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Historia de la Salvación: 34° Parte - Características y propiedades de la Iglesia



P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA



12. LA SANTA IGLESIA CATÓLICA

Continuación

2.11. SÍMBOLOS DE LA IGLESIA 

2.11.1. La Iglesia, Nuevo Pueblo de Dios. Características

La Iglesia ha recibido en la Sagrada Escritura diversos nombres simbólicos, como por ejemplo: Nuevo Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Esposa de Cristo y finalmente Templo de Dios en el Espíritu Santo.

«En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo, quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta que iba a realizar en Cristo..., es decir, el Nuevo Testamento en su sangre convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles para que se unieran, no según la carne, sino en el Espíritu».

El Pueblo de Dios tiene características que le distinguen claramente de todos los grupos religiosos, étnicos, políticos o culturales de la historia:

  • Es el Pueblo de Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pero Él ha adquirido para sí un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: «una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa» (1 P 2, 9).
  • Se llega a ser miembro de este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el «nacimiento de arriba», «del agua y del Espíritu» (Jn 3, 3-5), es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo.
  • Este pueblo tiene por jefe [cabeza] a Jesús el Cristo [Ungido, Mesías]: porque la misma Unción, el Espíritu Santo fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es «el Pueblo mesiánico».
  • «La identidad de este Pueblo, es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo».
  • «Su ley, es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo nos amó» 
  • Un pueblo sacerdotal, profético y real
  • Jesucristo es  aquél  a  quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha  constituido «Sacerdote, Profeta y Rey”. Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas.

Al entrar en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo se participa en la vocación única de este Pueblo: en su vocación sacerdotal: «Cristo el Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, ha hecho del nuevo pueblo "un reino de sacerdotes para Dios, su Padre". Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo».

«El pueblo santo de Dios participa también del carácter profético de Cristo». Lo es sobre todo por el sentido sobrenatural de la fe que es el de todo el pueblo, laicos y jerarquía, cuando «se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre» y profundiza en su comprensión y se hace testigo de Cristo en medio de este mundo.

El Pueblo de Dios participa, por último, en la función regia de Cristo. Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y su resurrección. Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo «venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28). Para el cristiano, «servir es reinar» particularmente «en los pobres y en los que sufren» donde descubre «la imagen de su Fundador pobre y sufriente».   El pueblo de Dios realiza su «dignidad regia» viviendo conforme a esta vocación de servir con Cristo.


2.11.2. La Iglesia, Cuerpo de Cristo. La Iglesia es comunión con Jesús

Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida; les reveló el Misterio del Reino; les dio parte en su misión, en su alegría y en sus sufrimientos. Jesús habla de una comunión todavía más íntima entre El y los que le sigan: «Permaneced en mí, como yo en vosotros... Yo soy la vid y vosotros los sarmientos» (Jn 15, 4-5). Anuncia una comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: «Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6, 56).
Cuando fueron privados los discípulos de su presencia visible, Jesús no los dejó huérfanos. Les prometió quedarse con ellos hasta el fin de los tiempos, les envió su Espíritu. Por eso, la comunión con Jesús se hizo en cierto modo más intensa:   «Por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo».

La comparación de la Iglesia con el cuerpo arroja un rayo de luz sobre la relación íntima entre la Iglesia y Cristo. No está solamente reunida en torno a El: siempre está unificada en El, en su Cuerpo. Tres aspectos de la Iglesia «Cuerpo de Cristo» se han de resaltar más específicamente: la unidad de todos los miembros entre sí por su unión con Cristo; Cristo Cabeza del Cuerpo; la Iglesia, Esposa de Cristo.

2.11.2.1. Cristo, Cabeza de este Cuerpo

Cristo «es la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 18). Es el Principio de la creación y de la redención. Elevado a la gloria del Padre, «Él es el primero en todo» (Col 1, 18), principalmente en la Iglesia por cuyo medio extiende su reino sobre todas las cosas.

Él nos une a su Pascua: Todos los miembros tienen que esforzarse en asemejarse a él «hasta que Cristo esté formado en ellos» (Gal 4, 19). «Por eso somos integrados en los misterios de su vida..., nos unimos a sus sufrimientos como el cuerpo a su cabeza. Sufrimos con él para ser glorificados con él».

El provee a nuestro crecimiento. Para hacernos crecer hacia él, nuestra Cabeza, Cristo distribuye en su Cuerpo, la Iglesia, los dones y los servicios mediante los cuales nos ayudamos mutuamente en el camino de la salvación.


2.11.3. La Iglesia es la Esposa de Cristo

La unidad de Cristo y de la Iglesia, Cabeza y miembros del Cuerpo, implica también la distinción de ambos en una relación personal.   Este aspecto es expresado con frecuencia mediante la imagen del Esposo y de la Esposa. El tema de Cristo esposo de la Iglesia fue preparado por los profetas y anunciado por Juan Bautista. El Señor se designó a sí mismo como «el Esposo» (Mc 2, 19). El apóstol presenta a la Iglesia y a cada fiel, miembro de su Cuerpo, como una Esposa «desposada» con Cristo Señor para «no ser con él más que un solo Espíritu».

Ella es la Esposa inmaculada del Cordero inmaculado, a la que Cristo «amó y por la que se entregó a fin de santificarla» (Ef 5, 26), la que él se asoció mediante una Alianza eterna y de la que no cesa de cuidar como de su propio Cuerpo.

El Espíritu Santo, a través del cual actúa el Señor en la Iglesia y en los fieles, es, pues, el Espíritu de Cristo, prometido por el Señor a los apóstoles, y en ellos y por ellos a su Iglesia entera, es el Espíritu que une a todos los creyentes en el Cuerpo de Cristo y en el nuevo pueblo de Dios, constituyéndolos en templo santo de Dios.


2.11.4. La Iglesia, Templo de Dios en el Espíritu Santo

Lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. «A este Espíritu de Cristo, como a principio invisible, ha de atribuirse también el que todas las partes del cuerpo estén íntimamente unidas, tanto entre sí como con su excelsa Cabeza, puesto que está todo él en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de los miembros». El Espíritu Santo hace de la Iglesia «el Templo del Dios vivo» (2 Cor 6, 16).

El Espíritu Santo es «el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del cuerpo». Actúa de múltiples maneras en la edificación de todo el Cuerpo en la caridad  por la Palabra de Dios, «que tiene el poder de construir el edificio» (Hch 20, 32), por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo; por los sacramentos que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por «la gracia concedida a los apóstoles» que «entre estos dones destaca», por las virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias especiales [llamadas «carismas»] mediante las cuales los fieles quedan «preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia».  


2.12. PROPIEDADES ESENCIALES DE LA IGLESIA

Cuatro son las propiedades esenciales de la Iglesia: Una, Santa, Católica y Apostólica.
 «Esta es la única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica». Estos cuatro atributos, inseparablemente unidos entre sí, indican rasgos esenciales de la Iglesia y de su misión. La Iglesia no los tiene por ella misma; es Cristo, quien, por el Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una, santa, católica y apostólica, y Él es también quien la llama a ejercitar cada una de estas cualidades.

Sólo la fe puede reconocer que la Iglesia posee estas propiedades por su origen divino. Pero sus manifestaciones históricas son signos que hablan también con claridad a la razón humana. Recuerda el Concilio Vaticano I: «La Iglesia por sí misma es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio irrefutable de su misión divina a causa de su admirable propagación, de su eximia santidad, de su inagotable fecundidad en toda clase de bienes, de su unidad universal y de su invicta estabilidad»


2.12.1. La  Iglesia es Una

A. «El sagrado Misterio de la Unidad de la Iglesia»

La Iglesia es una debido a su origen: «El modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas». La Iglesia es una debido a su Fundador: «Pues el mismo Hijo encarnado, Príncipe de la paz, por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios... restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo».
La Iglesia es una debido a su «alma»: «El Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia». Por tanto, pertenece a la esencia misma de la Iglesia ser una.

Desde el principio, esta Iglesia una se presenta, no obstante, con una gran diversidad que procede a la vez de la variedad de los dones de Dios y de la multiplicidad de las personas que los reciben. En la unidad del Pueblo de Dios se reúnen los diferentes pueblos y culturas.

Entre los miembros de la Iglesia existe una diversidad de dones, cargos, condiciones y modos de vida; «dentro de la comunión eclesial, existen legítimamente las Iglesias particulares con sus propias tradiciones». La gran riqueza de esta diversidad no se opone a la unidad de la Iglesia. No obstante, el pecado y el peso de sus consecuencias amenazan sin cesar el don de la unidad. También el apóstol debe exhortar a «guardar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz», (Ef 4, 3)

¿Cuáles son estos vínculos de la unidad? «Por encima de todo esto revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección», (Col 3, 14). Pero la unidad de la Iglesia peregrina está asegurada por vínculos visibles de comunión:

  • La profesión de una misma fe recibida de los apóstoles.
  • La celebración común del culto divino, sobre todo de los sacramentos.
  • La sucesión apostólica por el sacramento del orden, que conserva la concordia fraterna de la familia de Dios.

«La única Iglesia de Cristo..., Nuestro Salvador, después de su resurrección, la entregó a Pedro para que la pastoreara. Le encargó a él y a los demás apóstoles que la extendieran y la gobernaran... Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él».

El decreto sobre Ecumenismo del Concilio Vaticano II explicita: «Solamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es auxilio general de salvación, puede alcanzarse la plenitud total de los medios de salvación. Creemos que el Señor confió todos los bienes de la Nueva Alianza a un único colegio apostólico presidido por Pedro, para constituir un solo Cuerpo de Cristo en la tierra, al cual deben incorporarse plenamente los que de algún modo pertenecen ya al Pueblo de Dios».

B. Las heridas de la unidad. Hacia la unidad

De hecho, «en esta una y única Iglesia de Dios, aparecieron ya desde los primeros tiempos algunas escisiones que el apóstol reprueba severamente como condenables; y en siglos posteriores surgieron disensiones más amplias y comunidades no pequeñas se separaron de la comunión plena con la Iglesia católica y, a veces, no sin culpa de los hombres de ambas partes». Tales rupturas que lesionan la unidad del Cuerpo de Cristo (se distingue la herejía, la apostasía y el cisma) no se producen sin el pecado de los hombres.

Los que nacen hoy en las comunidades surgidas de tales rupturas «y son instruidos en la fe de Cristo, no pueden ser acusados del pecado de la separación y la Iglesia católica los abraza con respeto y amor fraternos... justificados por la fe en el bautismo, se han incorporado a Cristo; por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de cristianos y son reconocidos con razón por los hijos de la Iglesia católica como hermanos en el Señor»

Además, «muchos elementos de santificación y de verdad» existen fuera de los límites visibles de la Iglesia católica: «la palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad y otros dones interiores del Espíritu Santo y los elementos visibles». El Espíritu de Cristo se sirve de estas Iglesias y comunidades eclesiales como medios de salvación cuya fuerza viene de la plenitud de gracia y de verdad que Cristo ha confiado a la Iglesia católica. Todos estos bienes provienen de Cristo y conducen a Él y de por sí impelen a «la unidad católica»

Aquella unidad «que Cristo concedió desde el principio a la Iglesia... creemos que subsiste indefectible en la Iglesia católica y esperamos que crezca hasta la consumación de los tiempos». Cristo da permanentemente a su Iglesia el don de la unidad, pero la Iglesia debe orar y trabajar siempre para mantener, reforzar y perfeccionar la unidad que Cristo quiere para ella.
Por eso Cristo mismo rogó en la hora de su Pasión, y no cesa de rogar al Padre por la unidad de sus discípulos: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado», (Jn 17, 21). El deseo de volver a encontrar la unidad de todos los cristianos es un don de Cristo y un llamamiento del Espíritu Santo

Para responder adecuadamente a este llamamiento se exige:

  • Una renovación permanente de la Iglesia en una fidelidad mayor a su vocación. Esta renovación es el alma del movimiento hacia la unidad 
  • La conversión del corazón para «llevar una vida más pura, según el Evangelio», porque la infidelidad de los miembros al don de Cristo es la causa de las divisiones;
  • La oración en común, porque «esta conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones privadas y públicas por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico, y pueden llamarse con razón ecumenismo espiritual»
  • El fraterno conocimiento recíproco
  • La formación ecuménica de los fieles y especialmente de los sacerdotes 
  • El diálogo entre los teólogos y los encuentros entre los cristianos de diferentes Iglesias y comunidades
  • La colaboración entre cristianos en los diferentes campos de servicio a los hombres.

«La preocupación por el restablecimiento de la unión atañe a la Iglesia entera, tanto a los fieles como a los pastores». Pero hay que ser «conocedor de que este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la única Iglesia de Jesucristo excede las fuerzas y la capacidad humana». Por eso hay que poner toda la esperanza «en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre para con nosotros, y en el poder del Espíritu Santo».

2.12.2. La Iglesia es Santa

«La fe confiesa que la Iglesia... no puede dejar de ser santa.   En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu se proclama "el solo santo", amó a su Iglesia como a su esposa. Él se entregó por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de Dios». La Iglesia es, pues, «el Pueblo santo de Dios», y sus miembros son llamados «santos».

La Iglesia, unida a Cristo, está santificada por El; por El y en El, ella también ha sido hecha santificadora. Todas las obras de la Iglesia se esfuerzan en conseguir «la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios». En la Iglesia es en donde está depositada «la plenitud total de los medios de salvación». Es en ella donde «conseguimos la santidad por la gracia de Dios».

«La Iglesia, en efecto, ya en la tierra se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta». En sus miembros, la santidad perfecta está todavía por alcanzar: «Todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados cada uno por su propio camino, a la perfección de la santidad, cuyo modelo es el mismo Padre». La caridad es el alma de la santidad a la que todos están llamados: «dirige todos los medios de santificación, los informa y los lleva a su fin».

«Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación».
Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores. En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos. La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación.

Al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que esos fieles han practicado heroicamente las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza de los fieles proponiendo a los santos como modelos e intercesores.

«Los santos y las santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles de la historia de la Iglesia». En efecto, «la santidad de la Iglesia es el secreto manantial y la medida infalible de su laboriosidad apostólica y de su ímpetu misionero».

«La Iglesia en la Santísima Virgen llegó ya a la perfección, sin mancha ni arruga. En cambio, los creyentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad.   Por eso dirigen sus ojos a María»: en ella, la Iglesia es ya enteramente santa.

2.12.3. La Iglesia es Católica

La palabra «católica» significa «universal» en el sentido de «según la totalidad» o «según la integridad». La Iglesia es católica en un doble sentido:


  • Es católica porque Cristo está presente en ella. «Allí donde está Cristo Jesús, está la Iglesia Católica». En ella subsiste la plenitud del Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza, lo que implica que ella recibe de Él «la plenitud de los medios de salvación» que Él ha querido: confesión de fe recta y completa, vida sacramental íntegra y ministerio ordenado en la sucesión apostólica. La Iglesia, en este sentido fundamental, era católica el día de Pentecostés y lo será siempre hasta el día de la Parusía.
  • Es católica porque ha sido enviada por Cristo en misión a la totalidad del género humano. Todos los hombres están invitados al Pueblo de Dios. Por eso este pueblo, uno y único, ha de extenderse por todo el mundo a través de todos los siglos, para que así se cumpla el designio de Dios, que en el principio creó una única naturaleza humana y decidió reunir a sus hijos dispersos.   

Este carácter de universalidad, que distingue al pueblo de Dios, es un don del mismo Señor. Gracias a este carácter, la Iglesia Católica tiende siempre y eficazmente a reunir a la humanidad entera con todos sus valores bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu.

A. Cada una de las Iglesias particulares es «católica»
 
«Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas comunidades locales de fieles, unidas a sus pastores. Estas, en el Nuevo Testamento, reciben el nombre de Iglesias... En ellas se reúnen los fieles por el anuncio del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor. En estas comunidades, aunque muchas veces sean pequeñas y pobres o vivan dispersas, está presente Cristo, quien con su poder constituye a la Iglesia una, santa, católica y apostólica».

Se entiende por Iglesia particular, que es la diócesis, una comunidad de fieles cristianos en comunión en la fe y en los sacramentos con su obispo ordenado en la sucesión apostólica. Estas Iglesias particulares están «formadas a imagen de la Iglesia Universal. En ellas y a partir de ellas existe la Iglesia católica, una y única».

Las Iglesias particulares son plenamente católicas gracias a la comunión con una de ellas: la Iglesia de Roma «que preside en la caridad». «Porque con esta Iglesia en razón de su origen más excelente debe necesariamente acomodarse toda Iglesia, es decir, los fieles de todas partes». «En efecto, desde la venida a nosotros del Verbo encarnado, todas las Iglesias cristianas de todas partes han tenido y tienen a la gran Iglesia que está aquí [en Roma] como única base y fundamento porque, según las mismas promesas del Salvador, las puertas del infierno no han prevalecido jamás contra ella».

«Guardémonos bien de concebir la Iglesia universal como la suma o, si se puede decir, la federación más o menos anómala de Iglesias particulares esencialmente diversas. En el pensamiento del Señor es la Iglesia, universal por vocación y por misión, la que, echando sus raíces en la variedad de terrenos culturales, sociales, humanos, toma en cada parte del mundo aspectos, expresiones externas diversas».

B. Quién pertenece a la Iglesia católica

La Pertenencia a la Iglesia. La Doctrina de la Iglesia dice: "Miembros de la Iglesia son todos aquellos que han recibido válidamente el sacramento del bautismo y no se han separado de la unidad de la fe, ni de la unidad de la comunidad jurídica de la Iglesia”.

Conforme a esta declaración, tienen que cumplirse tres requisitos para ser miembros de la Iglesia:

  • Haber recibido válidamente el sacramento del bautismo.
  • Profesar la fe verdadera
  • Hallarse unido a la comunidad de la Iglesia.

Cumpliendo estos tres requisitos, el cristiano bautizado acepta el triple ministerio de la Iglesia: sacerdotal (bautismo), doctrinal (profesión de fe) y pastoral (sumisión a la autoridad de la Iglesia).
«Todos los hombres, por tanto, están invitados a esta unidad católica del Pueblo de Dios... A esta unidad pertenecen de diversas maneras o a ella están destinados los católicos, los demás cristianos e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios».

«Están plenamente incorporados a la sociedad que es la Iglesia aquellos que, teniendo el Espíritu de Cristo, aceptan íntegramente su constitución y todos los medios de salvación establecidos en ella y están unidos, dentro de su estructura visible, a Cristo,   que la rige por medio del Sumo Pontífice y de los obispos, mediante los lazos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión. No se salva, en cambio, el que no permanece en el amor, aunque esté incorporado a la Iglesia, porque está en el seno de la Iglesia con el "cuerpo", pero no con el "corazón"».

«La Iglesia se siente unida por muchas razones con todos los que se honran con el nombre de cristianos a causa del bautismo, aunque no profesan la fe en su integridad o no conserven la unidad de la comunión bajo el sucesor de Pedro». «Los que creen en Cristo y han recibido ritualmente el bautismo están en una cierta comunión, aunque no perfecta, con la Iglesia católica». Con las Iglesias ortodoxas, esta comunión es tan profunda «que le falta muy poco para que alcance la plenitud que haría posible una celebración común de la Eucaristía del Señor».

C. La misión de anunciar a Cristo, exigencia de la catolicidad de la Iglesia
 
El mandato misionero. «La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser "sacramento universal de salvación", por exigencia íntima de su misma catolicidad, obedeciendo al mandato de su Fundador se esfuerza por anunciar el Evangelio a todos los hombres»: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20).

El origen y la finalidad de la misión. El mandato misionero del Señor tiene su fuente última en el amor eterno de la Santísima Trinidad: «La Iglesia peregrinante es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre». El fin último de la misión no es otro que hacer participar a los hombres en la comunión que existe entre el Padre y el Hijo en su Espíritu de amor.

El motivo de la misión. Del amor de Dios por todos los hombres la Iglesia ha sacado en todo tiempo la obligación y la fuerza de su impulso misionero: «porque el amor de Cristo nos apremia...», (2 Cor 5, 14). En efecto, «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad», (1 Tim 2, 4). Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se encuentra en la verdad.

Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia, a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera.

Los caminos de la misión. «El Espíritu Santo es en verdad el protagonista de toda la misión eclesial». Él es quien conduce la Iglesia por los caminos de la misión. Ella «continúa y desarrolla en el curso de la historia la misión del propio Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres...   impulsada por el Espíritu Santo, debe avanzar por el mismo camino por el que avanzó Cristo; esto es, el camino de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su resurrección». Es así como la «sangre de los mártires es semilla de cristianos»

Pero en su peregrinación, la Iglesia experimenta también «hasta qué punto distan entre sí el mensaje que ella proclama y la debilidad humana de aquellos a quienes se confía el Evangelio». Sólo avanzando por el camino «de la conversión y la renovación» y «por el estrecho sendero de Dios» es como el Pueblo de Dios puede extender el reino de Cristo.

En efecto, «como Cristo realizó la obra de la redención en la pobreza y en la persecución, también la Iglesia está llamada a seguir el mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación»

Por su propia misión, «la Iglesia... avanza junto con toda la humanidad y experimenta la misma suerte terrena del mundo, y existe como fermento y alma de la sociedad humana, que debe ser renovada en Cristo y transformada en familia de Dios».

El esfuerzo misionero exige entonces la paciencia. Comienza con el anuncio del Evangelio a los pueblos y a los grupos que aún no creen en Cristo; continúa con el establecimiento de comunidades cristianas, «signo de la presencia de Dios en el mundo», y en la fundación de Iglesias locales; se implica en un proceso de inculturación para así encarnar el Evangelio en las culturas de los pueblos; en este proceso no faltarán también los fracasos. «En cuanto se refiere a los hombres, grupos y pueblos, solamente de forma gradual los toca y los penetra y de este modo los incorpora a la plenitud católica»

La misión de la Iglesia reclama el esfuerzo hacia la unidad de los cristianos. En efecto, «las divisiones entre los cristianos son un obstáculo para que la Iglesia lleve a cabo la plenitud de la catolicidad que le es propia en aquellos hijos que, incorporados a ella ciertamente por el bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión. Incluso se hace más difícil para la propia Iglesia expresar la plenitud de la catolicidad bajo todos los aspectos en la realidad misma de la vida»

La tarea misionera implica un diálogo respetuoso con los que todavía no aceptan el Evangelio. Los creyentes pueden sacar provecho para sí mismos de este diálogo aprendiendo a conocer mejor «cuanto de verdad y de gracia se encontraba ya entre las naciones, como por una casi secreta presencia de Dios». Si ellos anuncian la Buena Nueva a los que la desconocen, es para consolidar, completar y elevar la verdad y el bien que Dios ha repartido entre los hombres y los pueblos, y para purificarlos del error y del mal «para gloria de Dios, confusión del diablo y felicidad del hombre».


2.12.4. La Iglesia es Apostólica

La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido:

  • Fue y permanece edificada sobre «el fundamento de los apóstoles», (Ef 2, 20), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo.
  • Guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el buen depósito, las sanas palabras oídas a los apóstoles.
  • Sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, «a los que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia».

Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio.

A. La misión de los apóstoles. Los obispos, sucesores de los apóstoles

Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, «llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar», (Mc 3, 13-14).  Desde entonces, serán sus «enviados», es lo que significa la palabra griega «ekklesia». En ellos continúa su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo os envío», (Jn 20, 21).
Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe», dice a los Doce (Mt 10, 40).

Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como «el Hijo no puede hacer nada por su cuenta», (Jn 5, 19.30), sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin El de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla.
Los apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como «ministros de una nueva alianza», (2 Cor 3, 6), «ministros de Dios», (2 Cor 6, 4), «embajadores de Cristo» (2 Cor 5, 20), «servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios, (1 Cor 4, 1).

En el encargo dado a los apóstoles hay un aspecto intransmisible: ser los testigos elegidos de la Resurrección del Señor y los fundamentos de la Iglesia. Pero hay también un aspecto permanente de su misión. Cristo les ha prometido permanecer con ellos hasta el fin de los tiempos. «Esta misión divina confiada por Cristo a los apóstoles tiene que durar hasta el fin del mundo, pues el Evangelio que tienen que transmitir es el principio de toda la vida de la Iglesia. Por eso los apóstoles se preocuparon de instituir... sucesores»

«Para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio».

«Así como permanece el ministerio confiado personalmente por el Señor a Pedro, ministerio que debía ser transmitido a sus sucesores, de la misma manera permanece el ministerio de los apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ser ejercido perennemente por el orden sagrado de los obispos». Por eso, la Iglesia enseña que «por institución divina los obispos han sucedido a los apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió»

B. Los Fieles de Cristo: Jerarquía, Laicos, Vida  Consagrada

«Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el Pueblo de Dios y, hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición,   son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo».

«Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio,   cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo».

Las mismas diferencias que el Señor quiso poner entre los miembros de su Cuerpo sirven a su unidad y a su misión. Porque «hay en la Iglesia diversidad de ministerios, pero unidad de misión. A los Apóstoles y sus sucesores les confirió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y autoridad. Pero también los laicos, partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde en la misión de todo el Pueblo de Dios». En fin, «en esos dos grupos [jerarquía y laicos] hay fieles que por la profesión de los consejos evangélicos... se consagran a Dios y contribuyen a la misión salvífica de la Iglesia según la manera peculiar que les es propia».

C. La Constitución Jerárquica de la Iglesia. Razón del ministerio eclesial

El mismo Cristo es la fuente del ministerio en la Iglesia. Él lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión, orientación y finalidad.

Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que está ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que posean la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios... lleguen a la salvación.

« ¿Cómo creerán en aquél a quien no han oído?, ¿cómo oirán sin que se les predique?, y ¿cómo predicarán si no son enviados?» (Rm 10, 14-15). Nadie, ningún individuo ni ninguna comunidad, puede anunciarse a sí mismo el Evangelio. «La fe viene de la predicación» (Rm 10, 17). Nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio.

El enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo.

De Él reciben la misión y la facultad [el «poder sagrado»] de actuar “en la Persona de Cristo Cabeza”. Este ministerio, en el cual los enviados de Cristo hacen y dan, por don de Dios, lo que ellos, por sí mismos, no pueden hacer ni dar, la tradición de la Iglesia lo llama «sacramento». El ministerio de la Iglesia se confiere por medio de un sacramento específico.

El carácter de servicio del ministerio eclesial está intrínsecamente ligado a la naturaleza sacramental. En efecto, enteramente dependiente de Cristo que da misión y autoridad, los ministros son verdaderamente «esclavos de Cristo», (Rm 1, 1), a imagen de Cristo que, libremente ha tomado por nosotros «la forma de esclavo», (Flp 2, 7). Como la palabra y la gracia de la cual son ministros no son de ellos, sino de Cristo que se las ha confiado para los otros, ellos se harán libremente esclavos de todos.

De igual modo es propio de la naturaleza sacramental del ministerio eclesial tener un carácter colegial. En efecto, desde el comienzo de su ministerio, el Señor Jesús instituyó a los Doce, «semilla del Nuevo Israel, a la vez que el origen de la jerarquía sagrada». Elegidos juntos, también fueron enviados juntos, y su unidad fraterna estará al servicio de la comunión fraterna de todos los fieles; será como un reflejo y un testimonio de la comunión de las Personas divinas.

Por eso, todo obispo ejerce su ministerio en el seno del colegio episcopal, en comunión con el obispo de Roma, sucesor de S. Pedro y jefe del colegio; los presbíteros ejercen su ministerio en el seno del presbiterio de la diócesis, bajo la dirección de su obispo.

Por último, es propio también de la naturaleza sacramental del ministerio eclesial tener carácter personal. Cuando los ministros de Cristo actúan en comunión, actúan siempre también de manera personal. Cada uno ha sido llamado personalmente «Tú sígueme», Jn 21, 22, para ser, en la misión común, testigo personal, que es personalmente portador de la responsabilidad ante Aquel que da la misión, que actúa «in persona Christi» y en favor de personas: «Yo te bautizo en el nombre del Padre...»; «Yo te perdono...».

El ministerio sacramental en la Iglesia es, pues, un servicio colegial y personal a la vez, ejercido en nombre de Cristo. Esto se verifica en los vínculos entre el colegio episcopal y su jefe, el sucesor de S. Pedro, y en la relación entre la responsabilidad pastoral del obispo en su Iglesia particular y la común solicitud del colegio episcopal hacia la Iglesia universal.

D. El Colegio Episcopal y su cabeza, el Papa

Cristo, al instituir a los Doce, «formó una especie de Colegio o grupo estable y eligiendo de entre ellos a Pedro lo puso al frente de él». «Así como, por disposición del Señor, S. Pedro y los demás apóstoles forman un único colegio apostólico, por análogas razones están unidos entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los apóstoles».

El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella; lo instituyó pastor de todo el rebaño. «Está claro que también el Colegio de los apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro». Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los obispos bajo el primado del Papa.

El Papa, obispo de Roma y sucesor de S. Pedro, «es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles». «El Pontífice Romano, en efecto, tiene en la Iglesia, en virtud de su función de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, la potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer siempre con entera libertad».

«El Colegio o cuerpo episcopal no tiene ninguna autoridad si no se le considera junto con el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, como Cabeza del mismo». Como tal, este Colegio es «también sujeto de la potestad suprema y plena sobre toda la Iglesia» que «no se puede ejercer... a no ser con el consentimiento del Romano Pontífice».

«La potestad del Colegio de los obispos sobre toda la Iglesia se ejerce de modo solemne en el Concilio Ecuménico». «No existe concilio ecuménico si el sucesor de Pedro no lo ha aprobado o al menos aceptado como tal».

«Este colegio, en cuanto compuesto de muchos, expresa la diversidad y la unidad del Pueblo de Dios; en cuanto reunido bajo una única Cabeza, expresa la unidad del rebaño de Dios».

«Cada uno de los obispos, por su parte, es el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares». Como tales ejercen «su gobierno pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios que le ha sido confiada», asistidos por los presbíteros y los diáconos. Pero, como miembros del colegio episcopal, cada uno de ellos participa de la solicitud por todas las Iglesias, que ejercen primeramente «dirigiendo bien su propia Iglesia, como porción de la Iglesia universal», contribuyen eficazmente «al Bien de todo el Cuerpo místico que es también el Cuerpo de las Iglesias».

Esta solicitud se extenderá particularmente a los pobres, a los perseguidos por la fe y a los misioneros que trabajan por toda la tierra.

Las Iglesias particulares vecinas y de cultura homogénea forman provincias eclesiásticas o conjuntos más vastos llamados patriarcados o regiones. Los obispos de estos territorios pueden reunirse en sínodos o concilios provinciales. «De igual manera, hoy día, las Conferencias Episcopales pueden prestar una ayuda múltiple y fecunda para que el afecto colegial se traduzca concretamente en la práctica».

Los Obispos, como sucesores legítimos de los Apóstoles, con el sucesor de Pedro a la cabeza, participan de la triple función salvífica de Cristo. Es decir, los Obispos tienen la obligación de enseñar y dar a conocer el Evangelio a todas las gentes (función profética). La misión de santificar al nuevo Pueblo de Dios, por medio de los sacramentos (función sacerdotal) y finalmente tienen la función de gobernar, apacentar a los fieles en la caridad fraterna (función pastoral).

E. La misión de enseñar

La misión de enseñar pertenece a la función profética. Los obispos con los presbíteros, sus colaboradores, «tienen como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de Dios», según la orden del Señor. Son «los predicadores del Evangelio que llevan nuevos discípulos a Cristo. Son también los maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo».

Para mantener a la Iglesia en la pureza de la fe transmitida por los apóstoles, Cristo, que es la Verdad, quiso conferir a su Iglesia una participación en su propia infalibilidad. Por medio del «sentido sobrenatural de la fe», el Pueblo de Dios «se une indefectiblemente a la fe», bajo la guía del Magisterio vivo de la Iglesia.

La misión del Magisterio está ligada al carácter definitivo de la Alianza instaurada por Dios en Cristo con su Pueblo; debe protegerlo de las desviaciones y de los fallos, y garantizarle la posibilidad objetiva de profesar sin error la fe auténtica. El oficio pastoral del Magisterio está dirigido, así, a velar para que el Pueblo de Dios permanezca en la verdad que libera. Para cumplir este servicio, Cristo ha dotado a los pastores con el carisma de infalibilidad en materia de fe y de costumbres. El ejercicio de este carisma puede revestir varias modalidades.

«El Romano Pontífice, Cabeza del Colegio episcopal, goza de esta infalibilidad en virtud de su ministerio cuando, como Pastor y Maestro supremo de todos los fieles que confirma en la fe a sus hermanos, proclama por un acto definitivo la doctrina en cuestiones de fe y moral... La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el Cuerpo episcopal cuando ejerce el magisterio supremo con el sucesor de Pedro», sobre todo en un concilio ecuménico.

Cuando la Iglesia propone por medio de su Magisterio supremo que algo se debe aceptar «como revelado por Dios para ser creído» y como enseñanza de Cristo, «hay que aceptar sus definiciones con la obediencia de la fe». Esta infalibilidad abarca todo el depósito de la Revelación divina.
La asistencia divina es también concedida a los sucesores de los apóstoles, cuando enseñan en comunión con el sucesor de Pedro (y, de una manera particular, al obispo de Roma, Pastor de toda la Iglesia), aunque, sin llegar a una definición infalible y sin pronunciarse de una «manera definitiva», proponen, en el ejercicio del magisterio ordinario, una enseñanza que conduce a una mejor inteligencia de la Revelación en materia de fe y de costumbres.

A esta enseñanza ordinaria, los fieles deben «adherirse... con espíritu de obediencia religiosa» que, aunque distinto del asentimiento de la fe, es una prolongación de él.

F. La misión de santificar

Cristo es el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza. Por medio de la Liturgia y los Sacramentos, el Obispo «es el administrador de la gracia del sumo sacerdocio», en particular en la Eucaristía que él mismo ofrece, o cuya oblación asegura por medio de los presbíteros, sus colaboradores. Porque la Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia particular. El obispo y los presbíteros santifican la Iglesia con su oración y su trabajo, por medio del ministerio de la palabra y de los sacramentos. La santifican con su ejemplo, «no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey», (1 P 5, 3). Así es como llegan «a la vida eterna junto con el rebaño que les fue confiado».

G. La misión de gobernar

Cristo es el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas. Él es el modelo acabado y perfecto de lo que debe ser la función de gobernar al pueblo de Dios. «Los obispos, como vicarios y legados de Cristo, gobiernan las Iglesias particulares que se les han confiado no sólo con sus proyectos, con sus consejos y con ejemplos, sino también con su autoridad y potestad sagrada», que deben, no obstante, ejercer para edificar con espíritu de servicio que es el de su Maestro.

«Esta potestad, que desempeñan personalmente en nombre de Cristo, es propia, ordinaria e inmediata. Su ejercicio, sin embargo, está regulado en último término por la suprema autoridad de la Iglesia». Pero no se debe considerar a los obispos como vicarios del Papa, cuya autoridad ordinaria e inmediata sobre toda la Iglesia no anula la de ellos, sino que, al contrario, la confirma y tutela. Esta autoridad debe ejercerse en comunión con toda la Iglesia bajo la guía del Papa.

El Buen Pastor será el modelo y la «forma» de la misión pastoral del obispo. Consciente de sus propias debilidades, el obispo «puede disculpar a los ignorantes y extraviados. No debe negarse nunca a escuchar a sus súbditos, a los que cuida como verdaderos hijos... Los fieles, por su parte, deben estar unidos a su obispo como la Iglesia a Cristo y como Jesucristo al Padre».


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Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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