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Jesús de Nazaret - 14º Parte

P. Ignacio Garro, S.J.


SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA




15. Valor soteriológico de Pentecostés como consumación de la Nueva Alianza.

En la época inmediatamente anterior a Cristo, la fiesta de las Semanas o Pentecostés, no estaba sino relación con la alianza del Sinaí. En efecto, el libro de Jubileos considera esa fiesta como destinada a celebrar cada año la renovación de la alianza. Según los Jubileos, Dios había pedido a Moisés esa renovación, mediante la aspersión de sangre que se hacía sobre el pueblo; era una renovación, porque la Alianza del Sinaí perpetuaba las alianzas anteriores estipuladas con Noé y con los patriarcas. Sin embargo, el nexo entre Pentecostés y la Alianza, es todavía mas profundo. En el A T  la alianza definitiva había sido anunciada como presencia del Espíritu de Dios en el pueblo.

Si el libro de Isaías profetiza que el espíritu de Yahvé reposará sobre el Mesías, Is 11, 1; 61, 1, contiene igualmente un oráculo que extiende a Israel esa presencia del espíritu de Yahvé: "en cuanto a mí, esta es la alianza con ellos, dice Yahvé. Mi espíritu que ha venido sobre ti y mis palabras que he puesto en tus labios no caerán de tu boca ni de la boca de tu descendencia, dice Yahvé, desde ahora y para siempre", Is 59, 21.

El oráculo de Ezequiel es todavía mas preciso, pues indica aun más en que sentido la nueva alianza comportará la presencia del Espíritu. En efecto, el gran problema planteado por la alianza es el de la fidelidad del pueblo; en la nueva alianza, la fidelidad en cumplir todas las obligaciones de la alianza y la auténtica pertenencia del pueblo a Dios tendrán su garantía en el don definitivo del Espíritu de Dios: "Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas. Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios", Ez 36, 26-29.

Así, pues, la liberación del pecado, la purificación son el resultado de esa infusión de un "espíritu nuevo", espíritu de Dios comunicado a los hombres. Ese espíritu infundido en los corazones será el principio de la rectitud moral, y actuará de tal modo que el pueblo sea el pueblo de Dios. De esta manera se consuma "la nueva alianza" en la que según Jeremías, la ley divina queda ya inscrita en el fondo de los corazo­nes. Jer 31, 31-33.

También S. Pablo caracteriza a la nueva alianza en base al Espíritu cuando habla de los apóstoles: "ministros de la nueva alianza, no la de la letra, sino del Espíritu", 2 Cor 3, 6. El apostolado es el "ministerio del Espíritu", 2 Cor 3, 8. El Espíritu es el que confiere a la nueva alianza su superioridad; la ausencia del Espíritu ha condenado a muerte a la antigua alianza (la del Sinaí), por eso "la letra mata, el Espíritu vivifica".

Es por consiguiente, en Pentecostés cuando se estrecha la verdadera y definitiva alianza, en ese momento Cristo glorioso reúne definitivamente a la humanidad con Dios infundiendo en el corazón de esa humanidad su Espíritu, el Espíritu Santo; este Espíritu asegura la sinceridad de la nueva Alianza, la íntima realidad de la pertenencia a Dios; asegura igualmente la fidelidad la inconmovible permanencia; pues la alianza esta destinada a desplegarse en una unión cada vez más honda de los hombres con Dios.

Pentecostés representa el don supremo del amor divino, ya que por medio del Espíritu Santo, Dios se entrega a lo más íntimo del ser del hombre y viene a morar, no ya simplemente entre los hombres, como sucedió con la Encarnación, sino en el corazón de los hombres. Pentecostés consuma la Encarnación hasta en su aspiración suprema, su extensión a toda la humanidad. Por otra parte, Pentecostés suscita la entrega más sublime de los hombres a Dios, entrega sostenida y animada por el Espíritu Santo. El encuentro de estas dos donaciones, en su estadio más completo, constituye la Alianza perfecta, que era el objetivo de toda la obra redentora.


16. Pentecostés acontecimiento de misión

Ya Cristo resucitado, en las apariciones y con ocasión de la Ascensión, había asignado a las mujeres y a los discípulos una misión: su glorifica­ción no podía significar un repliegue sobre el triunfo obtenido; de­bía ser el principio de una nueva acción en el mundo. El acontecimiento de Pentecostés demuestra que el Reino establecido por Cristo es un Reino esencialmente abierto y que, al igual que su fundador, la Iglesia no puede encerrarse en sí misma en el disfrute de la vida divina y de los dones divinos.

La comunidad queda formada espiritualmente en virtud de la venida del Espíritu Santo; ahora bien, es constituida por El en estado de misión, sin que se puedan distinguir dos momentos diferentes para la constitución y para la misión. La Iglesia nace con un dinamismo de expansión que le es esencial.        

El contraste entre la comunidad agrupada toda ella en un solo lugar y la afluencia de gentes de todas las naciones, a las que se les debe dirigir el testimonio inmediatamente, subraya el impulso del Espíritu Santo hacia una misión universal. La primera profesión de fe de Pedro en Pentecostés, lejos de estar reservada a un reducido núcleo de creyentes, adopta la forma de una proclama a la muchedumbre y de una llamada general a la conversión.

Esta misión había sido anunciada por Jesús, que personalmente había insistido en su carácter universal, ya que a los discípulos que le hablaban en provecho de Israel, les dio como campo de operaciones la tierra entera hasta sus últimos confines, Hech 1, 6­8. Lo que es propio del  Espíritu Santo es poner en obra esa misión, darle un primer cumplimiento desde el mismo día de Pentecos­tés. El Espíritu Santo impulsa a los discípulos a dar testimonio y atrae hacia ellos a oyentes llegados de todas partes.

El símbolo de las "lenguas de fuego", Hech 2, 3, es característico: los que se han reunido para recibir el Espíritu Santo se hacen aptos para propagar el mensaje: se encuentran en circunstancias en las que deben dar testimonio, y para ello tienen capacidad, superior a toda aptitud humana. Además el Espíritu Santo hace comprender a cada oyente, en su propia lengua, el mensaje proclamado Hech 2, 8-11, de modo que el mismo asegura en cada uno de ellos la comprensión del mensaje. Aparece así con más claridad la naturaleza de la salvación que Jesús transmite por medio del Espíritu Santo. Se trata de una salvación comunitaria, ya que el don del Espíritu se confiere a la comunidad reunida, y de una salvación destinada a comunicarse al mundo a través de un testimonio cuya eficacia está asegurada.

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Con esta entrega concluimos esta serie. Para las entregas anteriores acceda al índice de FORMACIÓN AQUÍ.
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Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.

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