vez más la palabra “Padre”. Es la oración más audaz, porque en la cruz Jesús es el intercesor absoluto: reza por los otros, reza por todos, también por aquellos que lo condenan, sin que nadie, excepto un pobre malhechor, se ponga de su lado. Todos estaban contra Él o indiferentes, solamente ese malhechor reconoce el poder. «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). En medio del drama, en el dolor atroz del alma y del cuerpo, Jesús reza con las palabras de los salmos; con los pobres del mundo, especialmente con los olvidados por todos, pronuncia las palabras trágicas del salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (v. 2): Él sentía el abandono y rezaba. En la cruz se cumple el don del Padre, que ofrece el amor, es decir se cumple nuestra salvación. Y también, una vez, lo llama “Dios mío”, “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”: es decir, todo, todo es oración, en las tres horas de la Cruz.

Por tanto, Jesús reza en las horas decisivas de la pasión y de la muerte. Y con la resurrección el Padre responderá a la oración. La oración de Jesús es intensa, la oración de Jesús es única y se convierte también en el modelo de nuestra oración. Jesús ha rezado por todos, ha rezado también por mí, por cada uno de vosotros. Cada uno de nosotros puede decir: “Jesús, en la cruz, ha rezado por mí”. Ha rezado. Jesús puede decir a cada uno de nosotros: “He rezado por ti, en la Última Cena y en el madero de la Cruz”. Incluso en el más doloroso de nuestros sufrimientos, nunca estamos solos. La oración de Jesús está con nosotros. “Y ahora, padre, aquí, nosotros que estamos escuchando esto, ¿Jesús reza por nosotros?”. Sí, sigue rezando para que Su palabra nos ayude a ir adelante. Pero rezar y recordar que Él reza por nosotros.

Y esto me parece lo más bonito para recordar. Esta es la última catequesis de este ciclo sobre la oración: recordar la gracia de que nosotros no solamente rezamos, sino que, por así decir, hemos sido “rezados”, ya somos acogidos en el diálogo de Jesús con el Padre, en la comunión del Espíritu Santo. Jesús reza por mí: cada uno de nosotros puede poner esto en el corazón, no hay que olvidarlo. También en los peores momentos. Somos ya acogidos en el diálogo de Jesús con el Padre en la comunión del Espíritu Santo. Hemos sido queridos en Cristo Jesús, y también en la hora de la pasión, muerte y resurrección todo ha sido ofrecido por nosotros. Y entonces, con la oración y con la vida, no nos queda más que tener valentía, esperanza y con esta valentía y esperanza sentir fuerte la oración de Jesús e ir adelante: que nuestra vida sea un dar gloria a Dios conscientes de que Él reza por mí al Padre, que Jesús reza por mí.

 


Tomado de:

https://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2021/documents/papa-francesco_20210616_udienza-generale.html

Para anteriores catequesis del Papa AQUÍ
Accede a la Etiqueta Catequesis del Papa AQUÍ

Catequesis del Papa sobre la Oración: 37, «Perseverar en el amor»


 

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Patio de San Dámaso
Miércoles, 9 de junio de 2021

[Multimedia]

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En esta penúltima catequesis sobre la oración hablamos de la perseverancia al rezar. Es una invitación, es más, un mandamiento que nos viene de la Sagrada Escritura. El itinerario espiritual del Peregrino ruso empieza cuando se encuentra con una frase de san Pablo en la primera carta a los Tesalonicenses: «Orad constantemente. En todo dad gracias» (5,17-18). La palabra del Apóstol toca a ese hombre y él se pregunta cómo es posible rezar sin interrupción, dado que nuestra vida está fragmentada en muchos momentos diferentes, que no siempre hacen posible la concentración. De este interrogante empieza su búsqueda, que lo conducirá a descubrir la llamada oración del corazón. Esta consiste en repetir con fe: “¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí pecador!”. Una oración sencilla, pero muy bonita. Una oración que, poco a poco, se adapta al ritmo de la respiración y se extiende a toda la jornada. De hecho, la respiración no cesa nunca, ni siquiera mientras dormimos; y la oración es la respiración de la vida.

¿Cómo es posible custodiar siempre un estado de oración? El Catecismo nos ofrece citas bellísimas, tomadas de la historia de la espiritualidad, que insisten en la necesidad de una oración continua, que sea el fulcro de la existencia cristiana. Cito algunas de ellas.

Afirma el monje Evagrio Póntico: «No nos ha sido prescrito trabajar, vigilar y ayunar constantemente —no, esto no se nos ha pedido— pero sí tenemos una ley que nos manda orar sin cesar» (n. 2742). El corazón en oración. Hay por tanto un ardor en la vida cristiana, que nunca debe faltar. Es un poco como ese fuego sagrado que se custodiaba en los templos antiguos, que ardía sin interrupción y que los sacerdotes tenían la tarea de mantener alimentado. Así es: debe haber un fuego sagrado también en nosotros, que arda en continuación y que nada pueda apagar. Y no es fácil, pero debe ser así.

San Juan Crisóstomo, otro pastor atento a la vida concreta, predicaba así: «Conviene que el hombre ore atentamente, bien estando en la plaza o mientras da un paseo: igualmente el que está sentado ante su mesa de trabajo o el que dedica su tiempo a otras labores, que levante su alma a Dios: conviene también que el siervo alborotador o que anda yendo de un lado para otro, o el que se encuentra sirviendo en la cocina» (n. 2743). Pequeñas oraciones: “Señor, ten piedad de nosotros”, “Señor, ayúdame”. Por tanto, la oración es una especie de pentagrama musical, donde nosotros colocamos la melodía de nuestra vida. No es contraria a la laboriosidad cotidiana, no entra en contradicción con las muchas pequeñas obligaciones y encuentros, si acaso es el lugar donde toda acción encuentra su sentido, su porqué y su paz.

Cierto, poner en práctica estos principios no es fácil. Un padre y una madre, ocupados con mil cometidos, pueden sentir nostalgia por un periodo de su vida en el que era fácil encontrar tiempos cadenciosos y espacios de oración. Después, los hijos, el trabajo, los quehaceres de la vida familiar, los padres que se vuelven ancianos… Se tiene la impresión de no conseguir nunca llegar a la cima de todo. Entonces hace bien pensar que Dios, nuestro Padre, que debe ocuparse de todo el universo, se acuerda siempre de cada uno de nosotros. Por tanto, ¡también nosotros debemos acordarnos de Él!

Podemos recordar que en el monaquismo cristiano siempre se ha tenido en gran estima el trabajo, no solo por el deber moral de proveerse a sí mismo y a los demás, sino también por una especie de equilibrio, un equilibrio interior: es arriesgado para el hombre cultivar un interés tan abstracto que se pierda el contacto con la realidad. El trabajo nos ayuda a permanecer en contacto con la realidad. Las manos entrelazadas del monje llevan los callos de quien empuña pala y azada. Cuando, en el Evangelio de Lucas (cfr. 10,38-42), Jesús dice a santa Marta que lo único verdaderamente necesario es escuchar a Dios, no quiere en absoluto despreciar los muchos servicios que ella estaba realizando con tanto empeño.

En el ser humano todo es “binario”: nuestro cuerpo es simétrico, tenemos dos brazos, dos ojos, dos manos… Así también el trabajo y la oración son complementarios. La oración – que es la “respiración” de todo – permanece como el fondo vital del trabajo, también en los momentos en los que no está explicitada. Es deshumano estar tan absortos por el trabajo como para no encontrar más el tiempo para la oración.

Al mismo tiempo, no es sana una oración que sea ajena de la vida. Una oración que nos enajena de lo concreto de la vida se convierte en espiritualismo, o, peor, ritualismo. Recordemos que Jesús, después de haber mostrado a los discípulos su gloria en el monte Tabor, no quiere alargar ese momento de éxtasis, sino que baja con ellos del monte y retoma el camino cotidiano. Porque esa experiencia tenía que permanecer en los corazones como luz y fuerza de su fe; también una luz y fuerza para los días venideros: los de la Pasión. Así, los tiempos dedicados a estar con Dios avivan la fe, la cual nos ayuda en la concreción de la vida, y la fe, a su vez, alimenta la oración, sin interrupción. En esta circularidad entre fe, vida y oración, se mantiene encendido ese fuego del amor cristiano que Dios se espera de nosotros.

Y repetimos la oración sencilla que es tan bonito repetir durante el día, todos juntos: “Señor Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí pecador”.


Tomado de:
https://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2021/documents/papa-francesco_20210609_udienza-generale.html

Para anteriores catequesis del Papa AQUÍ
Accede a la Etiqueta Catequesis del Papa AQUÍ



Catequesis del Papa sobre la Oración: 36, «Jesús, modelo y alma de toda oración»

 


PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Patio de San Dámaso
Miércoles, 2 de junio de 2021

[Multimedia]


 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Los Evangelios nos muestran cuanto era fundamental la oración en la relación de Jesús con sus discípulos. Ya se aprecia en la elección de los que luego se convertirían en los apóstoles. Lucas sitúa la elección en un contexto preciso de oración y dice así: «Sucedió que por aquellos días se fue Él al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles» (6,12-13). Jesús los elige después de una noche de oración. Parece que no haya otro criterio en esta elección si no es la oración, el diálogo de Jesús con el Padre. A juzgar por cómo se comportarán después esos hombres, parecería que la elección no fue de las mejores porque todos huyeron, lo dejaron solo antes de la Pasión; pero es precisamente esto, especialmente la presencia de Judas, el futuro traidor, lo que demuestra que esos nombres estaban escritos en el plan de Dios.

La oración en favor de sus amigos reaparece continuamente en la vida de Jesús. A veces los apóstoles se convierten en motivo de preocupación para Él, pero Jesús, así como los recibió del Padre, después de la oración, así los lleva en su corazón, incluso en sus errores, incluso en sus caídas. En todo ello descubrimos cómo Jesús fue maestro y amigo, siempre dispuesto a esperar pacientemente la conversión del discípulo. El punto culminante de esta paciente espera es la “tela” de amor que Jesús teje en torno a Pedro. En la Última Cena le dice: «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Lc 22,31-32). Es impresionante saber que, en el tiempo del desfallecimiento, el amor de Jesús no cesa. “Pero Padre, si estoy en pecado mortal, ¿el amor de Jesús sigue ahí? — Sí, ¿y Jesús sigue rezando por mí? — Sí — Pero si he hecho cosas muy malas y muchos pecados, ¿sigue amándome Jesús? — Sí”. El amor y la oración de Jesús por cada uno de nosotros no cesa, es más, se hace más intenso y somos el centro de su oración. Debemos recordar siempre esto: Jesús está rezando por mí, está rezando ahora ante el Padre y le está mostrando las heridas que trajo consigo, para que el Padre pueda ver el precio de nuestra salvación, es el amor que nos tiene. Y en este momento que uno de nosotros piense: ¿Jesús está rezando ahora por mí? Sí. Es una gran seguridad que debemos tener.

La oración de Jesús vuelve puntualmente en un momento crucial de su camino, el de la verificación de la fe de los discípulos. Escuchemos de nuevo al evangelista Lucas: «Y sucedió que mientras Él estaba orando a solas, se hallaban con Él los discípulos y Él les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?”.  Ellos respondieron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que un profeta de los antiguos había resucitado” Les dijo: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Pedro le contestó en nombre de todos: “El Cristo de Dios”. Pero les mandó enérgicamente que no dijeran esto a nadie» (9,18-21). Las grandes decisiones en la misión de Jesús están siempre precedidas de la oración, pero no de una oración, así, en passant, sino de la oración intensa y prolongada. Siempre en esos momentos hay una oración. Esta prueba de fe parece una meta, pero en cambio es un punto de partida renovado para los discípulos, porque, a partir de entonces, es como si Jesús subiera un tono en su misión, hablándoles abiertamente de su pasión, muerte y resurrección.

En esta perspectiva, que despierta instintivamente la repulsión, tanto en los discípulos como en nosotros que leemos el Evangelio, la oración es la única fuente de luz y fuerza. Es necesario rezar más intensamente, cada vez que el camino se empina.

Y en efecto, tras anunciar a los discípulos lo que le espera en Jerusalén, tiene lugar el episodio de la Transfiguración. Jesús «tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar. Y sucedió que, mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban con Él dos hombres, que eran Moisés y Elías;  los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén» (Lc 9,28-31), es decir de su  Pasión. Por tanto, esta manifestación anticipada de la gloria de Jesús tuvo lugar en la oración, mientras el Hijo estaba inmerso en la comunión con el Padre y consentía plenamente en su voluntad de amor, en su plan de salvación. Y de esa oración salió una palabra clara para los tres discípulos implicados: «Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle» (Lc 9,35). De la oración viene la invitación a escuchar a Jesús, siempre de la oración.

De este rápido recorrido por el Evangelio, deducimos que Jesús no sólo quiere que recemos como Él reza, sino que nos asegura que, aunque nuestros tentativos de oración sean completamente vanos e ineficaces, siempre podemos contar con su oración. Debemos ser conscientes: Jesús reza por mí. Una vez, un buen obispo me contó que en un momento muy malo de su vida y de una gran prueba, un momento de oscuridad, miró a lo alto de la basílica y vio escrita esta frase: “Yo Pedro rezaré por ti”. Y eso le dio fuerza y consuelo. Y esto sucede cada vez que cada uno de nosotros sabe que Jesús reza por él. Jesús reza por nosotros. Ahora mismo, en este momento. Haced este ejercicio de memoria repitiéndolo. Cuando hay alguna dificultad, cuando estáis en la órbita de las distracciones: Jesús está rezando por mí. Pero, padre ¿eso es verdad? Es verdad, lo dijo Él mismo. No olvidemos que lo que nos sostiene a cada uno de nosotros en la vida es la oración de Jesús por cada uno de nosotros, con nombre, apellido, ante el Padre, enseñándole las heridas que son el precio de nuestra salvación. 

Aunque nuestras oraciones fueran solamente balbuceos, si se vieran comprometidas por una fe vacilante, nunca debemos dejar de confiar en Él. Yo no sé rezar, pero Él reza por mí. Sostenidas por la oración de Jesús, nuestras tímidas oraciones se apoyan en alas de águila y suben al cielo. No os olvidéis: Jesús está rezando por mí — ¿Ahora? — Ahora. En el momento de la prueba, en el momento del pecado, incluso en ese momento, Jesús está rezando por mí con tanto amor.


Tomado de:

https://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2021/documents/papa-francesco_20210602_udienza-generale.html

Para anteriores catequesis del Papa AQUÍ

Accede a la Etiqueta Catequesis del Papa AQUÍ