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Homilía del Domingo 3º de Pascua (C), 14 de Abril del 2013

"Vengan a comer"

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Hch 5,27-32.40-41; S. 29,2.4-6.11-13; Ap 5,11-14; Jn 21,1-19



Es posible que más de uno de ustedes se haya dado cuenta del peso que el símbolo eucarístico tiene en la aparición de Jesús resucitado que nos narra la perícopa de hoy. Podemos añadir que la alusión eucarística también destaca en el conjunto de las apariciones de Jesús resucitado y en el conjunto de los evangelios que se leen a lo largo del año litúrgico. Ello manifiesta la importancia que tiene en la Iglesia el sacramento de la Eucaristía.
Una vez más recordamos el punto central de nuestra fe de que Cristo vive; ha muerto, su cuerpo perdió la vida, pero la recuperó y no está muerto; porque ha resucitado y está vivo.
El modo más normal de encontrarnos con Cristo resucitado es en los sacramentos. Porque en los sacramentos Cristo no nos encuentra y actúa sólo con su divinidad, sino también con su humanidad, con su cuerpo resucitado. En los sacramentos, enseñan los teólogos, el cuerpo resucitado de Cristo hace de los ritos sacramentales instrumentos suyos para otorgar la gracia.
La aparición del lago, que la Iglesia nos ofrece hoy, tiene un gran peso eclesial: la barca es la de Pedro y  representa a la Iglesia, Pedro dirige toda la pesca hasta llevarla a los pies de Jesús, Jesús hace a Pedro pastor de todo su rebaño, Jesús le promete una suerte final como la suya; y en el centro de todo el pan signo claro (tal vez incluso realidad) de la Eucaristía. Todo está diciendo aquello del Concilio, que recoge el Catecismo de que “la Eucaristía es fuente y cima de toda la vida cristiana” (LG 11; CIC 1324).
El mismo Catecismo explica esta afirmación, citando al mismo Concilio: “Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La Sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua” (PO 5; CIC 1324).
La Iglesia considera como una especie de amputación condenable el impedir que un bautizado reciba la Eucaristía. No admite otra razón válida para ello sino la presencia del pecado grave. En efecto, ésta es la única causa que rompe la comunicación con Cristo. Por eso si una persona con uso de razón (lo cual supone la Iglesia que se tiene de modo general a partir de los siete años) recibe el bautismo, debe, junto con la necesaria catequesis para el bautismo, recibir la catequesis para la confirmación y la sagrada comunión y recibirlas en la misma liturgia bautismal. Con frecuencia no se hace así, pero se hace mal.
Claro que recibir la Eucaristía exige como condición necesaria el estado de gracia. Es inútil alimentar a un muerto. La confesión, en el caso de haber cometido un  pecado grave, es necesaria para comulgar. Cierto, y esto nos indica la importancia de vivir en gracia. En la parábola del banquete de bodas en el Reino fue expulsado el comensal que estaba mal vestido ( v. Mt 22,12s). “Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, come y bebe su propia condenación” (v. 1Cor 11,27-29).  
“La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios, por las que la Iglesia es ella misma” (CIC 1325). Por eso la Eucaristía es la máxima realización de la Iglesia. “En ella (en la Eucaristía) se encuentra a la vez la cumbre de la acción, por la que en Cristo Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres da a Cristo y por Él al Padre” (mismo n.).
No vengamos a misa “para no pecar”. Cuando el Papa viene, acudimos llenos de entusiasmo y en multitud. Cristo es más que el Papa. Vengamos a misa movidos por la fe, con ilusión y ganas profundas de encontrarnos con Cristo, de escucharle, de verle multiplicar el pan del alma que necesitamos, de pedir la curación de las enfermedades de nuestro espíritu y, ¿por qué no?, también las de nuestro cuerpo.
Todo es posible con la fe. Vengamos a participar en la Eucaristía siempre con una gran fe. Creamos y pidamos a Cristo que nos ayude en nuestra incredulidad. Pidamos sobre todo gracias del espíritu, gracias sobrenaturales. Pidamos luz para entender bien su palabra, para que nos ilumine la vida y sea así cada vez más cristiana, para vernos y sentirnos cerca de Él, para tener el valor suficiente de ofrecer con su sacrificio nuestros propios sacrificios, los que nos supone vivir como cristianos, para que nuestro amor por Él crezca y llegue hasta nuestros hermanos en el seno de nuestra familia, en el ambiente de trabajo, en todas partes en que nos encontremos. Pidamos su fuerza para echar el demonio de nuestro cuerpo y de nuestra alma, pidamos la superación de las tendencias de la carne, pidamos la verdad para que no nos engañe tanta mentira como flota a nuestro alrededor, pidamos saber perdonar, pidamos no odiar, pidamos ser pobres de espíritu y vivir con alegría con lo que tenemos.
La misa de cada domingo participada con fe debe hacernos a Cristo más cercano, más amigo, más nuestro. Debe hacernos más fácil cargar con nuestra cruz. Debe darnos alegría para iluminar con ella nuestra vida e iluminar la vida de nuestra familia, nuestro trabajo, nuestro dolor, nuestra salud y nuestras enfermedades.
Cada domingo Jesús resucitado nos espera. Igual que a aquellos siete: “Vengan a comer”. “Repártenos tu cuerpo –respondamos–  y el gozo irá alejando la oscuridad que pesa sobre el hombre. Que el viento de la noche no apague el fuego vivo, que nos dejó tu paso en la mañana” (Himno de vísperas tiempo pascual).

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