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¡FELIZ AÑO NUEVO 2013!


Que el Señor nos bendiga y proteja,
Que ilumine su rostro sobre nosotros,
Que todos los hombres conozcan sus caminos y que al nombre de Jesús toda rodilla se doble rindiéndole homenaje.
Que Jesús llene de su presencia nuestros corazones en este 2013.

José Ramón, S.J.
y Equipo Editor



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Oración para despedir el año

Compartimos una Oración con ocasión del fin de año y el inicio de uno nuevo: 2013. Agradezcamos a Dios por lo vivido en este 2012 y ofrezcamos lo venidero en este 2013 a Dios. Acceda AQUÍ. 

La Sagrada Familia

P. Adolfo Franco, S.J.


Lucas, 2, 41-52

Es la fiesta de la Sagrada Familia. Y nos hace tanta falta su ejemplo, ahora que parece que se debilita el sentido de la familia.


La liturgia, como maestra de nuestra fe, en la época de Navidad nos trae varios mensajes importantes. Y por eso hoy nos hace celebrar a la Sagrada Familia. Jesús, como hombre real, necesitó una familia, para desarrollar su ser humano, de la misma forma que nosotros necesitamos de una familia, para crecer, para aprender, para desarrollarnos, alimentarnos, adquirir valores y educación.

La familia es una maravillosa realidad social ideada por Dios para el hombre, para continuar el largo proceso de hacerse plenitud. Un proceso que empieza desde que se establece nuestro código genético en el seno de nuestras madres. Estamos en un seno durante nueve meses, y en el SENO familiar durante muchos años, antes de que salgamos de él ya como adultos de verdad para empezar en plenitud nuestra propia aventura.

Al ser humano la familia le resulta imprescindible, para crecer físicamente: ahí se desarrolla nuestro cuerpo, empezamos a adquirir movimiento y a pronunciar palabras. Ahí crecemos afectivamente: el proceso del desarrollo de nuestro corazón, nuestra emotividad, nuestra sicología. Ahí vamos adquiriendo valores, esas riquezas  interiores, que una persona cabal debe poseer, como un maravilloso tesoro. Ahí aprendemos a desarrollar nuestra inteligencia, nuestras habilidades, ahí aprendemos el comportamiento en sociedad.

Pero además de un ámbito de crecimiento y de aprendizaje, la familia es un ámbito de identidad: uno aprende a ser persona, a ser uno mismo, principalmente en la familia; aunque todas las otras relaciones humanas ayudan a establecer el yo personal. Y es que en familia es donde uno puede ser uno mismo, porque es aceptado como es y valorado por lo que es. Naturalmente que es imprescindible, para configurarse uno mismo, el poder tener "los modelos" adecuados. Y estos son principalmente el padre y la madre, los dos juntos, para cada uno de los hijos. Esa es una maravillosa función de la familia, el lograr que la individualidad de un ser se afiance como tal.

Además la familia cumple otras muchas funciones, como ser el sitio del descanso, y de la recuperación de las fuerzas. Es un ámbito donde uno se siente protegido de la fatiga, y de la agresión (a veces es hostilidad, a veces sólo desgaste) que produce el mundo exterior. El trabajo, las ocupaciones del colegio, las relaciones con "otros" en distintos campos, a veces producen impactos, de los cuales uno se recupera en el hogar, en la familia; claro, con la condición de que la familia sea familia.

La familia debe ser un conjunto de personas, entrelazadas por relaciones creadoras de afecto, aprecio, estímulo, comprensión, aceptación, comunicación, sustento. Claro es importante que todos sus miembros asuman activamente el papel, que en estas relaciones les corresponde. Las ausencias a veces son sustituidas por miembros del exterior, que no tienen la misma capacidad de producir esos buenos efectos. Las personas que no encuentran en su propia familia las relaciones creadoras adecuadas, es normal que tiendan a buscar fuera los lazos, de los que en su familia hay carencia. También es cierto, por otra parte, que la familia sana, no debe construirse en base solo a relaciones internas, sino que debe tender puentes hacia el exterior, para enriquecerse ella misma.

Mucha riqueza tiene la familia, la que Dios nos ha dado, y que hoy celebramos. Jesús quiso nacer en una familia y santificar la familia. El tuvo una infancia en familia, donde aprendió, donde creció en sabiduría y gracia; familia en la que fue desarrollando todas sus facultades humanas. Hoy celebramos a María, José y el Niño, como Sagrada Familia. Y celebramos también cada uno a nuestra propia familia, uno de los dones más preciados que Dios nos ha concedido. 


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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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Homilía dedicada a la fiesta de la Sagrada Familia, domingo 30 de diciembre del 2012

Crecer en gracia
ante Dios y los hombres


P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Eclesiástico 3,3-7.14-17; Salmo 127; Colosenses 3,12-21; Lucas 2,41-52


Las fiestas de la Navidad de Jesús tienen la virtud de reactivar el amor y la unión en las familias cristianas. La familia goza en la Biblia de una cierta sacralidad desde el principio: “Y creó Dios al hombre a imagen suya; macho y hembra los creó. Y los bendijo Dios” (Ge 1,27s).

La Iglesia en su magisterio pastoral recuerda constantemente el tema y estimula a los fieles a no descuidar la atención y sacrificios necesarios para que la familia recupere su buena salud y la mantenga. En concreto está entre los temas más tratados por el magisterio actual del Papa y los Obispos.

A él dedica la liturgia este domingo. Porque Jesús formó parte de una familia. Es un misterio en sentido teológico. Porque contiene oculto y al mismo tiempo revela algo que forma parte de la obra de salvación llevada a cabo por Jesús a favor nuestro.

El 90% del tiempo de la vida de Jesús en este mundo fue en su familia. Ya esto nos indica que Dios da a la familia una importancia extraordinaria para la salvación de los hombres. Y es que en la familia se conforman las actitudes básicas de la personalidad y se aceptan y rechazan como fundamentales valores y contravalores, que influyen y sostienen después toda la vida.

Y son muchos los textos de la Escritura que destacan el valor extraordinario que para Dios tiene la familia. Hoy hemos escuchado algunos. “Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre sus hijos” –dice el libro del Eclesiástico–. Son advertencias muy sensatas de la Escritura. El padre que por sus virtudes se gana en la comunidad el respeto de los demás hace partícipes de él a los miembros de su familia; pero aunque haya también un influjo en sentido inverso, no es en la misma proporción. Y acertadísima también la observación sobre la autoridad de la madre: “Dios afirma la autoridad de la madre sobre sus hijos”. Por eso la madre, aunque se ayude de otras personas, no debe nunca dejar en otras manos la responsabilidad de advertir, inculcar y corregir lo que vea ser necesario para la educación de sus hijos. Debe, como María, seguir de cerca el crecimiento de sus hijos: “Su madre conservaba todo en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres”.

“El que honra a su padre –sigue el texto leído– alcanza el perdón de sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros. El que honra a su padre recibirá alegría de sus hijos y, cuando rece, su oración será escuchada; al que honra a su madre el Señor le escucha”. No lo debemos olvidar. La oración es clave en nuestra vida. Quien no ora ¿qué clase de fe tiene? A veces se lamenta de no ser escuchado en la oración. ¿Estará la causa en la falta de respeto a los padres? Tal vez encuentres aquí la solución a tus problemas.

 “Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas; aunque inteligencia se debilite, sé comprensivo con él, no lo desprecies mientras vivas. La piedad para con tu padre no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados”. Y añade más el texto bíblico: “y si un día sufres, se acordará Dios de ti y se desharán tus pecados como la escarcha bajo el calor” (Ecco 3,15). Piensa bien en esto cuando te preparas para el sacramento de la penitencia; cuando simplemente pides perdón de tus pecados al acabar el día o en cualquier otra ocasión: “la piedad con tu padre (y lo mismo con tu madre) será tenida en cuenta para pagar tus pecados”. Piensa a esta luz si tus pecados no se deshacen como la escarcha bajo el calor, pese a que los confieses tantas veces.   

Fuente de oración preciosa y de principios de conducta familiar maravillosos son los que propone Pablo a la Iglesia de Colosas y que la misma Iglesia nos traspasa hoy como materia de reflexión en nuestra conducta familiar, pues no olvidemos que la familia es la Iglesia doméstica:

“Como elegidos de Dios, santos y amados”: Es así; todas las familias cristianas han nacido de la acción sacramental de los padres en su matrimonio.

“Revístanse de sentimientos de misericordia entrañable”,  es decir vuestro modo normal de relacionarse esté impregnado de misericordia, “de bondad, humildad, dulzura, comprensión; sopórtense mutuamente y perdónense, cuando alguno tenga quejas contra otro” –en lugar de estar interiormente acusándole y justificándose–. El Señor los ha perdonado, hagan ustedes lo mismo”. Cuántas actitudes y palabras agresivas desaparecerán si todos en las familias se esfuerzan por aplicar estos consejos.

Y Pablo enumera un grupo de virtudes cuyo sólo nombre nos estimula a practicarlas en la familia: El amor, la paz de Cristo, el agradecimiento, la oración en familia, la presencia de Dios en todos los detalles, el respeto, la delicadeza, la obediencia de los hijos, la moderación de los padres al mandar.  
El evangelio nos narra uno de los momentos más duros para aquella familia. También hubo otros como el necesario viaje a Belén cuando María culminaba su embarazo, el alumbramiento en las duras condiciones de la gruta, la huída precipitada a Egipto. La vida de toda familia tiene momentos duros, momentos de cruz. Misterio, pero no hay duda de que en el caso de la sagrada familia fue así porque ésta era la voluntad de Dios Padre. Y Dios lo quiere así no por castigo. Es simplemente que no hay otra vía para alcanzar la santidad.

“El niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que lo supieran sus padres”. El evangelista no insinúa la menor explicación. Quiere que toda la atención se centre en la respuesta de Jesús, que va conocerse enseguida. “¿No sabían que yo debía estar en la casa de mi Padre?”. Esta es la traducción del texto litúrgico; otros traducen “en las cosas de mi Padre” (Bibl. Jerusalén). En cualquier caso va expresada la relación de especial filiación de Jesús respecto de Dios Padre y el valor absoluto y supremo de la voluntad de Dios por encima de cualquier otra autoridad, aunque fuese la de su propia madre y de su padre legal. Es, pues, esta respuesta una más entre otras que testimonian en boca de Jesús que su Padre es Dios, el único Dios vivo, el Dios creador y salvador de Israel.  

 “El niño crecía y se desarrollaba pleno de sensatez y la gracia de Dios estaba en él” (Lc 2,40). Así resume Lucas los años de Nazaret. Que todos conserven en su corazón estas lecturas, como lo hacía María, para que día a día crezcan en el amor a Dios, que reina en sus familias.



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¡FELIZ NAVIDAD!



El pueblo que andaba a oscuras vio una luz intensa.
Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado.
Y se llamará Admirable-Consejero, Dios-Poderoso,
Siempre-Padre. Príncipe de Paz.
Grande es su señorío  y la paz no tendrá fin.

(Is 9,1.5-6)
 

Que en el Año de la fe Dios conceda a todos la alegría de su luz y la fuerza y seguridad de su amor. 
 

Navidad de 2012.
 


A todos con afecto, 

José Ramón, S.J. 
y Equipo Editor.




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Homilía de la Solemnidad de la Natividad del Señor - Benedicto XVI - 24 de diciembre del 2012




SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Lunes 24 de diciembre de 2012
 


Queridos hermanos y hermanas

Una vez más, como siempre, la belleza de este Evangelio nos llega al corazón: una belleza que es esplendor de la verdad. Nuevamente nos conmueve que Dios se haya hecho niño, para que podamos amarlo, para que nos atrevamos a amarlo, y, como niño, se pone confiadamente en nuestras manos. Dice algo así: Sé que mi esplendor te asusta, que ante mi grandeza tratas de afianzarte tú mismo. Pues bien, vengo por tanto a ti como niño, para que puedas acogerme y amarme.

Nuevamente me llega al corazón esa palabra del evangelista, dicha casi de pasada, de que no había lugar para ellos en la posada. Surge inevitablemente la pregunta sobre qué pasaría si María y José llamaran a mi puerta. ¿Habría lugar para ellos? Y después nos percatamos de que esta noticia aparentemente casual de la falta de sitio en la posada, que lleva a la Sagrada Familia al establo, es profundizada en su esencia por el evangelista Juan cuando escribe: «Vino a su casa, y los suyos no la recibieron» (Jn 1,11). Así que la gran cuestión moral de lo que sucede entre nosotros a propósito de los prófugos, los refugiados, los emigrantes, alcanza un sentido más fundamental aún: ¿Tenemos un puesto para Dios cuando él trata de entrar en nosotros? ¿Tenemos tiempo y espacio para él? ¿No es precisamente a Dios mismo al que rechazamos? Y así se comienza porque no tenemos tiempo para Dios. Cuanto más rápidamente nos movemos, cuanto más eficaces son los medios que nos permiten ahorrar tiempo, menos tiempo nos queda disponible. ¿Y Dios? Lo que se refiere a él, nunca parece urgente. Nuestro tiempo ya está completamente ocupado. Pero la cuestión va todavía más a fondo. ¿Tiene Dios realmente un lugar en nuestro pensamiento? La metodología de nuestro pensar está planteada de tal manera que, en el fondo, él no debe existir. Aunque parece llamar a la puerta de nuestro pensamiento, debe ser rechazado con algún razonamiento. Para que se sea considerado serio, el pensamiento debe estar configurado de manera que la «hipótesis Dios» sea superflua. No hay sitio para él. Tampoco hay lugar para él en nuestros sentimientos y deseos. Nosotros nos queremos a nosotros mismos, queremos las cosas tangibles, la felicidad que se pueda experimentar, el éxito de nuestros proyectos personales y de nuestras intenciones. Estamos completamente «llenos» de nosotros mismos, de modo que ya no queda espacio alguno para Dios. Y, por eso, tampoco queda espacio para los otros, para los niños, los pobres, los extranjeros. A partir de la sencilla palabra sobre la falta de sitio en la posada, podemos darnos cuenta de lo necesaria que es la exhortación de san Pablo: «Transformaos por la renovación de la mente» (Rm 12,2). Pablo habla de renovación, de abrir nuestro intelecto (nous); habla, en general, del modo en que vemos el mundo y nos vemos a nosotros mismos. La conversión que necesitamos debe llegar verdaderamente hasta las profundidades de nuestra relación con la realidad. Roguemos al Señor para que estemos vigilantes ante su presencia, para que oigamos cómo él llama, de manera callada pero insistente, a la puerta de nuestro ser y de nuestro querer. Oremos para que se cree en nuestro interior un espacio para él. Y para que, de este modo, podamos reconocerlo también en aquellos a través de los cuales se dirige a nosotros: en los niños, en los que sufren, en los abandonados, los marginados y los pobres de este mundo.

En el relato de la Navidad hay también una segunda palabra sobre la que quisiera reflexionar con vosotros: el himno de alabanza que los ángeles entonan después del mensaje sobre el Salvador recién nacido: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace». Dios es glorioso. Dios es luz pura, esplendor de la verdad y del amor. Él es bueno. Es el verdadero bien, el bien por excelencia. Los ángeles que lo rodean transmiten en primer lugar simplemente la alegría de percibir la gloria de Dios. Su canto es una irradiación de la alegría que los inunda. En sus palabras oímos, por decirlo así, algo de los sonidos melodiosos del cielo. En ellas no se supone ninguna pregunta sobre el porqué, aparece simplemente el hecho de estar llenos de la felicidad que proviene de advertir el puro esplendor de la verdad y del amor de Dios. Queremos dejarnos embargar de esta alegría: existe la verdad. Existe la pura bondad. Existe la luz pura. Dios es bueno y él es el poder supremo por encima de todos los poderes. En esta noche, deberíamos simplemente alegrarnos de este hecho, junto con los ángeles y los pastores.

Con la gloria de Dios en las alturas, se relaciona la paz en la tierra a los hombres. Donde no se da gloria a Dios, donde se le olvida o incluso se le niega, tampoco hay paz. Hoy, sin embargo, corrientes de pensamiento muy difundidas sostienen lo contrario: la religión, en particular el monoteísmo, sería la causa de la violencia y de las guerras en el mundo; sería preciso liberar antes a la humanidad de la religión para que se estableciera después la paz; el monoteísmo, la fe en el único Dios, sería prepotencia, motivo de intolerancia, puesto que por su naturaleza quisiera imponerse a todos con la pretensión de la única verdad. Es cierto que el monoteísmo ha servido en la historia como pretexto para la intolerancia y la violencia. Es verdad que una religión puede enfermar y llegar así a oponerse a su naturaleza más profunda, cuando el hombre piensa que debe tomar en sus manos la causa de Dios, haciendo así de Dios su propiedad privada. Debemos estar atentos contra esta distorsión de lo sagrado. Si es incontestable un cierto uso indebido de la religión en la historia, no es verdad, sin embargo, que el «no» a Dios restablecería la paz. Si la luz de Dios se apaga, se extingue también la dignidad divina del hombre. Entonces, ya no es la imagen de Dios, que debemos honrar en cada uno, en el débil, el extranjero, el pobre. Entonces ya no somos todos hermanos y hermanas, hijos del único Padre que, a partir del Padre, están relacionados mutuamente. Qué géneros de violencia arrogante aparecen entonces, y cómo el hombre desprecia y aplasta al hombre, lo hemos visto en toda su crueldad el siglo pasado. Sólo cuando la luz de Dios brilla sobre el hombre y en el hombre, sólo cuando cada hombre es querido, conocido y amado por Dios, sólo entonces, por miserable que sea su situación, su dignidad es inviolable. En la Noche Santa, Dios mismo se ha hecho hombre, como había anunciado el profeta Isaías: el niño nacido aquí es «Emmanuel», Dios con nosotros (cf. Is 7,14). Y, en el transcurso de todos estos siglos, no se han dado ciertamente sólo casos de uso indebido de la religión, sino que la fe en ese Dios que se ha hecho hombre ha provocado siempre de nuevo fuerzas de reconciliación y de bondad. En la oscuridad del pecado y de la violencia, esta fe ha insertado un rayo luminoso de paz y de bondad que sigue brillando.

Así pues, Cristo es nuestra paz, y ha anunciado la paz a los de lejos y a los de cerca (cf. Ef2,14.17). Cómo dejar de implorarlo en esta hora: Sí, Señor, anúncianos también hoy la paz, a los de cerca y a los de lejos. Haz que, también hoy, de las espadas se forjen arados (cf. Is 2,4), que en lugar de armamento para la guerra lleguen ayudas para los que sufren. Ilumina la personas que se creen en el deber aplicar la violencia en tu nombre, para que aprendan a comprender lo absurdo de la violencia y a reconocer tu verdadero rostro. Ayúdanos a ser hombres «en los que te complaces», hombres conformes a tu imagen y, así, hombres de paz.

Apenas se alejaron los ángeles, los pastores se decían unos a otros: Vamos, pasemos allá, a Belén, y veamos esta palabra que se ha cumplido por nosotros (cf. Lc 2,15). Los pastores se apresuraron en su camino hacia Belén, nos dice el evangelista (cf. 2,16). Una santa curiosidad los impulsaba a ver en un pesebre a este niño, que el ángel había dicho que era el Salvador, el Cristo, el Señor. La gran alegría, a la que el ángel se había referido, había entrado en su corazón y les daba alas.

Vayamos allá, a Belén, dice hoy la liturgia de la Iglesia. Trans-eamus traduce la Biblia latina: «atravesar», ir al otro lado, atreverse a dar el paso que va más allá, la «travesía» con la que salimos de nuestros hábitos de pensamiento y de vida, y sobrepasamos el mundo puramente material para llegar a lo esencial, al más allá, hacia el Dios que, por su parte, ha venido acá, hacia nosotros. Pidamos al Señor que nos dé la capacidad de superar nuestros límites, nuestro mundo; que nos ayude a encontrarlo, especialmente en el momento en el que él mismo, en la Sagrada Eucaristía, se pone en nuestras manos y en nuestro corazón.

Vayamos allá, a Belén. Con estas palabras que nos decimos unos a otros, al igual que los pastores, no debemos pensar sólo en la gran travesía hacia el Dios vivo, sino también en la ciudad concreta de Belén, en todos los lugares donde el Señor vivió, trabajó y sufrió. Pidamos en esta hora por quienes hoy viven y sufren allí. Oremos para que allí reine la paz. Oremos para que israelíes y palestinos puedan llevar una vida en la paz del único Dios y en libertad. Pidamos también por los países circunstantes, por el Líbano, Siria, Irak, y así sucesivamente, de modo que en ellos se asiente la paz. Que los cristianos en aquellos países donde ha tenido origen nuestra fe puedan conservar su morada; que cristianos y musulmanes construyan juntos sus países en la paz de Dios.

Los pastores se apresuraron. Les movía una santa curiosidad y una santa alegría. Tal vez es muy raro entre nosotros que nos apresuremos por las cosas de Dios. Hoy, Dios no forma parte de las realidades urgentes. Las cosas de Dios, así decimos y pensamos, pueden esperar. Y, sin embargo, él es la realidad más importante, el Único que, en definitiva, importa realmente. ¿Por qué no deberíamos también nosotros dejarnos llevar por la curiosidad de ver más de cerca y conocer lo que Dios nos ha dicho? Pidámosle que la santa curiosidad y la santa alegría de los pastores nos inciten también hoy a nosotros, y vayamos pues con alegría allá, a Belén; hacia el Señor que también hoy viene de nuevo entre nosotros. Amén.



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Tomado de
www.vatican.va

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Mensaje por Navidad del Presidente de la Conferencia Episcopal Peruana


MENSAJE DEL PRESIDENTE DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL PERUANA CON MOTIVO DE LA NAVIDAD
Y LA LLEGADA DEL NUEVO AÑO


“No teman, les anunció una gran alegría…les ha nacido hoy, un Salvador” (cf. Lc 2,8-11)




En este tiempo de Navidad, invitados como los pastores para adorar al Hijo de Dios que nació en la ciudad de Belén, nos conmueve contemplar como la grandeza Divina se reviste de la humildad y fragilidad de nuestra carne. Nos admira comprender el inmenso amor de Dios por la humanidad, que no dudó en enviar su propio Hijo para salvarnos.


Navidad es un tiempo para volver nuestro corazón hacia Jesús y para dirigir nuestra mirada hacia los más débiles e indefensos. Navidad es la celebración de la vida. La vida es el primer derecho de todo ser humano y debe estar por encima de cualquier otro derecho o valor social, político, económico, psicológico y familiar. Si una sociedad no asegura la vida de los no nacidos, es una sociedad que vive como una tragedia su misión fundamental, la cual consiste en dar, reconocer, proteger y promover la vida de todos. 



En este contexto navideño, invitamos a todos los hombres de buena voluntad, a crear lazos de solidaridad y de fraternidad, a abrir caminos justicia y de perdón que nos ayuden a formar una nueva civilización fundada en el amor; invocamos del mismo modo, para que en nuestro país se respete la dignidad de todos los niños y niñas, y se generen desde todas las instituciones de la sociedad compromisos concretos que ayuden a consolidar la Familia: “futuro y esperanza de la humanidad”. 



Que el mensaje de Jesús: “No tengan miedo, yo he vencido al mundo” (cf. Jn 16,33), fortalezca a los más débiles, ilumine con la luz de su Palabra las tinieblas del error y nos conceda a todos la alegría de la Verdad. 



Que el primer villancico de la historia cantado por los Ángeles: “¡Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!”(Lc 2,14) sea el programa de todos los peruanos en el nuevo año que se avecina, de tal manera que todos trabajemos por la Gloria de Dios y para lograr la Paz, el más grande anhelo del corazón humano.



Que Jesús el Hijo de María, el Dios-con-nosotros, que viene a nacer en el interior de nuestro corazón, de nuestras familias, de nuestra sociedad y de nuestra historia, nos enseñe a compartir felicidad. 



Feliz Navidad y Venturoso Año Nuevo 2013 para toda la gran familia peruana.


+ Salvador Piñeiro García Calderón
Arzobispo Metropolitano de Ayacucho
Presidente de la Conferencia Episcopal Peruana.


Lima, 21 de diciembre de 2012




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Especial de ADVIENTO


A las puertas de la llegada del Salvador.

“La Virgen está encinta y da a luz un hijo,
y le pone por nombre Emmanuel,
que significa «Dios con nosotros».
Is 7,14




El profeta Daniel tuvo una revelación sobre la fecha aproximada de la venida de Jesús. La noticia se difundió fuera de los límites del pueblo judío. Muchos en aquellos días deseaban y esperaban el nacimiento de un rey de paz. Entre ellos se hizo famoso el poeta latino Virgilio que veinte años antes de Cristo escribió así:

 "Han llegado los tiempos últimos de que habla la Sibila:
Va a comenzar de nuevo el curso inmenso de los siglos.
De lo más alto de los cielos nos va a ser enviado un reparador.
Alégrate, casta Lucina, por el nacimiento de este niño,
que hará cesar la Edad de Hierro, reinante hasta ahora,
y extenderá la Edad de Oro por todo el universo...
El que debe obrar estas maravillas será engendrado en el mismo seno de Dios;
se distinguirá entre los seres celestiales;
aparecerá superior a todos ellos y regirá con las virtudes de su padre al mundo pacificado...
Ven, pues, querida descendencia de los cielos,
ilustre vástago de Júpiter, porque se acercan ya los tiempos vaticinados.
Ven a recibir los grandes honores que te son debidos.
Mira tu venida al globo del mundo vacilante bajo el peso de su bóveda;
la tierra, los vastos mares, el alto cielo...
todo se agita y alegra por el siglo que ha de venir".
  
(Égloga IV)



Especial de NAVIDAD

Para vivir este tiempo de Navidad que ya se avecina, compartimos nuestras publicaciones dedicadas a esta hermosa fiesta del cristianismo. Acceda AQUÍ.

Homilía del 4º Domingo de Adviento (C)



Lo dicho se cumplió.
Lo prometió el Señor.

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Miq 5,1-4; S 79; Hb 10,5-10; Lc 1,39-45


Por fin llega ya. El Señor está a la puerta. “Cielos, destilen el rocío; nubes, derramen la victoria; ábrase la tierra y brote la salvación” (Is 45,8). Así dice la antífona de entrada prevista por la liturgia de hoy. El rocío, la victoria, la salvación señalan a Jesús salvador.



La primera lectura nos recuerda la profecía de Miqueas. Miqueas vive y profetiza al mismo tiempo que Isaías. Con toda claridad predice que el Mesías nacerá en Belén. Es la aldea originaria de David, a quien Dios por el profeta Natán ha prometido que el Mesías será un descendiente suyo, “el jefe de Israel” (v. 2S 7.12-17). Pero la profecía puede indicar algo más: “Su origen se remonta a los tiempos antiguos, a los días pasados”. Estas palabras de modo oscuro dicen también del origen divino y eterno del Mesías.

Esta profecía se une a la de la virgen de Isaías, la madre del Emmanuel, Dios con nosotros, garantía de salvación de Israel, es decir de la Iglesia, que pastoreará a todos los hombres, “hasta los confines de la tierra”, siendo “él mismo nuestra paz” (Is 7,14; Miq 5,3-4). Por eso la Iglesia le pide en el salmo responsorial: “Ven a salvarnos…Ven a visitar tu viña (la Iglesia)…” “Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que Tú fortaleciste”, que es nuestra cabeza y de cuyo cuerpo somos miembros, hemos pedido. De esta forma “no nos alejaremos de Ti: danos vida para que invoquemos tu nombre”.  

 La segunda lectura está tomada de la carta a los Hebreos. Esta carta enseña que Cristo es el ahora sumo sacerdote, que con su sacrificio en la cruz ha satisfecho plenamente por los pecados de todo el género humano. El texto revela que Jesús desde el primer momento de su existencia humana, que fue el de su encarnación y concepción virginal en el seno de María, aceptó su destino y la voluntad del Padre de padecer la muerte en la cruz por nuestros pecados y así satisfacer con su obediencia todas nuestras desobediencias.

Así “cuando Cristo entró en el mundo”, es decir cuando tomó la naturaleza humana en el seno de María, entonces “dijo”. ¿Quién? y ¿a Quién dijo? La carta cita el salmo 40 y en él el futuro Mesías habla con Dios. “Tu no quieres sacrificios ni ofrendas”, se refiere a los sacrificios del Antiguo Testamento en el magnífico templo de Jerusalén. “Pero me has preparado un cuerpo”, es su cuerpo humano concebido y crecido en el seno de María. “No aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias”, todos aquellos sacrificios de animales, pese a su magnífica apariencia no tienen valor bastante para expiar los pecados de la humanidad. “Entonces yo dije lo que está escrito en el libro”; entonces, en ese momento de mi entrada en este mundo, cuando fui concebido, dije lo del libro; va a citar el salmo que se refiere al Mesías salvador prometido, salmo 40, 7-9: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad”.

Sigue luego otra explicación de lo dicho pero con otras palabras. “Primero dice: no quieres ni aceptas sacrificios ni ofrendas, holocaustos ni víctimas expiatorias –que se ofrecen según la ley (del Antiguo Testamento).–Después añade: Aquí estoy yo ahora para hacer tu voluntad”. Que es la cruz, como lo afirma repetidamente. “Niega lo primero”, el valor de los sacrificios del templo; “para afirmar lo segundo”, el cumplimiento de la voluntad del Padre hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2,8).

“Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre”. Sólo gracias al valor de esa muerte de Cristo, sin necesidad de más sacrificios, nosotros podemos por la fe hacer nuestros sus méritos y hacernos así santos.

Esto se produce ya a partir de la encarnación en el seno de María. Lo canta el texto del evangelio. Es inmediato al final de la entrevista de María y el ángel Gabriel. María ha aceptado. En su seno y de su carne Dios ha creado un cuerpo humano, que ha sido asumido por el Hijo, la segunda persona de la Trinidad. El Verbo de Dios, la segunda persona de la Trinidad, se ha hecho hombre. La historia del hombre en la tierra ha dado un salto de calidad.

El evangelio es la inmediata continuación de la anunciación del ángel, aceptación de María y concepción de Jesús en su seno. Habiendo escuchado María que Isabel estaba de seis meses, fue “aprisa”. La acogida cordial de Jesús dinamiza en servicio del prójimo; el mismo espíritu navideño que nos empuja hacia los demás con felicitaciones, buenos deseos, obsequios y reconciliaciones nos lo confirma. El Espíritu de Jesús no encapsula en nosotros mismos sino que lleva a servir a los demás.

“En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. “Se llenó Isabel del Espíritu Sano y dijo a voz en grito: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”. María lleva siempre a Jesús, necesariamente nos acerca a Él y hace que nos llenemos del Espíritu Santo, nos hace conocer la presencia de Jesús, nos llena de alegría y fortalece la fe... Es un error craso de los hermanos separados el prescindir de María en la relación con Dios y con Jesús. La escritura señala su presencia activa en la  obra de Cristo en la encarnación, en Caná al comienzo de la vida pública, en la hora suprema de la cruz, en la oración que da luz a la Iglesia en Pentecostés. Y la historia sigue confirmando la presencia maternal de María en el caminar de la Iglesia a través de tantas gracias, tantos santuarios de bendiciones y milagros, tantas apariciones, tantas conversiones. “¡Dichosa tú, que has creído!, pues lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. En este año de la fe, le pedimos que nos la aumente. Madre de la Iglesia, Madre de la fe.




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La Visitación

P. Adolfo Franco, S.J.



Lucas 1, 39-45

La Virgen supo esperar al Niño y nos enseña cómo prepararnos.



Estamos en el cuarto domingo de este hermoso tiempo del Adviento. Y la Liturgia nos trae para meditar el pasaje evangélico de la Visita de la Virgen María a su prima Santa Isabel. Y es que la Virgen es el mejor símbolo del Adviento: ella fue la que vivió el primer adviento, y se preparó de verdad al Nacimiento de su Hijo. Ella puede darnos un especial mensaje de Adviento.

El hecho lo conocemos bien: María, ya está empezando su maternidad, y recorre un largo camino para servir a su prima Isabel, una anciana que está encinta y que necesita que le ayuden. Alguien la necesita y María no duda, allí va a estar. Pero en todo esto hay más que una ayuda material, la ayuda que puede proporcionar una buena compañía, una buena enfermera. La ayuda va más allá.

Han empezado los tiempos del Mesías, y hay que realizar la primera obra, poner la primera piedra del edificio de la Salvación. Y es María la que tiene que realizar ese comienzo, portando a Jesús en su seno. El es finalmente el que va a obrar. Y María será su compañía. El mensaje va a empezar, todavía con preparativos, pero al fin lo prometido por Dios va a llegar a la plenitud.

Juan el Bautista, el Precursor (el prólogo de Jesús que es La Palabra), debe ser preparado, debe recibir ya el primer impulso del Espíritu. María, así, llega a casa de su prima y le envía el mensaje de saludo; ese mensaje de saludo lleva ya la fuerza inmensa de Jesús, de quien María es portadora; y por eso el saludo llena del Espíritu Santo a Santa Isabel y sobre todo al niño Juan, que salta de alegría en el seno de su madre. Alegría de Juan, que es santificado en ese momento, y que de alguna forma es ya preparado para comenzar a ser la Voz que clama en el desierto.

Este momento tan íntimo, tan familiar, y en que se encuentran estas dos primas privilegiadas por Dios, es un momento que tiene resonancias que van mucho más allá de las cuatro paredes de la casa donde esta escena tiene lugar. Se ha realizado ya el primer paso, del comienzo de la salvación. Ese Espíritu Santo, que ha actuado en María en el momento de la concepción de Jesús, se empieza a volcar en el mundo, y primero llena el corazón y la vida de Juan Bautista y de su madre Santa Isabel.

Este es uno de los frutos extraordinarios de la salvación que Jesús va a instaurar: el Espíritu Santo empieza a actuar en las personas ejecutoras del plan de Dios. El mismo Espíritu Santo que bajará sobre el Mesías en su bautismo, es el que santifica en esta escena a Juan el Bautista. Y que después se seguirá derramando en abundancia.

Pero además de todo esto, que es lo central de esta visita de María a su prima Isabel, hay que notar lo que ésta le dice a María: “Bienaventurada tú, la que has creído”. Es la primera que forma ese grupo privilegiado de los que Jesús llamará “los bienaventurados”, que son los portadores de salvación para el mundo. María, además de ser “la llena de gracia”, como le dice el ángel, es “La que ha creído”, como le dice ahora Isabel. Solamente una persona llena de gracia y de fe, podría estar asociada de la manera que lo estuvo María a la obra de la Salvación.

¿Y cómo es la fe de María? A veces se entiende la fe de forma un tanto restringida, como la respuesta de nuestra mente a la enseñanza del Señor; pero la fe cristiana va más allá. María es “la que ha creído” porque ha dejado que Dios entre en su vida y la tome totalmente a su servicio. La fe es la entrega de una persona que le da a Dios todo lo que él es, para que el Señor disponga a su manera. María le da enteramente su vida a Dios, por eso es “la que ha creído” y le da su vida sin condiciones: aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. En eso consiste la fe de María, en la entrega total de su existencia a Dios, para que El la utilice en la realización de sus planes. Y para eso ha tenido que renunciar a sus proyectos personales, cuando dice “¿cómo será esto pues no conozco varón?’” María tenía sus propios planes; y ahora todo lo pone en manos de Dios, para que El haga y deshaga. Es la aceptación de que Dios tome su vida entera y se apodere de ella. Esa es la fe de María, la de quien le permite a Dios la invasión total, sin límites y sin condiciones; es lo que Ella expresa cuando dice: “aquí está la esclava del Señor”. Por eso es la “BIENAVENTURADA” porque ha creído.


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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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