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Homilía del Domingo de Pentecostés, 19 de mayo del 2013

Envíanos, Señor, tu Espíritu

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Hch 2,1-11; S 103; 1Cor 12,3-7.12-13; Jn 20,19-23




Cuando en su segundo viaje San Pablo llegó por primera vez a la ciudad de Éfeso, se encontró con algunos creyentes. Algo extraño debió notar en ellos, cuando les hizo la pregunta de si habían recibido el Espíritu Santo cuando recibieron la fe. La respuesta fue que del Espíritu Santo ni siquiera habían oído hablar. Confío en que ustedes no estén en ese nivel; pero ¿podrían decir mucho más sobre la importancia del Espíritu Santo en nuestra vida cristiana?
El Catecismo de la Iglesia Católica, cuando se introduce en cómo ha de ser la conducta del cristiano, dice así: “En la catequesis es importante destacar con toda claridad el gozo y las exigencias del camino de Cristo. La catequesis de la vida nueva en Él –es decir la forma especial de vivir de un cristiano– será una catequesis del Espíritu Santo”; y llama al Espíritu Santo “Maestro interior de la vida según Cristo, dulce huésped del alma que inspira, conduce, rectifica y fortalece esta vida”, siguiendo luego la enumeración de los otros elementos necesarios de esa vida (C.I.C. 1697).
Recuerden que los evangelios señalan claro que la venida de Cristo al mundo, la Encarnación del Hijo en el seno de la Virgen María, se hace por obra del Espíritu Santo. Su vida pública, la predicación de su mensaje, sus milagros y su obra hasta su muerte y resurrección comienzan con una infusión del Espíritu Santo que se apodera de aquella humanidad de Jesús dándole poderes nuevos. Cuando les deja con el mandato de predicar el Evangelio a todos los hombres, les promete el Espíritu Santo y les asegura que con Él poder podrán llevar a cabo esa misión. En los tres momentos más decisivos de la obra de Cristo la Escritura destaca la intervención del Espíritu Santo.
Es la Carta a los Romanos donde San Pablo explica cómo ha realizado Cristo nuestra redención. Vino al mundo con el mandato del Padre de salvar del pecado a todos los hombres. Lo hizo cargando con nuestros pecados y con la muerte en la cruz. Así el que acepta con la fe estas verdades y cambia el corazón, obtiene el perdón de sus pecados: es justificado, hecho justo e hijo de Dios, y recibe el Espíritu Santo.
El don del Espíritu Santo lo recibe el hombre en el sacramento del bautismo. Por él, el neófito –así se designa al que se bautiza–, que ha creído en Jesucristo y se ha arrepentido de sus pecados, recibe el perdón de sus pecados, se incorpora a Cristo, como sarmiento a la vid, y recibe de Él la comunicación de su vida divina, que le hace hijo verdadero de Dios –pues posee la vida de Dios–, viniendo el Espíritu Santo a habitar en su alma. Como el alma humana, siendo una y la misma, está y da vida a todo nuestro cuerpo y a cada uno de los distintos miembros, así el Espíritu Santo viene a morar y a obrar en toda la Iglesia y en cada uno de nosotros. Las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad son las primeras fuerzas divinas dadas por el Espíritu. Obrando con ellas, el cristiano obra como Cristo y sus obras valen como las de Cristo para gloria de Dios y salvación del mundo.
Destaca la misa del domingo. En ella las virtudes teologales se emplean –digamos– a fondo, se da gran gloria a Dios y se colabora con grandísima eficacia en la obra misionera de la Iglesia. Por eso es tan importante la participación activa de cada fiel para el mismo fiel, para la Iglesia universal y para todo el mundo.
Pero recordemos además que todo fiel cristiano, ustedes también, tienen el mandato del Señor de transmitir su fe a los demás. Y el don del Espíritu Santo tiene una eficacia especial para llevar a cabo esta misión. Es lo que hoy celebramos: El don del Espíritu Santo que Dios otorgó a su Iglesia para que realizase la misión que quería de ella. Es la misma misión de Cristo. La debe realizar la Iglesia en su conjunto y también todos y cada uno de nosotros, los que formamos esa Iglesia. Para eso vino el Espíritu Santo no sólo a los Apóstoles sino sobre todos los reunidos en el Cenáculo.
Empezaron a hablar en lenguas distintas de forma que los de regiones diferentes entendían en su lengua. Todos aquellos discípulos se sintieron con fuerza para anunciar a Cristo. Eran capaces de interpretar la Escritura y fueron muchos los que se convirtieron ya ese mismo día. La segunda lectura de hoy habla de la variedad de dones que da el Espíritu Santo para el servicio de la Iglesia. Dios nos los quiere dar; pero nosotros debemos pedirlos. Así mostramos que los apreciamos.
Don muy importante es el gusto e inteligencia de la Biblia, otro son las ganas de orar y la facilidad para hacerlo. Cada persona necesitamos dones particulares y distintos. No son los mismos los que necesita una madre de familia y los que necesitan un estudiante, un obrero, un político, un profesor, un sacerdote, etc.
Aquellos primeros discípulos se prepararon para la primera infusión del Espíritu con una semana de intensa oración, unidos en la oración con María. Cada uno debemos pedir a Dios los dones que necesitamos. Y no nos conformemos con dones pequeños; se trata del bien de la Iglesia, de la salvación de nuestros hermanos y de la gloria de Dios. Es importante que oremos mucho y que lo hagamos junto con María. Si tenemos la impresión de que no hacemos mucho y sin gran eficacia para mejorar la calidad de vida cristiana de los que nos rodean, miremos a ver si no es que podríamos orar más y no lo hacemos. Y recordemos que siempre debemos aspirar a más. Recurramos a María para orar con ella y roguemos que sea intercesora de las gracias que necesitamos.


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