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Homilía del Domingo 29º TO (B), 21 de Octubre del 2012

Humildes para ser santos y felices 

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Es 53,10-11; S 32; Heb 4,14-16; Mc 10,35-45




Tras el pasaje del joven rico del domingo pasado, el texto de Marcos reproduce la tercera predicción de la pasión y muerte e inmediatamente esta perícopa de hoy. Estamos a una semana o diez días antes de su muerte. La escena siguiente en San Marcos tiene lugar en Jericó a un día de camino hacia Jerusalén. Dan la impresión, tanto Jesús de que es consciente del inmediato fin de su vida y de la necesidad de recalcar a los discípulos los puntos claves de su enseñanza, como San Pedro de hacer lo mismo en su catequesis a los catecúmenos y recién bautizados con la enseñanza de lo más importante de la vida cristiana.

La ambición de ser el primero era agudísima entre los discípulos. Recordemos a los discípulos discutiendo sobre ello cuando Jesús les dio la lección con un niño; tres veces les había hablado proféticamente de su pasión. Hasta en la Última cena tendrán una conducta bajo este aspecto vergonzosa y Jesús, lavándoles los pies, insistirá en la exigencia de la humildad. Recuerden que los evangelios repiten varias veces aquello de que “los últimos serán los primeros y los primeros los últimos”. Aceptarlo es un problema que se hace sumamente difícil a los discípulos, de entonces y de ahora. Muchos de ustedes serán testigos de luchas de poder en los grupos de la Iglesia; a veces llegan a romperlos.

Difícil para nosotros entrar en el corazón y misterio de Jesús. Hoy la Iglesia nos recuerda también en la primera lectura la más importante profecía del Antiguo Testamento sobre el Mesías: El Siervo del Señor en la cruz, cargando con nuestras culpas, y así “lo que el Señor quiere de él, prosperará por sus manos”.

Me atrevo a decir que la mayor parte de nuestros sufrimientos que nos hunden en la tristeza son causados por no tener en cuenta debidamente este principio. Porque “Dios desprecia a los soberbios y a los humildes les da su gracia” (1Pe 5,5); y “los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros” (Mt 20,16); y “yo te glorifico, Padre, porque has ocultado estas cosas (las maravillas del Reino de Dios) a los  sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, porque soy manso y humilde de corazón, y encontrarán paz  en sus  almas… Porque mi yugo es suave y mí carga es ligera” (Mt 11,25-30). Si nos es pesada, es porque no somos humildes. No lo digo  yo, lo ha dicho Cristo.

A Santiago y Juan no les faltaba generosidad. Aceptaban que el precio de sus ambiciones fuera el sufrimiento. Sin embargo no habían comprendido –ni los demás tampoco– el verdadero espíritu de Jesús.

Jesús no acepta la buena disposición, el coraje (digamos) de Santiago y Juan: “Ustedes saben que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y les hacen sentir su autoridad. Pero entre ustedes no debe ser así: el que quiera ser grande, que se haga el servidor de todos; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”. Y recuerden que en los evangelios el término “Hijo del hombre” únicamente lo emplea Jesús refiriéndose a sí mismo y acentuando su conciencia de que Él es Dios. También expliqué en otra ocasión que el modo de construir las frases por contraposiciones y en paralelismo es muy hebrea; facilitan el aprendizaje de memoria y suscitan la atención. De todo esto se deduce que –aunque sea posible que se haya introducido alguna modificación ligera– se trata de palabras del mismo Jesús a la letra. Jesús las expresa con lenguaje condenatorio y duro; y como son muy importantes para él, las repite. Se trata de un principio que pertenece al corazón del Evangelio. Hagamos, pues, de ello conducta nuestra.

Pero no es fácil. No nos extrañe que no seamos mejores que los Zebedeos. Nos cuesta ser menos que los demás. Si  con frecuencia nos sentimos mal, es porque nos parece que nos han humillado; que no son reconocidos ni nuestros valores, ni nuestro trabajo, ni nuestra buena intención, ni nuestros aportes, ni, menos, nuestros logros. Una gran parte de los conflictos en la familia, en el trabajo, en los grupos sociales y eclesiales, son por el afán de ser los primeros, de imponer las propias opiniones, por frustración de no ser valorados nuestros aportes, por heridas psicológicas que nos produce la envidia, la indiferencia, la vanidad o la soberbia de los demás para con nosotros.

No yo, es Cristo, “el Hijo del hombre”, quien les sugiere el secreto de la paz y alegría en el corazón: Hacerse el servidor de todos y el esclavo de todos. San Pablo se lo dice a sus queridos filipenses como medio para lograr un mayor grado de unidad: “Nada hagan por rivalidad, ni por vanagloria, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás. Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo. El cual, siendo Dios, se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2,3-8).

Cierto que semejante conducta es imposible sin la gracia de Dios. Por eso hay que pedirla a Dios continuamente en la oración. La devoción a Cristo crucificado, que fomenta y nos recuerda la devoción al Señor de los Milagros es muy eficaz. Verán cómo (aunque duro) es fácil el hacerse santo. Aguanten sin quejarse esa palabra altanera, grosera o molesta; sufran con paciencia las consecuencias de aquella equivocación o, tal vez, falta; reconozcan sus limitaciones y manifiesten su necesidad de ayuda o de consejo; manifiesten de forma serena y humilde pero clara la verdad con la Iglesia en cuestiones graves (como ahora la del aborto) aun a riesgo de ser tildados de anticuados. Si procuran vivir así, tendrán la experiencia de que Dios bondadoso está muy cerca, y ustedes le pedirán ayuda, le ofrecerán sus cruces, le agradecerán que les haya ayudado misteriosamente y hará sentir en el fondo de sus corazones su aprobación y la presencia y fuerza de su Espíritu. Porque “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (1Pe 5,5). 


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