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ESPECIAL DE PASCUA
Domingo IV Pascua. Ciclo B - Jesús el Buen Pastor
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P. Adolfo Franco, jesuita.
Lectura del santo evangelio según san Juan 10, 11 - 18):
En aquel tiempo dijo Jesús: «Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estragos y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor. Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre.»
Palabra del Señor
Jesucristo es el buen pastor que defiende a sus ovejas con su vida
Jesús se define a sí mismo como el Buen Pastor, y nos explica a nosotros esta hermosa realidad. La figura del buen Pastor la hemos ido enriqueciendo con muchas imágenes y ha adquirido en nuestros corazones de creyentes un atractivo especial. Jesús es el Buen Pastor que me guía, que me cuida, que impide que me vaya, que me busca si me pierdo: “aunque camine por cañadas obscuras nada temo, porque tú vas conmigo”.
Y Jesús conversa con sus apóstoles sobre esto y nos va abriendo un panorama lleno de luz, al desarrollar su explicación ¿por qué es el Buen Pastor? Porque da la vida por sus ovejas. Tan bueno es como pastor, que por defender a sus ovejas de todo mal es capaz de ponerse entre las ovejas y el lobo, aunque sepa que el lobo lo va a despedazar. Pero sus ovejas, gracias a ese gesto de amor, quedarán libres y sanas.
Y aquí el Señor nos da una explicación revestida de hermosura de lo que es la redención, de lo que será su muerte en la cruz por nuestra salvación. Se trata de un Pastor que tenía un gran rebaño de ovejas a las que quería y conocía por su nombre, las amaba. Un día, cuando el Pastor llevaba a sus ovejas a pastar, se presentó inesperadamente un terrible lobo, que amenazaba tragarse a las ovejas. El Buen Pastor se plantó en medio, abrió los brazos hacia atrás como queriendo formar un refugio para sus ovejas; el lobo terrible le saltó a su pecho y lo destrozó con furia. Mientras el pastor en el suelo se desangraba, las ovejas habían logrado ponerse a salvo. El Buen Pastor es el que da la vida por las ovejas.
Pero aquí hay también una especial lección que brilla para nosotros, que debe atraernos: “dar la vida”. Esta es una gran lección; aunque nosotros no podamos atribuirnos ningún título de pastor, también deberíamos estar dispuestos a dar la vida. Porque el afán de dar la vida, es la gran ilusión que ha de llenar una existencia auténtica. Dar la vida. Esa es la clave. Es el Ideal. Es el gran descubrimiento del Evangelio, para el cristiano. Cristiano es el que tiene como meta, el dar la vida, como Jesús la dio. No guardársela avaramente. No rodear nuestra existencia de una muralla de protecciones y de cuidados. No pensarla como un pequeño depósito de agua, que hay que cuidar mucho para que no se gaste.
Y hay muchas formas de dar la vida. Simplemente hay que entender lo que significa dar. Y es fácil conocer lo que es dar; no es una palabra de significado complicado, reservado solo a iniciados. Lo difícil es persuadirse de que ahí está el tesoro. De que dar la vida es la mejor manera de vivir. Que la vida se expande y se hace fecunda cuando se da. La mano abierta para dar. Dar para que otros vivan; tiempo, afecto, comprensión.
Dar la vida es dar de comer al hambriento. Y hay tantos hambrientos; y el hambre tiene tantas caras. Y qué hermoso es dar incluso la propia comida, para que otro no tenga hambre. Pero no es ésa la forma habitual que tenemos de dar. Nuestra forma de dar es con cálculo y mezquina. Separamos de nuestro plato, un poco, no mucho, un poquito, porque el resto lo tengo que comer yo. Y a veces la parte del plato que no me gusta es la que separo, la empujo con el tenedor a otro plato, y la doy, apartándola de mi. Esa es nuestra forma de dar, cuando damos. Un poco, bien pesado y medido, para que no me empobrezca yo. Y si tengo que dar algo de lo que yo colecciono, como parte de mis tesoros de cosas, entonces me duele, y sufro, como si me estuvieran arrancando un poco de mi vida.
Hay que dar la vida, para ser como el Buen Pastor. Y entonces nuestra vida se convertirá para nosotros mismos en un manantial que salta hasta la vida eterna. Esta es la lección que nos da el Buen Pastor. No es sólo para que nos admiremos de su amor, sino para que sepamos cómo hemos de vivir nosotros mismos. Jesús es Modelo y Maestro. Y así nos dice que si damos la vida, la encontraremos.
El nos dice que sus ovejas escuchan su voz, y esa es la voz que debemos escuchar; y esa voz nos dice que el que pierda su vida por entregarla, la encontrará mucho más fecunda. Y así El nos conocerá como sus ovejas, de la misma forma que conoce a su Padre.
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Teología fundamental. 36. El Credo. La Segunda Venida del Señor
P. Ignacio Garro, jesuita †
5. EL CREDO
Continuación
5.16. LA SEGUNDA VENIDA DEL SEÑOR
El artículo del Credo: "Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos", nos enseña que al fin del mundo ha de venir Jesucristo con gloria y majestad a juzgar a todos los hombres para darles premio o castigo conforme a sus obras. A esta venida gloriosa de Cristo se le llama "parusía".
Por vivos puede entenderse a los que todavía estén en este mundo cuando la venida del supremo juez; por muertos, los que hayan dejado de existir. También puede entenderse por vivos a los buenos y por muertos a los malos. En uno u otro sentido se nos da a entender que juzgará a todos los hombres.
5.16.1. El juicio final
En muchos lugares de la Escritura se nos habla del juicio final:
a) Joel anuncia: "Reuniré a todas las naciones, y las congregaré en el valle de Josafat, y entraré en juicio con ellas" (3, 2).
Josafat significa en hebreo juicio de Dios. De modo que no se sabe con certeza sí la locución "en el valle de Josafat", denote un lugar particular, el valle así llamado; o más bien un lugar cualquiera, significando entonces "en el valle del juicio".
b) Nuestro Señor anunció el juicio final a sus Apóstoles: "El hijo del hombre aparecerá sobre las nubes del cielo en todo su poder y majestad". Y San Mateo, San Marcos y San Lucas nos lo describen (cfr. Mt. 24, 30; Mc. 13, 26 y Lc. 21, 27).
Pertenece a la fe de la Iglesia la existencia del juicio universal:
Pues antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada uno de las obras buenas o malas que haya hecho en su vida mortal, y al fin del mundo saldrán los que obraron bien para la resurrección de vida; los que obraron mal para la resurrección de condenación (Const. Lumen Gentiun, 48).
5.16.2. Tiempo y señales del juicio
A la pregunta: ¿Cuándo se verificará el juicio final? respondió Jesucristo: "El día y la hora nadie lo sabe, ni aun los ángeles del cielo, sino sólo el Padre" (Mt. 24, 36). Sin embargo, la Escritura da algunas señales:
a) El Evangelio se habrá predicado en todo el mundo (Mt. 24, 14).
b) Se convertirán los judíos a la fe cristiana (Rom. 11, 25).
c) Vendrá el Anticristo y perseguirá cruelmente a la Iglesia, y muchos cristianos apostatarán.
San Pablo en su 2a. Epístola a los tesalonicenses (2, 3) nos presenta al Anticristo como: "El hombre del pecado, el hijo de la perdición, el cual se opondrá a Dios, y se alzará contra todo lo que se dice Dios, o se adora, hasta sentarse en el templo de Dios, haciéndose pasar él mismo por Dios". El Anticristo enseñará falsas doctrinas y perseguirá de lleno a la Iglesia; será causa de la perdición de muchas almas, pero al fin será vencido por Dios.
Señala Santo Tomás que "es necesario valorar todos estos signos con prudencia, ya que no es fácil conocer estas señales pues los consignados en el Evangelio no sólo responden a la venida de Cristo para el juicio, sino también se refieren al mismo tiempo a la destrucción de Jerusalén y a las continuas visitas que El hace a su Iglesia" (Suppl., q. 73, a l).
5.16.3. Modo del juicio
San Mateo nos describe así el juicio final: "Cuando venga el Hijo del hombre en su majestad, con todos los ángeles, se sentará en el trono de su gloria; y todas las naciones de la tierra comparecerán ante ; y separará a los unos de los otros como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha, los cabritos, en cambio, a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre a poseer el reino que os está preparado desde el principio del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estuve sin asilo y me hospedasteis, desnudo y me cubristeis, enfermo y me visitasteis, encarcelado y vinisteis a verme" (Mt 25, 31 ss).
Los buenos preguntarán cuándo hicieron con El tales cosas, y les responderá: "En verdad os digo, siempre que lo hicisteis con alguno de mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis".
Dirá luego a los de la izquierda: "apartaos de mí malditos al fuego eterno, que fue preparado para el demonio y sus ángeles"; señalando como causa el que no tuvieron caridad con sus hermanos desvalidos.
5.16.4. Conveniencia del juicio universal
Inmediatamente después de la muerte tiene lugar el juicio particular entre Dios y nuestra alma, que recibirá sentencia de salvación o de condenación. Dios, sin embargo, ha dispuesto que haya otro juicio, el juicio universal, que será delante de todo el universo, por tres motivos principales:
1°. Para manifestar ante todo el mundo su sabiduría y justicia. Admiraremos con cuánto acierto gobierna todas las criaturas, y veremos corregidas muchas aparentes injusticias.
2°. Para glorificar a Jesucristo. Cristo fue escarnecido en su pasión y después combatido por sus enemigos y despreciado por muchos malos cristianos. Pues bien, todos los hombres, queriéndolo o no, lo reconocerán como Señor del universo y juez de sus conciencias.
3°. Para gloria de los buenos y confusión de los malos.
- Los buenos que tantas veces fueron despreciados en la tierra, serán glorificados a vista de todos.
- Los malos, por el contrario, se verán duramente humillados y abatidos.
El libro de la Sabiduría pinta así la angustia de los impíos: "Lanzando gemidos de su angustiado corazón, dirán dentro de sí: "Estos son los que en otro tiempo fueron el blanco de nuestros escarnios, y a quienes proponíamos como ejemplar del oprobio. ¡Insensatos de nosotros! Su vida nos parecía una necedad, y su muerte una ignominia. Mirad cómo son contados entre los hijos de Dios, y cómo su muerte es estar con los Santos" (5, 3).
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Textos claves del Nuevo Testamento - 6. "...en nuestros corazones..."
P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita
La mentalidad hebrea concibe el corazón como lo más profundo de la persona, allí donde residen recuerdos, pensamientos, proyectos y decisiones; es el lugar de encuentro con Dios, donde se realiza la llamada oración “de corazón”. La norma es que la conducta externa sea coherente con el corazón. Pero no es infrecuente lo contrario, la hipocresía y las falsas apariencias. Este es un mal que la Biblia rechaza con energía. A Dios no se le puede engañar. Es la fe en Cristo la única fuerza capaz de transformar nuestro corazón: “Que Cristo habite por la fe en nuestros corazones; que viváis arraigados y fundamentados en el amor. Así podréis comprender con todos los creyentes cuál es la anchura y la longitud y la altura y la profundidad del amor de Cristo; un amor que supera todo conocimiento y que os llena de la plenitud misma de Dios” (Ef 3,17-19)'
Catequesis del Papa sobre la Oración: 31, «La oración vocal»
PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 21 de abril de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La oración es diálogo con Dios; y toda criatura, en un cierto sentido, “dialoga” con Dios. En el ser humano, la oración se convierte en palabra, invocación, canto, poesía… La Palabra divina se ha hecho carne, y en la carne de cada hombre la palabra vuelve a Dios en la oración.
Las palabras son nuestras criaturas, pero son también nuestras madres, y de alguna manera nos modelan. Las palabras de una oración nos hacen atravesar sin peligro un valle oscuro, nos dirigen hacia prados verdes y ricos de aguas, haciéndonos festejar bajo los ojos de un enemigo, como nos enseña a recitar el salmo (cfr. Sal 23). Las palabras esconden sentimientos, pero existe también el camino inverso: ese en el que las palabras modelan los sentimientos. La Biblia educa al hombre para que todo salga a la luz de la palabra, que nada humano sea excluido, censurado. Sobre todo, el dolor es peligroso si permanece cubierto, cerrado dentro de nosotros… Un dolor cerrado dentro de nosotros, que no puede expresarse o desahogarse, puede envenenar el alma; es mortal.
Por esta razón la Sagrada Escritura nos enseña a rezar también con palabras a veces audaces. Los escritores sagrados no quieren engañarnos sobre el hombre: saben que en su corazón albergan también sentimientos poco edificantes, incluso el odio. Ninguno de nosotros nace santo, y cuando estos sentimientos malos llaman a la puerta de nuestro corazón es necesario ser capaces de desactivarlos con la oración y con las palabras de Dios. En los salmos encontramos también expresiones muy duras contra los enemigos —expresiones que los maestros espirituales nos enseñan para referirnos al diablo y a nuestros pecados—; y también son palabras que pertenecen a la realidad humana y que han terminado en el cauce de las Sagradas Escrituras. Están ahí para testimoniarnos que, si delante de la violencia no existieran las palabras, para hacer inofensivos los malos sentimientos, para canalizarlos para que no dañen, el mundo estaría completamente hundido.
La primera oración humana es siempre una recitación vocal. En primer lugar, se mueven siempre los labios. Aunque como todos sabemos rezar no significa repetir palabras, sin embargo, la oración vocal es la más segura y siempre es posible ejercerla. Los sentimientos, sin embargo, aunque sean nobles, son siempre inciertos: van y vienen, nos abandonan y regresan. No solo eso, también las gracias de la oración son imprevisibles: en algún momento las consolaciones abundan, pero en los días más oscuros parecen evaporarse del todo. La oración del corazón es misteriosa y en ciertos momentos se ausenta. La oración de los labios, la que se susurra o se recita en coro, sin embargo, está siempre disponible, y es necesaria como el trabajo manual. El Catecismo afirma: «La oración vocal es un elemento indispensable de la vida cristiana. A los discípulos, atraídos por la oración silenciosa de su Maestro, éste les enseña una oración vocal: el “Padre Nuestro”» (n. 2701). “Enséñanos a rezar”, piden los discípulos a Jesús, y Jesús enseña una oración vocal: el Padre Nuestro. Y en esa oración está todo.
Todos deberíamos tener la humildad de ciertos ancianos que, en la iglesia, quizá porque su oído ya no está bien, recitan a media voz las oraciones que aprendieron de niños, llenando el pasillo de susurros. Esa oración no molesta el silencio, sino que testimonia la fidelidad al deber de la oración, practicada durante toda la vida, sin fallar nunca. Estos orantes de la oración humilde son a menudo los grandes intercesores de las parroquias: son los robles que cada año extienden sus ramas, para dar sombra al mayor número de personas. Solo Dios sabe cuánto y cuándo su corazón está unido a esas oraciones recitadas: seguramente también estas personas han tenido que afrontar noches y momentos de vacío. Pero a la oración vocal se puede permanecer siempre fiel. Es como un ancla: aferrarse a la cuerda para quedarse ahí, fiel, suceda lo que suceda.
Todos tenemos que aprender de la constancia de ese peregrino ruso, del que habla una célebre obra de espiritualidad, el cual aprendió el arte de la oración repitiendo infinitas veces la misma invocación: “¡Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Señor, ten piedad de nosotros, pecadores!” (cfr. CIC, 2616; 2667). Repetía solo esto. Si llegan gracias en su vida, si la oración se hace un día suficientemente caliente como para percibir la presencia del Reino aquí en medio de nosotros, si su mirada se transforma hasta ser como la de un niño, es porque ha insistido en la recitación de una sencilla jaculatoria cristiana. Al final, esta se convierte en parte de su respiración. Es bonita la historia del peregrino ruso: es un libro para todos. Os aconsejo leerlo: os ayudará a entender qué es la oración vocal.
Por tanto, no debemos despreciar la oración vocal. Alguno dice: “Es cosa de niños, para la gente ignorante; yo estoy buscando la oración mental, la meditación, el vacío interior para que venga Dios”. Por favor, no es necesario caer en la soberbia de despreciar la oración vocal. Es la oración de los sencillos, la que nos ha enseñado Jesús: Padre nuestro, que está en los cielos… Las palabras que pronunciamos nos toman de la mano; en algunos momentos devuelven el sabor, despiertan hasta el corazón más adormecido; despiertan sentimientos de los que habíamos perdido la memoria, y nos llevan de la mano hacia la experiencia de Dios. Y sobre todo son las únicas, de forma segura, que dirigen a Dios las preguntas que Él quiere escuchar. Jesús no nos ha dejado en la niebla. Nos ha dicho: “¡Vosotros, cuando recéis, decid así!”. Y ha enseñado la oración del Padre Nuestro (cfr. Mt 6,9).
Domingo III Pascua. Ciclo B - Jesús resucitado se aparece a sus apóstoles
P. Adolfo Franco, jesuita.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (24, 35 - 48):
En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.
Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: «Paz a vosotros.»
Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma.
Él les dijo: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.»
Dicho esto, les mostró las manos y los pies.
Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: «¿Tenéis ahí algo que comer?»
Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos.
Y les dijo: «Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse.»
Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras.
Y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto.»
Palabra del Señor
Jesús resucitado con sus apariciones va consolidando a sus apóstoles como cimientos de su Iglesia
Los apóstoles necesitaban la experiencia de Cristo resucitado. Ellos debían ser la antorcha que iba a iluminar con la fe este mundo que permanecía en la sombra. Y los mismos apóstoles en ese momento estaban completamente a oscuras. Por eso Jesús se acerca a sus amigos. Esta aparición a los apóstoles es un gesto de amistad y también un paso más para el nacimiento de la Iglesia.
Al decir que esta aparición de Jesús a los apóstoles es un paso más en la fundación de la Iglesia, no se debe interpretar como si esta visita de Jesús a sus apóstoles fuera una especie de reunión de directorio, una sesión de trabajo; es una reunión de amistad, una confirmación de su Resurrección, necesaria como fundamento de la Iglesia que El estaba estableciendo. Jesús Resucitado necesitaba encontrarse con sus amigos, y sabía que sus amigos lo necesitaban, estaban en emergencia, había que confirmarlos en la fe, que ellos implantarían en la Iglesia. Y allá va el Señor para estar con ellos, para que recuperasen el ánimo; estaban tan por los suelos.
Por tanto, quería consolidar las bases ya concretas de la obra que El había venido a establecer: la Iglesia como ejecutora de la salvación que El había ya realizado. Así en esta aparición se confirman los principales componentes de esta Iglesia. Y primero la fe en Cristo Resucitado. Por eso El se va a prodigar tantas veces: debe quedar bien asentado este hecho ¡Ha resucitado! ¡Es verdad! Sin eso no hay Iglesia. La Iglesia es un conjunto de creyentes, que establecen su vida y la apoyan en esta afirmación contundente ¡Cristo ha resucitado! Sin eso no hay Iglesia. La Iglesia es el conjunto de los testigos de Cristo resucitado.
Y este Jesús amigo, Resucitado, les empieza a explicar las Escrituras, y les hace ver cómo hay que entenderlas desde la perspectiva de su muerte y resurrección. Es también muy importante esto para el ser de la Iglesia. La Iglesia será la que custodie e interprete las Escrituras. Cristo se las explica a los Apóstoles, para que las entiendan. Y solamente se podían explicar viendo en ellas el anuncio de la muerte y resurrección del Mesías. La Resurrección es el hecho clave para hacer una lectura correcta de las Escrituras. Sin esa perspectiva, la lectura de las Escrituras es incorrecta. Y Jesús se las explica a los apóstoles (la Jerarquía naciente), para que ellos después las puedan explicar y hacer entender de la misma manera.
De hecho, los primeros discursos de los apóstoles en el libro de los Hechos de los Apóstoles, no contienen más que esto: que Jesús, es el Mesías, y que padeció, murió y resucitó según las Escrituras. Es prácticamente la lección que Cristo les da en esta aparición, y la misma que ha dado a los discípulos de Emaús a los que les iba explicando las Escrituras por el camino, y les decía cómo todo había ocurrido según las Escrituras. Es también muy importante para nosotros saber tener la Resurrección como orientación de la lectura y comprensión de los libros sagrados.
Además, para el establecimiento de la Iglesia, Jesús les repite la misión que ellos tienen: anunciar la conversión y el perdón de los pecados a todas las naciones. Los dones de la gracia, contenidos en los sacramentos con los que ellos deberán enriquecer a los demás; en este momento les habla del perdón de los pecados, después les hablará de todos los demás sacramentos. La Iglesia, como el conjunto de personas que cumplen esta misión, de predicar y realizar el perdón de los pecados y de distribuir todas las gracias contenidas en los sacramentos.
Todo esto es el sentido de esta aparición de Jesús Resucitado. Y que se irá completando en otros encuentros de Jesús con los apóstoles, en los días previos a su Ascensión a los cielos. Jesús está aún en la tierra cuarenta días entre la Resurrección y la Ascensión, completando los últimos retoques de la formación de sus apóstoles. Y preparándolos así para la venida del Espíritu Santo, en que ya recibirán la fuerza de lo Alto, para ponerse en marcha.
Esto da también un sentido a todo el hecho de la Resurrección del Señor. El Señor ha vivido sus 33 años en la tierra, ha realizado la Obra de la Salvación encomendada por el Padre. Y ahora El se va, pero la Obra debe extenderse en el tiempo y en el espacio, y aplicarse a los hombres de todas las razas. El está entregando a sus apóstoles tres cofres llenos de riqueza: el primer cofre, es la fe en Jesús Resucitado, el segundo cofre contiene un libro: las Sagradas Escrituras; y el tercer cofre: lleno con los sacramentos, la gran riqueza de la gracia de Dios. Este es su trabajo final, como hombre antes de volver al Padre; pero seguirá caminando con nosotros hasta el final de los tiempos.
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Teología fundamental. 35. El Credo. La Ascensión
P. Ignacio Garro, jesuita †
5. EL CREDO
Continuación
5.15. LA ASCENSION DEL SEÑOR
El articulo del Credo: "Subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre" nos enseña que Cristo cuarenta días después de su Resurrección subió al cielo en cuerpo y alma, por su propia virtud.
Nos refiere San Lucas en el libro de los "Hechos de los Apóstoles", que Cristo resucitado "se manifestó a los apóstoles dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles por el espacio de cuarenta días, y hablándoles de las cosas tocantes al reino de Dios" (Hechos 1, 3).
En este lapso de tiempo, Cristo confirió tres poderes importantes a la Iglesia, a saber: a) A San Pedro el poder de gobernarla (Jn. 21, 15); b) a todos los Apóstoles el poder de perdonar los pecados (Jn. 20, 22); y c) también a todos ellos el de enseñar, bautizar y hacer cumplir lo que El había mandado (Mt. 28, 18).
5.15.1. El hecho de la Ascensión
Nuestro Señor Jesucristo, después de dirigir a sus Apóstoles estas últimas palabras: "Recibiréis el Espíritu Santo y me serviréis de testigos en Jerusalén y en toda la Judea y hasta los extremos del mundo", "se fue elevando a la vista de ellos por los aires hasta que una nube lo encubrió a sus ojos" (Hechos 1, 8).
Advirtamos lo siguiente:
a) Cristo subió al cielo en cuanto Hombre, pues en cuanto Dios nunca dejó de estar en él.
b) Subió por su propia virtud; y esto se diferencia de María Santísima que subió al cielo en cuerpo y alma, pero no por poder propio, sino por poder de Dios.
La palabra ascensión viene de ascender, y denota subir por virtud propia. La palabra asunción, con que señalamos la subida al cielo de María Santísima, significa, por el contrarío, ser subida por el poder de Dios.
c) La frase: "Está sentado a la derecha del Padre", indica la gloria de Jesucristo en el cielo.
La expresión "estar sentado a la derecha de alguno" denota en general ocupar un puesto en honor; y eneste lugar significa que Cristo disfruta en el cielo de gloria igual a la del Padre, en cuanto Dios; y mayor que todas las criaturas, en cuanto hombre.
5.15.2. Fines y frutos de la Ascensión
Cristo subió a los cielos por tres fines principales:
a) para tomar posesión del reino de su gloria;
b) para enviar el Espíritu Santo a los Apóstoles y a su Iglesia;
c) para ser en el cielo mediador e intercesor nuestro y prepararnos tronos de gloria.
¡Qué consoladoras son estas palabras de San Pablo!: "Tenemos por nuestro gran pontífice a Cristo, Hijo de Dios, que penetró a los cielos... capaz de compadecerse de nuestras miserias, pues las experimentó voluntariamente todas, con excepción del pecado... Lleguemos, pues, con toda confianza al trono de su gracia, a fin de obtener misericordia y de alcanzar su auxilio en el momento en que lo necesitemos" (Heb. 4, 14 y ss.).
La ascensión del Señor debe fomentar en nosotros de modo especial la virtud de la esperanza, puesto que El "subió a prepararnos un lugar en el cielo" (Jn. 14, 2). Este pensamiento esta llamado a fortalecernos en las luchas y tentaciones de la vida recordándonos que "si combatimos con Cristo, con El seremos glorificados" (Rom. 8, 17).
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Textos claves del Nuevo Testamento - 5. "...según el Espíritu..."
P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita.
La persona humana en su condición terrena se manifiesta de forma corpórea y síquica. Esta apariencia recibe en la Biblia el nombre de “carne”. La “carne” toda en contraste con el “espíritu” es como lo terrenal respecto de lo celestial: “El Espíritu es quien da la vida, la carne no sirve para nada; las palabras que os he dicho son espíritu y vida” (Jn 6,63).
La “carne” es quebradiza, débil y puede hacerse más pecadora aún por deseo del hombre. En tales circunstancias, la carne y el espíritu están en lucha: “Andad según el Espíritu y no os dejéis llevar de los deseos de la carne. Pues la carne tiene deseos contrarios a los del Espíritu, y el Espíritu deseos contrarios a los de la carne. En ellos hay una oposición tal, que no llegáis a hacer aquello que quisiéramos hacer” (Gal 5,16-17). Pero esta situación de pecado es superable por la gracia de Cristo: “A quien no conoció pecado, Dios lo trató por nosotros como al propio pecado, para que, por medio de él, nosotros sintamos la fuerza salvadora de Dios” {2Cor 5,21).
“En cambio, el espíritu produce amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, lealtad, humildad y dominio de sí mismo. En estos frutos no interviene la ley. Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y tendencias. Si vivimos del espíritu, conduzcámonos también a impulsos del espíritu”. (Gal 5,22-25)
Catequesis del Papa: «El Triduo Pascual»
PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles, 31 de marzo de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Ya inmersos en el clima espiritual de la Semana Santa, estamos en la vigilia del Triduo pascual. Desde mañana y hasta el domingo viviremos los días centrales del Año litúrgico, celebrando el misterio de la Pasión, de la Muerte y de la Resurrección del Señor. Y este misterio lo vivimos cada vez que celebramos la Eucaristía. Cuando nosotros vamos a Misa, no vamos solo a rezar, no: vamos a renovar, a hacer de nuevo, este misterio, el misterio pascual. Es importante no olvidar esto. Es como si nosotros fuéramos al Calvario —es lo mismo— para renovar, para hacer de nuevo el misterio pascual.
La tarde del Jueves Santo, entrando en el Triduo pascual, reviviremos la Misa que se llama in Coena Domini, es decir la Misa donde se conmemora la Última cena, lo que sucedió allí, en ese momento. Es la tarde en la que Cristo dejó a sus discípulos el testamento de su amor en la Eucaristía, pero no como recuerdo, sino como memorial, como su presencia perenne. Cada vez que se celebra la Eucaristía, como dije al principio, se renueva este misterio de la redención. En este Sacramento, Jesús sustituyó la víctima del sacrificio —el cordero pascual— consigo mismo: su Cuerpo y su Sangre nos donan la salvación de la esclavitud del pecado y de la muerte. La salvación de toda esclavitud está ahí. Es la tarde en la que Él nos pide que nos amemos haciéndonos siervos los unos de los otros, como hizo Él lavando los pies a los discípulos. Un gesto que anticipa la cruenta oblación en la cruz. Y de hecho el Maestro y Señor morirá el día después para limpiar no los pies, sino los corazones y toda la vida de sus discípulos. Ha sido una oblación de servicio a todos nosotros, porque con ese servicio de su sacrificio nos ha redimido a todos.
El Viernes Santo es día de penitencia, de ayuno y de oración. A través de los textos de la Sagrada Escritura y las oraciones litúrgicas, estaremos como reunidos en el Calvario para conmemorar la Pasión y la Muerte redentora de Jesucristo. En la intensidad del rito de la Acción litúrgica se nos presentará el Crucificado para adorar. Adorando la Cruz, reviviremos el camino del Cordero inocente inmolado por nuestra salvación. Llevaremos en la mente y en el corazón los sufrimientos de los enfermos, de los pobres, de los descartados de este mundo; recordaremos a los “corderos inmolados” víctimas inocentes de las guerras, de las dictaduras, de las violencias cotidianas, de los abortos… Delante de la imagen de Dios crucificado llevaremos, en la oración, los muchos, demasiados crucificados de hoy, que solo desde Él pueden recibir el consuelo y el sentido de su sufrimiento. Y hoy hay muchos: no olvidar a los crucificados de hoy, que son la imagen del Jesús Crucificado, y en ellos está Jesús.
Desde que Jesús tomó sobre sí las llagas de la humanidad y la misma muerte, el amor de Dios ha regado nuestros desiertos, ha iluminado nuestras tinieblas. Por que el mundo está en las tinieblas. Hagamos una lista de todas las guerras que se están combatiendo en este momento; de todos los niños que mueren de hambre; de los niños que no tienen educación; de pueblos enteros destruidos por las guerras, el terrorismo. De tanta, tanta gente que para sentirse un poco mejor necesita de la droga, de la industria de la droga que mata… ¡Es una calamidad, es un desierto! Hay pequeñas “islas” del pueblo de Dios, tanto cristiano como de cualquier otra fe, que conservan en el corazón las ganas de ser mejores. Pero digámonos la realidad: en este Calvario de muerte, es Jesús quien sufre en sus discípulos. Durante su ministerio, el Hijo de Dios había derramado generosamente la vida, sanando, perdonando, resucitando… Ahora, en la hora del supremo Sacrificio en la cruz, lleva a cumplimiento la obra encomendada por el Padre: entra en el abismo del sufrimiento, entra en estas calamidades de este mundo, para redimir y transformar. Y también para liberarnos a cada uno de nosotros del poder de las tinieblas, de la soberbia, de la resistencia a ser amados por Dios. Y esto, solo el amor de Dios puede hacerlo. Por sus llagas hemos sido sanados (cf. 1 P 2,24), dice el apóstol Pedro, de su muerte hemos sido regenerados, todos nosotros. Y gracias a Él, abandonado en la cruz, nunca nadie está solo en la oscuridad de la muerte. Nunca, Él está siempre al lado: solo hay que abrir el corazón y dejarse mirar por Él.
El Sábado Santo es el día del silencio: hay un gran silencio sobre toda la Tierra; un silencio vivido en el llanto y en el desconcierto de los primeros discípulos, conmocionados por la muerte ignominiosa de Jesús. Mientras el Verbo calla, mientras la Vida está en el sepulcro, aquellos que habían esperado en Él son sometidos a dura prueba, se sienten huérfanos, quizá también huérfanos de Dios. Este sábado es también el día de María: también ella lo vive en el llanto, pero su corazón está lleno de fe, lleno de esperanza, lleno de amor. La Madre de Jesús había seguido al Hijo a lo largo de la vía dolorosa y se había quedado a los pies de la cruz, con el alma traspasada. Pero cuando todo parece haber terminado, ella vela, vela a la espera manteniendo la esperanza en la promesa de Dios que resucita a los muertos. Así, en la hora más oscura del mundo, se ha convertido en Madre de los creyentes, Madre de la Iglesia y signo de la esperanza. Su testimonio y su intercesión nos sostienen cuando el peso de la cruz se vuelve demasiado pesado para cada uno de nosotros.
En las tinieblas del Sábado Santo irrumpirán la alegría y la luz con los ritos de la Vigilia pascual, tarde por la noche, y el canto festivo del Aleluya. Será el encuentro en la fe con Cristo resucitado y la alegría pascual se prolongará durante los cincuenta días que seguirán, hasta la venida del Espíritu Santo. ¡Aquel que había sido crucificado ha resucitado! Todas las preguntas y las incertidumbres, las vacilaciones y los miedos son disipados por esta revelación. El Resucitado nos da la certeza de que el bien triunfa siempre sobre el mal, que la vida vence siempre a la muerte y nuestro final no es bajar cada vez más abajo, de tristeza en tristeza, sino subir a lo alto. El Resucitado es la confirmación de que Jesús tiene razón en todo: en el prometernos la vida más allá de la muerte y el perdón más allá de los pecados. Los discípulos dudaban, no creían. La primera en creer y ver fue María Magdalena, fue la apóstola de la resurrección que fue a contar que había visto a Jesús, que la había llamado por su nombre. Y después, todos los discípulos le han visto. Pero, yo quisiera detenerme sobre esto: los guardias, los soldados, que estaban en el sepulcro para no dejar que vinieran los discípulos y llevarse el cuerpo, le han visto: le han visto vivo y resucitado. Los enemigos le han visto, y después han fingido que no le habían visto. ¿Por qué? Porque fueron pagados. Aquí está el verdadero misterio de lo que Jesús dijo una vez: “Hay dos señores en el mundo, dos, no más: dos. Dios y el dinero. Quien sirve al dinero está contra Dios”. Y aquí está el dinero que hizo cambiar la realidad. Habían visto la maravilla de la resurrección, pero fueron pagados para callar. Pensemos en las muchas veces que hombres y mujeres cristianos han sido pagados para no reconocer en la práctica la resurrección de Cristo, y no han hecho lo que el Cristo nos ha pedido que hagamos, como cristianos.
Queridos hermanos y hermanas, también este año viviremos las celebraciones pascuales en el contexto de la pandemia. En muchas situaciones de sufrimiento, especialmente cuando quienes las sufren son personas, familias y poblaciones ya probadas por la pobreza, calamidades o conflictos, la Cruz de Cristo es como un faro que indica el puerto a las naves todavía en el mar tempestuoso. La Cruz de Cristo es el signo de la esperanza que no decepciona; y nos dice que ni siquiera una lágrima, ni siquiera un lamento se pierden en el diseño de salvación de Dios. Pidamos al Señor que nos dé la gracia de servirle y de reconocerle y de no dejarnos pagar para olvidarle.
Catequesis del Papa sobre la Oración: 30, «La Iglesia, maestra de oración»
PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 14 de abril de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La Iglesia es una gran escuela de oración. Muchos de nosotros han aprendido a silabear las primeras oraciones estando sobre las rodillas de los padres o los abuelos. Quizá custodiamos el recuerdo de la madre y del padre que nos enseñaban a recitar las oraciones antes de ir a dormir. Esos momentos de recogimiento son a menudo aquellos en los que los padres escuchan de los hijos alguna confidencia íntima y pueden dar su consejo inspirado en el Evangelio. Después, en el camino del crecimiento, se hacen otros encuentros, con otros testigos y maestros de oración (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2686-2687). Hace bien recordarlos.
La vida de una parroquia y de toda comunidad cristiana está marcada por los tiempos de la liturgia y de la oración comunitaria. Ese don que en la infancia hemos recibido con sencillez, nos damos cuenta de que es un patrimonio grande, un patrimonio muy rico, y que la experiencia de la oración merece ser profundizada cada vez más (cfr. ibíd., 2688). El hábito de la fe no es almidonado, se desarrolla con nosotros; no es rígido, crece, también a través de momentos de crisis y resurrecciones; es más, no se puede crecer sin momentos de crisis, porque la crisis te hace crecer: entrar en crisis es un modo necesario para crecer. Y la respiración de la fe es la oración: crecemos en la fe tanto como aprendemos a rezar. Después de ciertos pasajes de la vida, nos damos cuenta de que sin la fe no hubiéramos podido lograrlo y que la oración ha sido nuestra fuerza. No solo la oración personal, sino también la de los hermanos y de las hermanas, y de la comunidad que nos ha acompañado y sostenido, de la gente que nos conoce, de la gente a la cual pedimos rezar por nosotros.
También por esto en la Iglesia florecen continuamente comunidades y grupos dedicados a la oración. Algún cristiano siente incluso la llamada a hacer de la oración la acción principal de sus jornadas. En la Iglesia hay monasterios, hay conventos, ermitas, donde viven personas consagradas a Dios y que a menudo se convierten en centros de irradiación espiritual. Son comunidades de oración que irradian espiritualidad. Son pequeños oasis en los que se comparte una oración intensa y se construye día a día la comunión fraterna. Son células vitales, no solo para el tejido eclesial sino para la sociedad misma. Pensemos, por ejemplo, en el rol que tuvo el monacato para el nacimiento y el crecimiento de la civilización europea, y también en otras culturas. Rezar y trabajar en comunidad lleva adelante el mundo. Es un motor.
Todo en la Iglesia nace en la oración, y todo crece gracias a la oración. Cuando el Enemigo, el Maligno, quiere combatir la Iglesia, lo hace primero tratando de secar sus fuentes, impidiéndole rezar. Por ejemplo, lo vemos en ciertos grupos que se ponen de acuerdo para llevar adelante reformas eclesiales, cambios en la vida de la Iglesia… Están todas las organizaciones, están los medios de comunicación que informan a todos… Pero la oración no se ve, no se reza. “Tenemos que cambiar esto, tenemos que tomar esta decisión que es un poco fuerte…”. Es interesante la propuesta, es interesante, solo con la discusión, solo con los medios de comunicación, pero ¿dónde está la oración? La oración es la que abre la puerta al Espíritu Santo, que es quien inspira para ir adelante. Los cambios en la Iglesia sin oración no son cambios de Iglesia, son cambios de grupo. Y cuando el Enemigo —como he dicho— quiere combatir la Iglesia, lo hace en primer lugar tratando de secar sus fuentes, impidiéndole rezar, e [induciéndola a] hacer estas otras propuestas. Si cesa la oración, por un momento parece que todo pueda ir adelante como siempre —por inercia—, pero poco después la Iglesia se da cuenta de haberse convertido en un envoltorio vacío, de haber perdido el eje de apoyo, de no poseer más la fuente del calor y del amor.
Las mujeres y los hombres santos no tienen una vida más fácil que los otros, es más, ellos también tienen sus problemas que afrontar y, además, a menudo son objeto de oposiciones. Pero su fuerza es la oración, que sacan siempre del “pozo” inagotable de la madre Iglesia. Con la oración alimentan la llama de su fe, como se hacía con el aceite de las lámparas. Y así van adelante caminando en la fe y en la esperanza. Los santos, que a menudo a los ojos del mundo cuentan poco, en realidad son los que lo sostienen, no con las armas del dinero y del poder, de los medios de comunicación, etc., sino con las armas de la oración.
En el Evangelio de Lucas, Jesús plantea una pregunta dramática que siempre nos hace reflexionar: «Cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?» (Lc 18,8), ¿o encontrará solamente organizaciones, como un grupo de “empresarios de la fe”, todos bien organizados, que hacen beneficencia, muchas cosas…, o encontrará fe? «Cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?». Esta pregunta está al final de una parábola que muestra la necesidad de rezar con perseverancia, sin cansarse (cfr. vv. 1-8). Por tanto, podemos concluir que la lámpara de la fe estará siempre encendida sobre la tierra mientras esté el aceite de la oración. La lámpara de la verdadera fe de la Iglesia estará siempre encendida en la tierra mientras esté el aceite de la oración. Es eso que lleva adelante la fe y lleva adelante nuestra pobre vida, débil, pecadora, pero la oración la lleva adelante con seguridad. Es una pregunta que nosotros cristianos tenemos que hacernos: ¿rezo? ¿Rezamos? ¿Cómo rezo? ¿Cómo los loros o rezo con el corazón? ¿Cómo rezo? ¿Rezo seguro de que estoy en la Iglesia y rezo con la Iglesia, o rezo un poco según mis ideas y hago que mis ideas se conviertan en oración? Esta es una oración pagana, no cristiana. Repito: podemos concluir que la lámpara de fe estará siempre encendida en la tierra mientras esté el aceite de la oración.
Y esta es una tarea esencial de la Iglesia: rezar y educar a rezar. Transmitir de generación en generación la lámpara de la fe con el aceite de la oración. La lámpara de la fe que ilumina, que organiza las cosas realmente cómo son, pero que puede ir adelante solo con el aceite de la oración. De lo contrario se apaga. Sin la luz de esta lámpara, no podremos ver el camino para evangelizar, es más, no podremos ver el camino para creer bien; no podremos ver los rostros de los hermanos a los que acercarse y servir; no podremos iluminar la habitación donde encontrarnos en comunidad… Sin la fe, todo se derrumba; y sin la oración, la fe se apaga. Fe y oración, juntas. No hay otro camino. Por esto la Iglesia, que es casa y escuela de comunión, es casa y escuela de fe y de oración.
Catequesis del Papa sobre la Oración: 29, «Rezar en comunión con los santos»
PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 7 de abril de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy quisiera reflexionar sobre la relación entre la oración y la comunión de los santos. De hecho, cuando rezamos, nunca lo hacemos solos: aunque no lo pensemos, estamos inmersos en un majestuoso río de invocaciones que nos precede y continúa después de nosotros.
En las oraciones que encontramos en la Biblia, y que a menudo resuenan en la liturgia, vemos la huella de historias antiguas, de liberaciones prodigiosas, de deportaciones y tristes exilios, de regresos conmovidos, de alabanzas derramadas ante las maravillas de la creación... Y así estas voces se difunden de generación en generación, en una relación continua entre la experiencia personal y la del pueblo y la humanidad a la que pertenecemos. Nadie puede desprenderse de su propia historia, de la historia de su propio pueblo, siempre llevamos esta herencia en nuestras costumbres y también en la oración. En la oración de alabanza, especialmente en la que brota del corazón de los pequeños y los humildes, resuena algo del cántico del Magnificat que María elevó a Dios ante su pariente Isabel; o de la exclamación del anciano Simeón que, tomando al Niño Jesús en sus brazos, dijo así: «Ahora Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz» (Lc 2,29).
Las oraciones —las buenas— son “difusivas”, se propagan continuamente, con o sin mensajes en las redes sociales: desde las salas del hospital, desde las reuniones festivas y hasta desde los momentos en que se sufre en silencio... El dolor de cada uno es el dolor de todos, y la felicidad de uno se derrama sobre el alma de los demás. El dolor y la felicidad son parte de la única historia: son historias que se convierten en historia en la propia vida. Se revive la historia con palabras propias, pero la experiencia es la misma.
Las oraciones siempre renacen: cada vez que juntamos las manos y abrimos nuestro corazón a Dios, nos encontramos en compañía de santos anónimos y santos reconocidos que rezan con nosotros, y que interceden por nosotros, como hermanos y hermanas mayores que han pasado por nuestra misma aventura humana. En la Iglesia no hay duelo solitario, no hay lágrima que caiga en el olvido, porque todo respira y participa de una gracia común. No es una casualidad que en las iglesias antiguas las sepulturas estuvieran en el jardín alrededor del edificio sagrado, como para decir que la multitud de los que nos precedieron participa de alguna manera en cada Eucaristía. Están nuestros padres y abuelos, nuestros padrinos y madrinas, los catequistas y otros educadores… Esa fe transmitida, que hemos recibido: con la fe se ha transmitido también la forma de orar, la oración.
Los santos todavía están aquí, no lejos de nosotros; y sus representaciones en las iglesias evocan esa “nube de testigos” que siempre nos rodea (cf. Hb 12, 1). Hemos escuchado al principio la lectura del pasaje de la Carta a los Hebreos. Son testigos que no adoramos —por supuesto, no adoramos a estos santos—, pero que veneramos y que de mil maneras diferentes nos remiten a Jesucristo, único Señor y Mediador entre Dios y el hombre. Un santo que no te remite a Jesucristo no es un santo, ni siquiera cristiano. El Santo te recuerda a Jesucristo porque recorrió el camino de la vida como cristiano. Los santos nos recuerdan que también en nuestra vida, aunque débil y marcada por el pecado, la santidad puede florecer. Leemos en los Evangelios que el primer santo “canonizado” fue un ladrón y fue “canonizado” no por un Papa, sino por el mismo Jesús. La santidad es un camino de vida, de encuentro con Jesús, ya sea largo, corto, o un instante, pero siempre es un testimonio. Un santo es el testimonio de un hombre o una mujer que han conocido a Jesús y han seguido a Jesús. Nunca es tarde para convertirse al Señor, bueno y grande en el amor (cf. Sal 102, 8).
El Catecismo explica que los santos «contemplan a Dios, lo alaban y no dejan de cuidar de aquéllos que han quedado en la tierra. […] Su intercesión es su más alto servicio al plan de Dios. Podemos y debemos rogarles que intercedan por nosotros y por el mundo entero» (CCE, 2683). En Cristo hay una solidaridad misteriosa entre los que han pasado a la otra vida y nosotros los peregrinos en esta: nuestros seres queridos fallecidos continúan cuidándonos desde el Cielo. Rezan por nosotros y nosotros rezamos por ellos, y rezamos con ellos.
Este vínculo de oración entre nosotros y los santos, es decir, entre nosotros y personas que han alcanzado la plenitud de la vida, este vínculo de oración lo experimentamos ya aquí, en la vida terrena: oramos los unos por los otros, pedimos y ofrecemos oraciones... La primera forma de rezar por alguien es hablar con Dios de él o de ella. Si lo hacemos con frecuencia, todos los días, nuestro corazón no se cierra, permanece abierto a los hermanos. Rezar por los demás es la primera forma de amarlos y nos empuja a una cercanía concreta. Incluso en los momentos de conflicto, una forma de resolver el conflicto, de suavizarlo, es rezar por la persona con la que estoy en conflicto. Y algo cambia con la oración. Lo primero que cambia es mi corazón, es mi actitud. El Señor lo cambia para hacer posible un encuentro, un nuevo encuentro y para evitar que el conflicto se convierta en una guerra sin fin.
La primera forma de afrontar un momento de angustia es pedir a los hermanos, a los santos sobre todo, que recen por nosotros. ¡El nombre que nos dieron en el Bautismo no es una etiqueta ni una decoración! Suele ser el nombre de la Virgen, de un santo o de una santa, que no desean más que “echarnos una mano” en la vida, echarnos una mano para obtener de Dios las gracias que más necesitamos. Si en nuestra vida las pruebas no han superado el colmo, si todavía somos capaces de perseverar, si a pesar de todo seguimos adelante con confianza, quizás todo esto, más que a nuestros méritos, se lo debemos a la intercesión de tantos santos, unos en el Cielo, otros peregrinos como nosotros en la tierra, que nos han protegido y acompañado porque todos sabemos que aquí en la tierra hay gente santa, hombres y mujeres santos que viven en santidad. Ellos no lo saben, nosotros tampoco lo sabemos, pero hay santos, santos de todos los días, santos escondidos o como me gusta decir los “santos de la puerta de al lado”, los que viven con nosotros en la vida, que trabajan con nosotros y llevan una vida de santidad.
Bendito sea Jesucristo, único Salvador del mundo, junto con este inmenso florecimiento de santos y santas, que pueblan la tierra y que han hecho de su vida una alabanza a Dios. Porque —como afirmaba san Basilio— «el santo es para el Espíritu un lugar propio, ya que se ofrece a habitar con Dios y es llamado templo suyo» (Liber de Spiritu Sancto, 26, 62: PG 32, 184A; cf. CCE, 2684).
Catequesis del Papa sobre la Oración: 28, «Rezar en comunión con María»
AUDIENCIA GENERAL
Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 24 de marzo de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy la catequesis está dedicada a la oración en comunión con María, y tiene lugar precisamente en la vigilia de la solemnidad de la Anunciación. Sabemos que el camino principal de la oración cristiana es la humanidad de Jesús. De hecho, la confianza típica de la oración cristiana no tendría significado si el Verbo no se hubiera encarnado, donándonos en el Espíritu su relación filial con el Padre. Hemos escuchado, en la lectura, de esa reunión de los discípulos, a las mujeres pías y María, rezando, después de la Ascensión de Jesús: es la primera comunidad cristiana que espera el don de Jesús, la promesa de Jesús.
Cristo es el Mediador, el puente que atravesamos para dirigirnos al Padre (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2674). Es el único Redentor: no hay co-redentores con Cristo. Es el Mediador por excelencia, es el Mediador. Cada oración que elevamos a Dios es por Cristo, con Cristo y en Cristo y se realiza gracias a su intercesión. El Espíritu Santo extiende la mediación de Cristo a todo tiempo y todo lugar: no hay otro nombre en el que podamos ser salvados (cf. Hch 4,12). Jesucristo: el único Mediador entre Dios y los hombres.
De la única mediación de Cristo toman sentido y valor las otras referencias que el cristianismo encuentra para su oración y su devoción, en primer lugar a la Virgen María, la Madre de Jesús.
Ella ocupa en la vida y, por tanto, también en la oración del cristiano un lugar privilegiado, porque es la Madre de Jesús. Las Iglesias de Oriente la han representado a menudo como la Odighitria, aquella que “indica el camino”, es decir el Hijo Jesucristo. Me viene a la mente ese bonito cuadro antiguo de la Odighitria en la catedral de Bari, sencillo: la Virgen que muestra a Jesús, desnudo. Después le pusieron una camisa para cubrir esa desnudez, pero la verdad es que Jesús está retratado desnudo, a indicar que él, hombre nacido de María, es el Mediador. Y ella señala al Mediador: ella es la Odighitria. En la iconografía cristiana su presencia está en todas partes, y a veces con gran protagonismo, pero siempre en relación al Hijo y en función de Él. Sus manos, sus ojos, su actitud son un “catecismo” viviente y siempre apuntan al fundamento, el centro: Jesús. María está totalmente dirigida a Él (cf. CCE, 2674). Hasta el punto que podemos decir que es más discípula que Madre. Esa indicación, en las bodas de Caná: María dice “haced lo que Él os diga”. Siempre señala a Cristo; es la primera discípula.
Este es el rol que María ha ocupado durante toda su vida terrena y que conserva para siempre: ser humilde sierva del Señor, nada más. A un cierto punto, en los Evangelios, ella parece casi desaparecer; pero vuelve en los momentos cruciales, como en Caná, cuando el Hijo, gracias a su intervención atenta, realizó la primera “señal” (cf. Jn 2,1-12), y después en el Gólgota, a los pies de la cruz.
Jesús extendió la maternidad de María a toda la Iglesia cuando se la encomendó al discípulo amado, poco antes de morir en la cruz. Desde ese momento, todos nosotros estamos colocados bajo su manto, como se ve en ciertos frescos y cuadros medievales. También la primera antífona latina — Sub tuum praesidium confugimus, sancta Dei Genitrix: la Virgen que, como Madre a la cual Jesús nos ha encomendado, envuelve a todos nosotros; pero como Madre, no como diosa, no como corredentora: como Madre. Es verdad que la piedad cristiana siempre le da bonitos títulos, como un hijo a la madre: ¡cuántas cosas bonitas dice un hijo a la madre a la que quiere! Pero estemos atentos: las cosas bonitas que la Iglesia y los Santos dicen de María no quita nada a la unicidad redentora de Cristo. Él es el único Redentor. Son expresiones de amor como la de un hijo a su madre —algunas veces exageradas—. Pero el amor, nosotros lo sabemos, siempre nos hace hacer cosas exageradas, pero con amor.
Y así empezamos a rezarla con algunas expresiones dirigidas a ella, presentes en los Evangelios: “llena de gracia”, “bendita entre las mujeres” (cf. CCE, 2676s.). En la oración del Ave María pronto llegaría el título “Theotokos”, “Madre de Dios”, ratificado por el Concilio de Éfeso. Y, análogamente y como sucede en el Padre Nuestro, después de la alabanza añadimos la súplica: pedimos a la Madre que ruegue por nosotros pecadores, para que interceda con su ternura, “ahora y en la hora de nuestra muerte”. Ahora, en las situaciones concretas de la vida, y en el momento final, para que nos acompañe —como Madre, como primera discípula— en el paso a la vida eterna.
María está siempre presente en la cabecera de sus hijos que dejan este mundo. Si alguno se encuentra solo y abandonado, ella es Madre, está allí cerca, como estaba junto a su Hijo cuando todos le habían abandonado.
María ha estado presente en los días de pandemia, cerca de las personas que lamentablemente han concluido su camino terreno en una condición de aislamiento, sin el consuelo de la cercanía de sus seres queridos. María está siempre allí, junto a nosotros, con su ternura materna.
Las oraciones dirigidas a ella no son vanas. Mujer del “sí”, que ha acogido con prontitud la invitación del Ángel, responde también a nuestras súplicas, escucha nuestras voces, también las que permanecen cerradas en el corazón, que no tienen la fuerza de salir pero que Dios conoce mejor que nosotros mismos. Las escucha como Madre. Como y más que toda buena madre, María nos defiende en los peligros, se preocupa por nosotros, también cuando nosotros estamos atrapados por nuestras cosas y perdemos el sentido del camino, y ponemos en peligro no solo nuestra salud sino nuestra salvación. María está allí, rezando por nosotros, rezando por quien no reza. Rezando con nosotros. ¿Por qué? Porque ella es nuestra Madre.