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Parábola de los dos hijos



P. Adolfo Franco, S.J.

DOMINGO XXVI 
del Tiempo Ordinario

Mateo 21, 28-32

«A ver qué os parece. Un hombre tenía dos hijos. Llegándose al primero, le dijo: ‘Hijo, vete hoy a trabajar en la viña.’ Él respondió: ‘No quiero’, pero después se arrepintió y fue. Llegándose al segundo, le dijo lo mismo. Él respondió: ‘Voy, Señor’, pero no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?» —«El primero», le dicen. Jesús añadió: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas llegarán antes que vosotros al Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por camino de justicia y no creísteis en él, mientras que los publicanos y las prostitutas creyeron en él. Y vosotros, ni viéndolo, os arrepentisteis después, para creer en él.
Palabra de Dios.


No bastan las buenas palabras sino las buenas acciones.

Una parábola muy breve, y dedicada especialmente a los fariseos: se trata de dos hijos, a quienes el Padre manda algo, uno dice que sí, pero no lo hace; el otro dice que no, y termina haciendo lo que su Padre le ha pedido. Va dirigida a los fariseos que aparentan decir que sí, con su vida “superficialmente recta” pero no hacen lo que realmente quiere Dios, que es que acepten a su Enviado.

Es muy aleccionadora esta parábola y es verdad que eso ocurre muchas veces, en las cosas de la vida. Hay quienes parecen decir que sí, y no hacen nada, proponen muchas cosas, pero nada de nada. Y otros que parecen muy rebeldes, pero son al final los que obran más rectamente y los que más ayudan al prójimo.

¿Qué significa decirle sí a Dios? Porque en esto está lo central de este asunto. ¿Bastan buenas palabras, propósitos hechos en un retiro?, ¿o hace falta algo más? Decirle sí a Dios en la conducta diaria, y no sólo de palabra, sino en las obras. Es una respuesta fundamental, a Alguien que nos llama. ¿Hasta qué punto le hemos dicho sí a Dios?

Cuando fuimos bautizados, éramos muy pequeños, nuestros padres y padrinos dijeron que sí a Dios, por nosotros. Después, a lo largo de los años, nos tocó a nosotros asumir lo que ellos prometieron por nosotros. Y entonces es cuando nuestro sí empezó a desvanecerse, y hasta quizá hasta desaparecer: habíamos dicho que sí, y después resultó que no.

Hicimos la primera comunión, y le dijimos sí a Jesús (¿no estábamos demasiado aturdidos por los agasajos para saber qué es lo que decíamos?) Y esa amistad prometida, en ese momento tan hermoso, no logró consolidarse. Todavía no sabíamos bien lo que hacíamos, y Quién era el que nos pedía una respuesta.

Pasaron los años: pasaron muchos años y muchas cosas. Y cada uno sabe su historia personal. Si las repetidas respuestas dadas al Señor eran concretas o se desvanecían fácilmente en el olvido de lo prometido. Nos hemos mantenido tanto tiempo en el “sí, pero no”. Ha habido momentos en que parecía que ya arrancábamos de verdad; parecía que el sí a Dios al final iba ya en serio. Pero el tiempo, el desgaste, el aburrimiento, la falta de perseverancia, volvía a transformar en no ese nuestro sí, que había parecido contundente.

Y ¿a qué se le dice sí, cuando Dios pregunta? Cuando me pide una respuesta, ¿qué quiere en realidad de mí?. Es atreverse  a darle la vida entera, sin recortes y sin límites. ¿Nos llama Dios al amor y a la mistad? ¿Nos arriesgamos a querer a Dios y a dejarnos querer por El? Decimos a veces sí, pero cuidando la retirada. No nos atrevemos a adentrarnos en el bosque, sino que nos quedamos en el sitio donde todavía nos es posible retroceder. Porque la aventura de ir adentro, por un camino desconocido nos da mucho miedo y queremos asegurar la retirada.

Y es que El que nos llama, no nos explica de ninguna manera todo, desde el principio, y ahí está el comienzo de la respuesta, en fiarnos completamente. Decirle sí sabiendo sólo que es El. Lo llamamos nuestro Salvador, pero le tenemos miedo. Le llamamos Bueno, pero no nos fiamos del todo. Le decimos Padre, pero tememos que no nos dé lo mejor. Reservas, dudas, temores, frialdad, cobardía. Esos son elementos que acompañan nuestra respuesta. Nos cuesta mucho salir del “sí, pero no”. Y la forma de decir sí al fin, es cerrar los ojos y zambullirnos (aunque sea con miedo) en el abismo; aparente abismo, porque en realidad es sumergirnos en un abrazo inconmensurable.



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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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