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La Misa: 4° Parte - La palpitación popular en la Eucaristía de la Iglesia primitiva


P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J.

Continuación


Los textos de la Institución de la Eucaristía hacen alusión a la alianza de Moisés (Exod. 24,1-11) En este texto bíblico vemos a Moisés derramando parte de la sangre de los animales inmolados sobre el altar dedicado a Yavé y rociando con otra parte al pueblo mientras decía: “Esta es la sangre de la alianza que hace con vosotros Yavé”. El pueblo repetía: “Todo cuanto dice Yavé lo cumpliremos y obedeceremos”. Terminado el rito de la sangre, Moisés, Aarón y setenta ancianos subieron al monte y allí “pudieron ver a Dios; comieron y bebieron”. En aquella oportunidad la renovación de la alianza se llevó a cabo por el rito de la sangre y por el banquete sagrado, estos ritos condujeron a los ancianos de Israel a la experiencia religiosa de “ver a Dios”.

El gesto de Moisés se repite en el Calvario y por consiguiente en la Cena de Jesús: la Sangre de la alianza nueva cayó el Viernes Santo sobre el Cuerpo de Jesús, altar de Dios en señal de que Dios aceptaba la nueva alianza (Ap. 8,3-5; 9,13); y esa misma Sangre el Jueves Santo se derramó también sobre los ciudadanos del nuevo Pueblo de Dios, pues el texto evangélico nos dice que todos los discípulos bebieron del cáliz (Mc. 14,23) Así brotó en el mundo un nuevo Pueblo de Dios y un banquete de comunión nuevo destinado a renovar la Nueva Alianza en el cual los discípulos de Jesús comerán y beberán el Cuerpo y la Sangre de su Señor bajo la apariencia de pan y de vino (Hechos 20,28; 1Cor. 11,23-26; 1Pe 2,9-10)

Por esta nueva alianza Dios se compromete a dar a su pueblo la tierra prometida eterna y el nuevo pueblo se compromete a guardar durante la peregrinación terrena el nuevo mandamiento promulgado por el Señor en su Última Cena. Por esta razón ya desde los tiempos de la Iglesia primitiva la comunión eucarística fue el símbolo elocuente de la paz y de la unión mantenidas por los fieles con el Pueblo de Dios; de tal manera que, si un fiel había roto con la fe y con la moral de la Iglesia, no podía recibir el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor, pues sería firmar en falso la renovación de una alianza, muerta de hecho en el corazón.

Para los fieles de los primeros años cristianos la renovación de la Nueva Alianza y la ofrenda de los sacrificios de expiación y comunión se podían realizar, porque a través del memorial aparecían en el pan y en el vino eucarístico el Cuerpo de Cristo inmolado y su Sangre derramada, tal como ahora están en los cielos (Ap. 5,6) Esta contemplación desde la fe del amor de Dios al mundo, expresado en la entrega de su Hijo, impregna toda la celebración eucarística con la espiritualidad de la bendición o de la alabanza (Jn. 3,16)

Los textos citados de la Institución de la eucaristía nos hablan de las bendiciones recitadas por Jesús sobre el pan y sobre el vino. En el capítulo anterior hemos recordado la gran alabanza dicha por el Señor sobre el cáliz; ante ella nos sentimos impresionados, porque vislumbramos el misterio de la liturgia pascual judía que culmina en la Cena del Señor y descubrimos también el misterio de la Misa Católica que nace de ella para iniciar un camino milenario. En ese venerable texto se ve el puente que une las dos celebraciones pascuales de los dos testamentos de Dios.

Por eso la Iglesia desde sus comienzos se inspiró en esta gran alabanza para componer sus plegarias eucarísticas litúrgicas. Así Pablo exhortaba a los fieles:
“Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados... Dad gracias continuamente y por todo a Dios Padre en nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef. 5,19-20)

Para la carta a los Hebreos los fieles de la antigua alianza realizaban su culto religioso sobre la tierra, pero la liturgia de la alianza nueva hace penetrar a los cristianos unidos místicamente con su Cabeza hasta las moradas santas de Dios:

“Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos y a Dios juez universal y a los espíritus de los justos llegados ya a su consumación y a Jesús Mediador de una nueva alianza y a la aspersión de una sangre que habla mejor que la de Abel” (Heb. 12,22-24)

La conciencia de que la comunidad cristiana penetraba hasta los mismos cielos y por Cristo era asociada a los cantos de alabanza tributados a Dios por los ángeles y santos, hizo que muy pronto se introdujera en la plegaria eucarística cristiana el canto del Santo, como aparece ya en el Apocalipsis:

“Santo, Santo, Santo
Señor, Dios Todopoderoso,
Aquél que era, que es y que va a venir” (Ap. 4,8)

Dejando los textos bíblicos pasemos a examinar algunos textos no-bíblicos de la primitiva Iglesia; en ellos hallaremos también esa palpitación popular llena de admiración ante la obra redentora realzada por Dios en Cristo.

El libro de la Didajé o Instrucciones de los Apóstoles, escrito según los especialistas hacia fines de la segunda mitad del siglo primero, nos muestra cómo los cristianos iban centrando la gran alabanza de la Pascua Judía en Jesucristo. Citaremos los pasajes relativos a la eucaristía:

“Te bendecimos, Padre Santo,
por tu santo nombre,
que has hecho habitar en nuestros corazones;
y por el conocimiento, la fe y la inmortalidad
que nos ha hecho conocer,
a través de Jesús, tu siervo.
A Ti la gloria por los siglos. Amén.
Tú, Señor, Todopoderoso, has hecho todas las cosas
a la gloria de tu nombre,
y has dado comida y bebida a los hijos de los hombres
para su disfrute y para que te bendigan.
Pero a nosotros nos has dado el don
de una comida y una bebida espirituales y de la vida eterna
por mediación de Jesús, tu servidor.
Por todo te bendecimos; porque eres poderoso.
A Ti la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Acuérdate, Señor, de tu Iglesia,
para librarla de todo mal
y perfeccionarla en tu amor.
Reúnela, santifícala, desde los cuatro vientos,
en tu reino, que tú le has preparado.
A Ti el poder y la gloria por los siglos. Amén.
Venga la gracia y pase este mundo. Amén.
Hossana a la casa de David.
El que es santo, lléguese. El que no, arrepiéntase.
Marana tha. Amén” (9,1-10,6)

Salta a la vista la estructura bendicional de estas oraciones. Los motivos de la alabanza son el alimento material como signo del alimento espiritual dado por Jesús. Así, pues, estos textos citados venerables son testigos de que en los primeros decenios de la liturgia cristiana el núcleo central de la Eucaristía era la alabanza, una alabanza sencilla, humilde, breve... Se alaba al Padre por el alimento material y espiritual, símbolo precioso del nuevo conocimiento, de la nueva vida, de la fe, de la inmortalidad, de la nueva presencia de Dios en el corazón humano, trasformado en morada y habitación. Se alaba a Dios por el nuevo pueblo, la Iglesia Santa. Ella espera con fe el fin del mundo y la vuelta de su Señor, a quien reconoce presente en medio de la comida sagrada; por ello termina la oración con la expresión Marana tha, “Ven, Señor”.

Unos cincuenta años después de la composición de la Didajé escribió hacia el año 150 San Justino su Apología I dirigida al Emperador Antonio Pío y compuesta en defensa de los cristianos. En ella Justino nos da preciosas noticias de cómo se celebraba la Eucaristía en Roma por aquella época:

“Y el día llamado del sol se tiene una reunión, en un mismo sitio, de todos los que habitan en las ciudades o en los campos, y se leen los comentaros de los apóstoles o las escrituras de los profetas, mintras el tiepo lo permite.
Cuando el lector ha acabado, el que preside exhorta e incita de palabra a la imitación de estas cosas excelsas.

Después nos levantamos todos a una y recitamos oraciones. Y como antes dijimos, cuando hemos terminado de orar, se presenta pan y vino y agua, y el que preside eleva preces y acciones de gracias a Él, según su capacidad, y el pueblo aclama Amén” (Apología I,67)

De nuevo nos hallamos ante la oración de alabanza. ¿Cuál era el contenido de esta alabanza? El mismo San Justino nos responde en su obra titulada el Diálogo con Trifón:

“La ofrenda de la flor de la harina, señores, -prosigue- mandada ofrecer por los que se purificaban de la lepra, era figura del pan de la Eucaristía, que nuestro Señor Jesucristo mandó ofreciéramos en memoria de la pasión que Él padeció por todos los hombres; para dar gracias en común a Dios por haber creado el mundo y cuanto en él hay, movido de amor hacia el hombre; por habernos librado de la maldad en que nacimos; y por haber destruido con destrucción completa a los principados y potestades a través de la mediación de Quien, según su designio, nació pasible” (Ruiz Bueno, p. 369)


Tenemos, por tanto, esbozado el esquema de la alabanza en la Eucaristía de la nueva Alianza y vemos su continuación con la de la Alianza Antigua: se le alababa a Dios por la creación y por la redención que aparece en su estadio definitivo con la muerte redentora de Jesucristo. Así, pues, el núcleo de la bendición cristiana es la alabanza al Padre por la historia de la salvación culminada en Cristo, expresada, significada y actualizada a través del banquete sacrificial de la Misa.


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Referencia bibliográfica: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J. "La Misa en la religión del pueblo", Lima, 1983.
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