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La Misa: 19° Parte - La Misa del Vaticano II: Liturgia Eucarística - Preparación de los dones


P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J.


7.4. LITURGIA EUCARÍSTICA

La liturgia de la Palabra ha despertado la fe en los corazones; ella hace repetir a los fieles en lo más secreto de sus espíritus las mismas palabras de los discípulos de Emaús: "¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc. 24,32).

El creyente vislumbra el gran misterio encerrado en la Eucaristía, recordado en nuestros días por el Concilio Vaticano II:

“Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche que lo traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la Cruz, y a confiar a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección...” (SC. 47)

La Iglesia, deseando ser fiel al mandato del Señor de repetir sin cesar el memorial litúrgico, ha organizado la liturgia de la Eucaristía' de tal manera que re-aparezcan en la celebración las palabras y los gestos del Señor narrados por los evangelistas:
‘‘En efecto:
1) En la preparación de las ofrendas se llevan al altar el pan y el vino con el agua; es decir, los mismos elementos que Cristo tomó en sus manos.
2) En la Plegaria Eucarística sé dan gracias a Dios por toda la obra de la salvación y las ofrendas se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
3) Por la fracción de un solo pan se manifiesta la unidad de los fieles, y por la comunión los mismos fieles reciben el Cuerpo y Sangre del Señor, del mismo modo que los Apóstoles lo recibieron de manos del mismo Cristo” (Ordenación General, 48).

Preparación de los dones

Al comienzo de la liturgia de la Eucaristía se llevan al altar los dones que se convertirán en el Cuerpo y la Sangre del Señor. En primer lugar se debe preparar el altar o la mesa del Señor, centro de toda la Misa; para ello se colocan sobre él el corporal, el purificador, el misal y el cáliz. Se traen a continuación las ofrendas: es de alabar que el pan y el vino lo presenten los mismos fieles; el sacerdote o el diácono los recibirán en un sitio oportuno y los dispondrán sobre el altar; también se puede aportar dinero u otras donaciones para los pobres o para la iglesia.

Durante la procesión de las ofrendas se debe cantar un cántico propio de ofertorio. Una vez que han sido colocadas las ofrendas sobre el altar, pueden ser incensadas para significar de este modo que la ofrenda de la Iglesia y su oración suben ante el trono de Dios como el incienso.

Todo este rito del ofertorio está lleno de simbolismo religioso: ofrecemos a Dios pan y vino, “frutos de la tierra y del trabajo del hombre”, símbolos de nuestras pobres vidas ofrendadas a Dios como sacrificios espirituales.

El pan, amasado con tantos sudores humanos, bien puede representar nuestras existencias humanas, tan absorbidas por el trabajo cotidiano penoso y monótono, tan angustiadas por la lucha diaria para subsistir, que recuerda las palabras de Dios al hombre pecador: “Comerás el pan con el sudor de tu frente” (Gén. 3,17). Todos estos trabajos los podemos colocar en la patena con el pan y ofrecerlos al Padre con Jesucristo por nuestros propios pecados y por los de todo el mundo.

El vino, sacado de la uva triturada, bien puede representar nuestros padecimientos, las adversidades de todas clases que nos atormentan durante los días de nuestra vida mortal. El hombre parece estar hecho para el dolor, la cruz no le deja nunca de acompañar. Estos sufrimientos nuestros, unidos y mezclados con el vino del cáliz del Señor, se asocian místicamente a los padecimientos de Cristo para completar “lo que falta a las tribulaciones de Cristo en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col. 1,24).

Antes de ofrecer el vino, el sacerdote o el diácono lo mezcló con un poco de agua. Este rito, según el Concilio de Trento, está lleno de misterios, pues la mezcla del agua con el vino nos recuerda que del Costado de Cristo abierto por la lanza brotó sangre y agua (Jn. 19,34) y además simboliza la unión del Pueblo de Dios con su Cabeza, ya que el Apocalipsis llama a los pueblos “aguas” (Denzinger, 945).

Estas enseñanzas de Trento nos indican la importancia simbólica dé este rito; él nos habla de la unión de lo humano con lo divino, primero en Cristo y después en todo su Cuerpo Místico. Así el sacerdote, al echar el agua sobre el vino, pide a Dios:
“Concédenos, por el misterio de esta agua y de este vino, ser partícipes de la divinidad de Aquél que se dignó serlo de nuestra humanidad, Jesucristo, nuestro Señor”.
Los fieles han ofrecido bajo el símbolo del pan y del vino sus trabajos y sus sufrimientos, unidos al sacrificio de Cristo como se une la gota de agua con el vino del cáliz. ¿Qué más pueden ellos ofrecer? Se puede y se debe ofrecer el corazón, es decir, toda la persona humana, movida por el amor. Así el dinero que el católico da en la colecta, destinado a los pobres y al culto divino, bien puede significar el despego de los deseos mundanos, tan necesario para cumplir con el gran mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Por eso, mientras se hace la colecta, el sacerdote suplica con humildad:
“Con espíritu de humildad y con corazón contrito seamos recibidos por ti, Señor; y de tal manera se haga nuestro sacrificio en tu presencia hoy, que te sea grato, Señor Dios”.
La comunidad de los fieles ha ofrecido a Dios por medio de Cristo sus trabajos, sus sufrimientos, sus corazones simbolizados en el pan, en el vino y en la colecta. Para subrayar el sentido religioso de estas ofrendas se las puede incensar. Se desea envolverlo todo en una atmósfera sagrada, por ello se inciensan los dones ofrecidos; se inciensa la Cruz, figura de Cristo Crucificado; se inciensa el altar, símbolo de Cristo Sacerdote, Víctima y Altar; se inciensa también al sacerdote, a los ministros, al pueblo. .. Todos son templos del Espíritu Santo. Y con el incienso se eleva hacia Dios la oración interior y recogida de los participantes en la Misa.

El celebrante se lava las manos para indicar con ello un deseo de purificación religiosa, por eso dice: “Lávame, Señor, de mi iniquidad y purifícame de mi pecado” (Salmo 50,4). Luego habla al pueblo:
“Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso”.
El pueblo le responde:
“El Señor reciba de tus manos este sacrificio para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia”.
Los pequeños dones humanos, unidos a la oblación de Cristo, se trasforman en un sacrificio agradable a Dios Padre y por lo mismo redundan en alabanza y gloria de Dios y en bien de todo el Pueblo de Dios.

El rito de la preparación de los dones termina con la “Oración sobre las Ofrendas”. En ella se pide de una u otra forma que Dios reciba benigno los dones humanos y los trasforme en el Sacramento de nuestra salvación.


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Referencia bibliográfica: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J. "La Misa en la religión del pueblo", Lima, 1983.

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